Stephen Goldin - ¡polly!

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Una bella y alegre jovenzuela de pelo rubio vistiendo un uniforme negro y blanco de sirvienta se les acercó, llevando una bandeja con copas de vino. Su ropa era escasa dejando poco a la imaginación, sobretodo por dejar en evidencia su origen mamífero. “ Oui, Mademoiselle?” preguntó.

Polly tomó un par de copas de vino de la bandeja, dándole una a Herodotus y quedándose la otra para ella. “Fifi, quiero que te asegures que Héro-e tiene todo lo que quiera.”

La sirvienta miró el rostro de Herodotus y sonrió. “Haré lo mejor que pueda” le prometió con una voz que de repente parecía ronca. Sus hombres y caderas empezaron a moverse como si fueran accionados indistintamente el uno del otro.

Polly alzó la copa. “Para las nuevas amistades” dijo, acercando su copa con la de él.

Herodotus contempló el líquido dorado de la copa y lo probó. Estaba delicioso —dulce pero no empalagoso, suave al paladar, refrescante en la garganta, con un final definido y afrutado. Tomó un segundo sorbo mucho más largo.

Ella lo contemplaba con una sonrisa en su rostro. “¿Te gusta?” preguntó.

“Sí, está muy bueno.”

“Es de mi viñedo” dijo presumiendo. “Se llama Alegría, el vino de las uvas alegres. Crecen junto a otro viñedo donde se almacenan las uvas de la ira. Guardo este vino para ocasiones especiales.”

“Oye, Polly, yo—“

“Perdona por tener que dejarte unos instantes, pero tengo atender a alguien. Temas de anfitriona y cosas por el estilo. Habla con la gente, diviértete. Si necesitas algo, Fifi o James estarán encantados de ayudarte.”

“¿Quién es ese James?”

“Mi mayordomo. Estaré de vuelta pronto y entonces podremos hablar.” Tomó un sorbo de su copa y se alejó, sonriendo a todo aquel con el que se cruzaba hasta desaparecer entre la multitud.”

Herodotus se sintió fuera de su lugar y completamente solo. La gente parecía amable, pero no estaba con humor para hacer amigos— no ese día. Se dirigió hacia el sofá y se sentó en uno de sus extremos, intentando no estropear aquel antiguo mobiliario e intentando pasar por inadvertido lo mejor que pudo.

Unos minutos después, un hombre vino y se sentó a su lado. Parecía tener sesenta y muchos años, con un rostro curtido y arrugado con un peinado casi blanco perfecto. Tenía un cuerpo delgado con un generosa barriga que le arrugaba la cara pero no de una forma bonita. Sonreía mucho.

“¿Cuánto tiempo hace que la conoces?” preguntó el hombre intentando empezar una conversación.

“¿Ella? ¿Te refieres a Polly?”

“¿Así es como se llama últimamente? Sí, Polly.”

“Me encontré con ella hace unos pocos minutos.”

El viejo hombre asintió. “Yo ya hace cinco años. Mi mujer y yo llevamos cuarenta y tres años casados, y no ha estado enferma ni un solo día en su vida excepto uno o dos resfriados. Entonces Alice fue al hospital, y tres semanas después murió de cáncer. Toda mi vida se desplomó. Pensé que hubiera sido mejor morir y estar con ella. Entonces esa enfermera vino a mi en la sala de visitas y me cogió de la mano. No soy un tipo que llore con facilidad, pero terminé como un niño llorando sobre sus hombros, empapándole todo el uniforme. Parecía que no el importaba. Le conté todo sobre Alice. ¡Jesús! Estuvimos hablando durante horas. Ya sabes, tengo amigos que intentan levantarme el ánimo diciéndome que Alice fue a un lugar mejor. Polly jamás me dijo tal estupidez. Solamente estaba allí , y fue suficiente, y entonces el resto del mundo también — un poco más vacío sin Alice, pero no tan desesperanzador como pensaba.”

