Guido Pagliarino - La Verdad Y La Verosimilitud

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…pero tú eres el heredero y tienes derecho a estar informado.

Bruno se enteró entonces de que Fringuella cometió un delito innegable contra la república: años ha fue un diestro, aplicado y muy temido funcionario captador de impuestos, incorruptible desde el área pecuniaria. Desgraciadamente para él, sufría de inevitable priapismo orgánico y aún peor, llegado a cierto punto le asignaron un encargo bastante tentador. Corrían los años 50 cuando aún se toleraban las «casas cerradas», es decir, burdeles, y el estado se aprovechaba estableciendo impuestos a los proxenetas y a todo aquel meretricio: la tarea asignada a Fringuella se basaba en la inspección fiscal de prostíbulos. Incapaz de satisfacer sus casi irresistibles necesidades mediante su modesto sueldo, pensando —como luego se difundiera descortésmente— en «no cometer un gran mal absteniéndose del dinero», incumplió su propia honradez y acordó con el dueño de los burdeles lo siguiente: «aligeraría» sus situaciones fiscales personales si consentían, de forma gratuita y con permiso exclusivo, el uso fuera de horario de los «servicios» de los locales. Desgraciadamente para él, cuando esas casas fueron finalmente prohibidas por la ley Merlin, una carta anónima le denunció, y algunos de los dueños, interrogados en comisaría, le delataron. El doctor, despedido de los cargos públicos, fue condenado a cuatro indiscutibles años de prisión. Cuando salió de presidio contaba ya cincuenta años y no encontró otra cosa que el empleo mal pagado de la fábrica Pittò.

Salía en los periódicos, ¿no los leías? —concluyó el tío.

Bruno se acordaba del caso, pero nunca lo hubiera atribuido a Fringuella. El caballero, en cambio, lo tenía grabado en la memoria, ya que en un pasado lejano el doctor, encargado de las denuncias de los ingresos de los artesanos, fue un poderoso adversario en los enfrentamientos ante los servicios fiscales.

Así pues, fue la pasada profesión la que le brindó al director administrativo vastos conocimientos y gracias a sus antiguos colegas localizó enseguida al director de Roma.

Tras conversaciones telefónicas, correspondencia epistolar y el envío de muestras consiguieron despertar el interés de la contraparte gracias a un amigo de Pittò y su agente comercial de la zona Lacio-Umbría. En un período extraordinariamente breve establecieron el acuerdo y la firma del contrato del empresario. Bruno hizo de secretario y se fue a Roma para cerrar el trato.

Como siempre, cuando nadie se enteraba, el parsimonioso empresario reducía gastos: trayecto nocturno en ferrocarril, vagón dormitorio de segunda clase. Pero cuando el sobrino llegó, el tío lo tomó del brazo y le arrastró sin que él comprendiera la razón al vagón adyacente, un coche cama del que, con un guiño del ojo, le hizo bajar. Bruno lo comprendió todo cuando vio al amigo de Roma, esperándoles.

Éste se encargó de acompañarles a la oficina de la contraparte y les esperó pacientemente a que se firmara el contrato; luego les llevó al aeropuerto. El caballero tenía programado volver en avión aunque el coste fuera superior, fuera porque no estaba seguro de soportar la fatiga de otro viaje en tren, fuera porque esa misma noche recibiría en casa a un cliente mayorista importante.

El vuelo marchó tranquilo en sí, pero para el empresario fue extremadamente sufrido y lo vivió apretando en un puño el clavo de la suerte.

¿Aerofobia? Normalmente no, pero así fue en esa ocasión: sucedió que el amigo, al llevar a Bruno al aeropuerto dejó caer, remarcando despreocupadamente que no creía en esas cosas, que el director cinematográfico tenía fama de ser muy gafe. Le atribuían a él los males por el simple hecho de haber asistido al viaje inaugural del modernísimo Andrea Doria, que se hundió en el océano años después del primer trayecto. Pittò tembló al pensar en el peligro al que inconscientemente se expuso durante la navegación; se quedó tieso segundos después al pensar en el arriesgadísimo y gafado vuelo que estaba a punto de tomar. Bajó del coche del amigo y tras la despedida se planteó seriamente coger un taxi y volver a la estación ferroviaria, aunque ya hubiera pagado el vuelo.

Bruno, que no tenía ni ganas de volver a pasar por largas horas en tren y menos durante más de un día le insinuó, tan serio como pudo:

He leído las estadísticas y se ve que hay muchos accidentes de tren; piensa que hay muchos más que aviones, por no hablar de los accidentes de tráfico si viajáramos en autobús.

El caballero tocó inmediatamente el clavo. Recorrer a pie aquel centenar de quilómetros era imposible. Tras una larga reflexión se decantó por el vuelo.

Nada más llegar dijo:

¿Estamos en tierra firme, verdad? —y, cuando el sobrino asintió, concluyó— ¿Has visto que no eran más que absurdidades? —como si el supersticioso de los dos hubiera sido el joven.

Hay personas como el caballero —concluyó años más tarde Bruno cuando recordó aquel capítulo— que se consideran ateas porque, tal y como sostienen, son realistas, positivas o incluso científicas; las mismas que luego leen el horóscopo cada mañana, nunca pasan bajo una escalera, rehúyen los gatos negros y las flores blancas y llevan al menos un amuleto de la suerte en el bolsillo. Con frecuencia son estos los seres humanos que se meten en problemas por culpa de sus supersticiones.

Pittò volvió a la fábrica con el rostro nuevamente ensombrecido, cogió el contrato con dos dedos y lo metió en la caja fuerte.

Y bien, ¿empezamos la producción? —le preguntó el perito Tirlotti.

Un…m... un momento, mañana lo hablamos —fue la vacilante respuesta del jefe. Tras bajar sano y salvo del avión y dejar de temer por su vida, el empresario fue presa de un nuevo temor: que el suministro del gafe de Roma trajera la desgracia al negocio.

Pasaron los días y la orden de producción siguió sin llegar.

Caballero, ¿empezamos? Roma nos espera —insistía un asombrado director técnico.

Hmm... no hay prisa.

Caballero —intervenía entonces el director administrativo—, disculpe pero deberíamos empezar. Habrá plazo de entrega, ¿no? Además, necesitamos el dinero.

¡Uff! —el jefe estiraba la boca cuando se quejaba y se ponía a picar las palmas de manos una contra otra a su manera, una y otra vez, y se alejaba consumido por la indignación.

Solo Bruno intuyó el motivo de la incertidumbre, y comprendiendo el daño que auguraba a la empresa decidió compartirlo con Fringuella.

La relación entre ellos dos se había viciado con el tiempo. El doctor había perdido gran parte del respeto inicial por él y le llamaba intencionadamente Bruno en vez de señor Seta. ¿El motivo? Claramente la infeliz frase de Pittò sobre el nombramiento del heredero para su puesto, y probablemente las dificultades económicas añadidas de la empresa. El joven tomó represalias y devolvió la antipatía; además, le perdió el respeto cuando se enteró de su pasado. Sin embargo, el doctor era la única persona en quien confiar para salvar la situación. A pesar del precedente penal era el único que intimidaba al jefe, puede que fruto de la censuradora carga fiscal que en el pasado usara en su contra; cabe añadir que era sobre todo por ello que el caballero, inconscientemente, quería librarse de él cuanto antes.

Bruno, ¿por qué no me lo has dicho antes? —le regañó en primer lugar.

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