Guido Pagliarino - La Verdad Y La Verosimilitud
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- Название:La Verdad Y La Verosimilitud
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- ISBN:978-8-87-304427-7
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Esa palabra mágica desvaneció la gorra y desde entonces ambos se presentarÃan públicamente con el coche empresarial como familiares que eran, para bien o para mal. Bruno conducirÃa sin gorra y su tÃo medio ciego se sentarÃa a su lado en vez de atrás.
Gracias a aquella extraordinaria tarea el joven conoció en fiestas y reuniones de negocios a decenas de empresarios del momento, protagonistas de lo que más tarde se llamarÃa el «milagro económico italiano». Gran parte de aquellas empresas cerraron pronto debido a la recesión económica de medidos de los años 60. Solo algunos de ellos âsobre todo gracias a sus hijos y nietos que, a diferencia de los primeros, fueron instruidos en escuelas económicasâ vieron prosperar sus empresas; y cuando los fundadores desaparecieron alcanzaron, décadas más tarde, dimensiones mundiales.
La verdad es que pocos de los empresarios que conoció Bruno le cayeron bien. En muchos de ellos se acentuaba seriamente una gran altivez y una escasa formación, la mala educación con los subordinados y la brutalidad contra todos los que, compartiendo las mismas miserias en sus orÃgenes, no supieron alcanzar la riqueza. A menudo sus esposas eran peores que los maridos, sin contar con el inteligente mérito de haber creado puestos de trabajo. Ante las personas cultas los empresarios manifestaba respeto y cortesÃa; a sus espaldas, hablándolo entre ellos o en familia, exteriorizaban desprecio. HabÃa mucha envidia hacia los intelectuales, esencialmente por sus tÃtulos académicos: casi todos los empresarios se apresuraban a exhibir el tÃtulo de caballero o comandante de la República como si solo contara el tÃtulo y no la cultura. Además ansiaban la adulación.
Pittò no era diferente. Bruno, de naturaleza enemigo de las zalamerÃas, nunca habrÃa elogiado al tÃo abuelo si no fuera porque al final se hubiera convertido en su enemigo. En el fondo sabÃa, por como traslucÃan algunas frases, que el caballero se lamentaba de que su sobrino estuviera en la universidad y que un dÃa se licenciara. Los exámenes sacaron a la luz las primeras disputas entre ellos. El empresario se enfadaba cada vez que Bruno se ausentaba con motivo de un seminario o un examen. En una ocasión el joven tuvo que cargar con dos exámenes muy próximos el uno del otro; habÃa pasado casi un bienio desde que entrara en la fábrica y pidió un permiso de dos o tres dÃas para repasar. Pittò le chilló:
¡Aquà se trabaja, no te haces el universitario tocacojones! ¿Eres tonto o qué? ¿Eres un empresario y pierdes el tiempo con esas estupideces burocráticas?
Al pensar que trabajaba gratis, sin horarios fijos y al cargo de tareas que no deberÃan ser suyas y en plena tensión por el pesado estudio nocturno, no pudo contenerse y le chilló de vuelta a pleno pulmón:
¡Tú eres el empresario, no yo, y empiezo a estar harto de los de tu calaña!
¡Piojoso! ¡Piojoso! ârespondió el jefe secamente ante todos, alejándose a la par que picaba de manos cada vez más fuerte en señal de desprecio.
Fue en esa ocasión que Fringuella le soltó al joven una frase ambigua:
TenÃa usted razón, señor Seta, pero se ha pasado de rosca con el grito; además, al fin y al cabo es al caballero a quien su familia debe su posición.
Por un instante Bruno creyó que se referÃa a la promesa de asociación con la empresa. No se imaginaba lo que aquella frase escondÃa. Solo al cabo del tiempo comprendió las mentiras que iban circulando.
Entretanto la recesión económica hincó fuerte en Italia.
El joven lo consultó con su padre:
Me da que la empresa está perdiendo impulso; tiene muchos, demasiados créditos que cobrar de clientes morosos. Cabe la posibilidad de una crisis de liquidez, y con los costes fijos que la empresa tiene que cubrir, como la nueva maquinaria que aún hay que pagar, el riesgo es notorio.