Se detuvo. “¿Cuál es tu historia?” preguntó.

Herodotus se sonrojó. Después de una historia como la del viejo, ¿qué podía decir? “Mi coche se rompió fuera de su casa”, dijo, casi disculpándose.

El hombre lo miró un rato, con las más ligeras de sus sonrisas en las comisuras de la boca. Finalmente se levantó. “Claro,” dijo él, extendiéndose y golpeando a Herodotus en la espalda. “Recuerda, como dice Polly, que las cosas nunca son desesperadas a menos que pierdas toda esperanza.” Y se alejó.

Herodotus tomó otro sorbo de vino y observó a los que estaban en la fiesta. Después de otro par de minutos, un pequeño hombre con un traje gris, una camisa blanca almidonada y una corbata roja se acercó al sofá. En vez de sentarse en ella, caminó detrás de él y se inclinó para susurrar al oído de Herodotus. “Quítate de aquí mientras tengas una oportunidad” dijo él de forma siniestra.”

“¿Qué?”

“Ya me oíste. Sal de allí antes de que sea demasiado tarde.” se alejó sin explicar más.

Herodotus se preguntó qué clase de madriguera de conejos había caído mientras miraba al hombre. Pero no tenía elección de quedarse aquí a menos que quisiera caminar unos cincuenta kilómetros en medio del calor del verano del desierto.

Tomó su camino entre la multitud de la gente como si se tratase de un gato de pelo negro con los ojos brillantes. Había ido dirección al sofá adrede mirando a Herodotus para terminar sobre sus piernas. Herodotus acarició su piel con cuidado. El gato no se quejó, y empezó a ronronear amasando su muslo con sus patas aterciopeladas.

Entonces Polly regresó, vistiendo un leotardo cubierto de lentejuelas —rojo con rallas blancas verticales, con un embellecedor azul con estrellas blancas en la parte superior e inferior. Sus hombros, brazos y piernas estaban desnudos, con zapatillas de baile en sus pies.

“Ah, has conocido a Midnight” dijo Polly con una sonrisa.

“Creo que él me ha encontrado a mi” dijo Herodotus.

“Veo que sueles pensar las cosas desde una perspectiva “descabellada” .

“He vivido con unos pocos toda mi vida” admitió él.

“Me alegra oírlo. Los gatos son la prueba viviente de que Dios solamente bromeaba cuando decía que debería haber otros dioses antes que él.” Se sentó y acarició el gato. Ronroneó todavía más fuerte.

Polly saltó al sofá a su lado, dando saltos un par de veces con todo el decoro de una niña revoltosa de diez años, terminando sentándose de lado con las piernas cruzando frente a él. El gato ni se asustó. “Ahora, ¿de qué podríamos hablar?” preguntó ella.

Herodotus sacudió la cabeza. “No estoy de humor para hablar. Solamente quiero que me arreglen el coche y regresar.”

La voz de Polly pareció compasiva. “Tienes problemas, ¿no?”

“He dicho que no quiero hablar de ello.” Su tono se volvió más áspero de lo que quería.

“Bueno” dijo ella, todavía acariciando al gato. “Entonces hablemos de mi tema favorito —yo mismo. Hazme preguntas. Se que tienes algunas, lo puedo ver en tus ojos. Pregúntame cualquier cosa. Me siento muy bien, por lo que tendrás una de esas oportunidades que aparecen una vez en la vida y por las que algunos hombres morirían por ella.”

Obviamente no lo iba a dejar solo, por lo que debería contestarle también con humor.

“¿Cultivas muchas flores por aquí?”

Permaneció en silencio y perpleja durante unos segundos. “Tengo que admitir, que no es el tipo de preguntas que me suelen hacer. Normalmente son del tipo ‘cuál es el sentido de la vida’ o ‘porque me ha pasado a mi’. Claro que cultivo, tengo un jardín pequeño para ello, pero no más grande que el de Versalles. ¿Por qué me lo preguntas?

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