Guido Pagliarino - La Verdad Y La Verosimilitud

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Bruno entró en la fábrica ese mismo año, en 1963, acompañado de Pittò. El primero se sintió algo intimidado; el otro, el empresario, se mostró arrogante pero abierto, aunque solo esa vez. Se paseó con el aire de un soberano que presenta altamente complacido su reino al príncipe heredero.

Le condujo y le recondujo por todos los rincones del edificio. Seguidamente el tío abuelo le presentó a los dos dirigentes del taller.

Mi sobrino, el heredero.

El técnico, el señor Tirlotti, era un doble titulado perito químico e industrial con conocimientos de ingeniería valorado con un salario más bajo. El administrativo, el doctor Fringuella, era un cincuentón soltero alto de incipientes entradas, un poco jorobado y extremadamente delgado, de piel amarillenta y nariz enorme. Tenía aspecto de borracho, y seguramente lo estuviera al término de la estancia de Bruno en la fábrica, tal y como evidenciaba el agravamiento de su enfermedad del hígado. En cuestión de ocho meses, Fringuella, escapando de la adustez de trabajos anteriores y contentado con su escaso salario, asumió gracias al jefe el puesto de un tal Dialzi. Su predecesor fue despedido inmediatamente «por haber robado»; curiosamente, jamás fue denunciado a las autoridades judiciales a pesar de que el dinero robado sumara cien millones de liras de la época 1. Además, cosa aún más extraña, el hombre siguió y continuó presentándose casi mensualmente a la fábrica para intentar hablar con el caballero. Se decía, según las orejas espías de Fringuella detrás de la puerta, que el empresario le ofreció al otro una suma de dinero. La certeza fue plena cuando, en una ocasión, aposta y sin fingir en absoluto, el director administrativo entró en la sala, se disculpó por la intrusión y sorprendió a Pittò pagándole a Dialzi. En cuanto el otro se fue el jefe, rojo como un tomate, se acercó al doctor y empezó a excusarse entre balbuceos. Pero, ¿quién le habría creído? «Bueno, es que da pena, ¿no?».

¿Chantaje?

Mientras tanto, según los chismorreos —sobre todo de Fringuella— el joven reunió rápidamente la escasa información disponible sobre Dialzi; quedó huérfano de ambos padres a los dieciséis y fue acogido por el caballero en su neonata empresa artesana a modo de manitas con una paga casi inexistente, con manutención y alojamiento en el laboratorio. Trabajaba independientemente del horario y las ganancias y halagaba al caballero, hombre sensible a las lisonjas. Fue ascendiendo a medida que la empresa crecía, gracias también a su inteligencia, ya que estudiando de noches consiguió sacarse el título de contable. Así pues, se convirtió en director administrativo de la Pittò con el sueldo de un simple empleado. Una de las cosas que, contrarias a la justicia, el caballero más apreciaba era que un trabajador costara menos que la función que desempeñaba y encima no se quejase. No entendía que aquello pudiera implicar menor competencia o dificultad para encontrar trabajo a una edad ya no tan verde, como Fringuella, arriesgándose a un menor apego por el trabajo o hasta rencor por la explotación. Por último, la tacañería podía incluso convertirse en una instigación involuntaria al robo. Bruno pensó que a lo mejor le había pasado precisamente eso a Dialzi a modo de asimilación ilícita y excesiva de un salario inadecuado. Solo el director técnico estaba satisfecho con su paga inferior a la de un ingeniero pero superior al sueldo de un perito, con su doble titulación sin ningún grado; el caballero estaba muy satisfecho con él porque era un apasionado de su profesión, encontraba soluciones y proponía innovaciones siempre en el momento justo. Había creado, entre otros, un polvo que si se mezclaba con agua formaba una sustancia consistente y moldeable muy útil para los apasionados de los trenecitos y los maquetistas para los plásticos; la verdad es que se secaba enseguida y quedaba durísima, capaz de soportar un peso considerable incluso en capas finas. Solo por eso el caballero empezó a fabricarla y a venderla en masa, aunque el producto, que nunca patentó, tuviera funciones más útiles y vastas. Pittò la bautizó con la titánica expresión: Polvo para construir montañas. Se destinaba en gran parte al por mayor y a las tiendas de modelismo y juguetes, en Italia y en el extranjero. Sacó grandes beneficios gracias al bajo coste de producción y a la ausencia de compensación extra alguna para el perito Tirlotti, ya que «lo había creado en horas de trabajo y con el material de la fábrica».

Bruno, que no recibía paga alguna, tenía que situarse por fuerza entre los colaboradores más apreciados del propietario, y la verdad es que así fue al principio. De hecho, gozó de un singular privilegio: el primer día Pittò, tras la visita a las instalaciones, le recibió en su oficina, sentado en la silla de directivo tras el escritorio presidencial; Bruno frente a él, de pie en posición firme. Pittò le dedicó un discurso improvisado de bienvenida y le autorizó en exclusiva a no llamarle caballero, sino simplemente tío. Así lo hubiera hecho el joven de por sí aunque no le hubiera concedido el beneplácito. Sin embargo le dio las gracias. El otro quedó complacido, como si le hubiera entregado a saber qué, pero añadió:

Obviamente cuando hables de mí con los demás no digas «mi tío», sino «el caballero».

Le dejó al cuidado del doctor Fringuella y le nombró segunda autoridad de la oficina de administración, con un escritorio algo más pequeño que el del director y una tarjeta grabada que rezaba «Bruno Seta - Subdirector administrativo». Ciertamente aquello le proporcionó al joven aprendiz una gran satisfacción. Desgraciadamente dos años después el caballero, eternamente ávido del ahorro, se sinceró con el ya experto Bruno cuando el otro, que ya sospechaba algo, escuchaba tras la puerta:

Nos quedaremos contigo y echaremos al buitre traidor de Fringuella.

De nada sirvió que el joven le perjurara al doctor que su intención no había sido jamás la de robarle el puesto. Desde entonces y no por su culpa se ganó a un enemigo.

Aparte de las tareas importantes, casi cada día se sucedían otras muchas menos dignas pero que el titular valoraba enormemente. Para ahorrarse la manutención de dos furgones con conductor, de los que hacía uso ocasionalmente para pequeños pedidos, el tío se compró un monovolumen grande que le servía de presentación en los pedidos de la zona, de las que se encargaba él mismo hasta que llegó el sobrino. Cabe mencionar que en la última época se arriesgó a varios accidentes debido a la reciente pérdida visual de un ojo, fruto de una catarata mal operada. Así pues, Bruno se encargó de sustituirle como repartidor complementario en un Mercedes Benz. El caballero, además, le delegó la responsabilidad de su propio conductor. El otro empleado vestía una gorra de chófer incluso en horas de reparto y trabajaba en horas que debería haber tenido libres y que no recibían paga extra. Al fin se quejó a Fringuella, quien le apoyó ante el jefe. Entonces Pittò encontró una solución, simple e inmediata: nombrar gratuitamente al sobrino para el puesto:

Pruébate la gorra de ese holgazán —le ordenó con indiferencia, entregándosela.

El joven, más asombrado que fastidiado, respondió evasivamente con una pregunta retórica:

¿Pero qué imagen darías si pusieras a tu subdirector heredero de conductor? Pensarán que eres pobre.

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