Papá Seta respondió calmosamente:
Mientras dure no vas a firmar ningún contrato con tu tÃo, aunque dudo que lo proponga. Y te aconsejo que en los próximos meses estés atento a cómo evolucionan las cosas; tan poco tiempo no dice nada. Puede que sea una crisis pasajera. Tirar dos años por la borda sin estar seguro serÃa una mala elección.
Bruno no le dijo que en realidad no le gustaba el ambiente y que hubiera preferido ejercer la profesión libre paterna y renunciar a la perspectiva de enriquecer. Además, aunque a diferencia de muchos gozaba de alguna que otra comodidad no le preocupaba acaparar tesoros y mucho menos hubiera disfrutado haciendo pompa de ellos.
Se sintió inexperto. Decidió contenerse y no arriesgarse a dar un paso en falso, y eso le hizo sentirse bien. Ya era bastante arduo manejar una empresa sin comprometerse y Bruno priorizó, como siempre, el conocimiento. Además, si se iba se alejarÃa a tiempo de ciertas bocas y ojos malévolos que, aunque actuaran de buena fe, alimentarÃan en breves una historia contra los Seta. A lo mejor asà evitarÃa un gran disgusto que acechaba tanto a la empresa como a él.
El Polvo para construir montañas, sumado a la superstición del caballero, le habrÃa propiciado a la empresa Pittò el impulso decisivo para su caÃda.
Con el inicio del tercer año en la fábrica, el empeoramiento de la crisis económica indujo al tÃo a una búsqueda de nuevos encargos que sustituyeran a los de los clientes poco fiables o deudores. De repente, se acordó de una persona que conoció un tiempo atrás, el director de un estudio cinematográfico en Roma, de propiedad pública. Años atrás Pittò se sentó a la misma mesa que él y su mujer, de crucero con la mujer a bordo del Andrea Doria durante el viaje inaugural de la preciosa y desafortunada motonave. Entre ellos se forjó una cordial compañÃa con apariencia de amistad y prometieron volverse a ver. Años más tarde los dos hombres coincidieron por casualidad surcando las aguas en Montecatini. Se reconocieron y el director le confió al caballero que estaba buscando infructuosamente nuevos materiales, fuertes, ligeros y asequibles para la elaboración de paisajes artificiales y edificios falsos para las pelÃculas de ambientación clásica o mitológica que por entonces estaban de moda; tenÃa que ser una sustancia que confiriera, adicionalmente, un realismo superior al papel maché.
¡Mi polvo! âcomentó para sus adentros el caballero, pero no se lo dijo; de hecho, por aquel entonces la empresa estaba hasta el cuello de pedidos atrasados que surtir a sus clientes.
Ahora, en cambio, un contrato público en Roma le habrÃa venido de perlas.
El problema era localizar a la persona. El tÃo habÃa perdido su dirección y no sabÃa exactamente de qué estudio estaba a cargo, y encima tenÃa un nombre muy común.
El doctor Fringuella âconocido en la fábrica por su habilidad en encontrar a las personas de los ambientes más diversos en casos de emergenciaâ se encargó de la búsqueda. Cuatro horas más tarde le mandó al jefe, ante un Bruno maravillado, todos los datos necesarios.
Menudas facultades, ¿verdad? âse deleitó con el sobrino el caballero, risueño, cuando el otro se alejó.
El joven, incapaz de retener la curiosidad, le preguntó más datos sobre el doctor y concluyó:
¿Cómo es posible que una persona tan espabilada haya aceptado un sueldo tan modesto?
¡¿Qué dices, modesto?! âse sorprendió bromeando y riendo satisfecho â. Nos las hemos arreglado muy bien, ¿no?
Le guiñó el ojo bueno. Luego, para demostrarle su destreza para encontrar mano de obra barata decidió contárselo, no sin antes hacerle jurar que no le harÃa decir por qué calló cuando contrató al hombre:
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