Tenía una amplia sonrisa. Tenía los ojos verdes. Tenía el pelo rubio y ondulado, recogido en trenzas. Tenía el incisivo superior partido, era un diente definitivo, no de leche, así que necesitaría que se lo arreglaran en algún momento. Pero cada vez que Keri sacaba el tema, Evie entraba en pánico, así que aún no la había llevado.
Keri estaba sentada en el césped, con los pies descalzos y los papeles esparcidos a su alrededor. Estaba preparando sus notas para una intervención que haría a la mañana siguiente en la Conferencia de Criminología de California. Contaba incluso con un conferencista invitado, un detective del Departamento de Policía de Los Ángeles llamado Raymond Sands a quien ella había consultado en unos pocos casos.
–Mami, ¡vamos a buscar yogur helado!
Keri miró la hora.
Casi había acabado y había un local de Menchie’s de camino a casa.
–Dame cinco minutos.
–¿Eso quiere decir que sí?
Ella sonrió.
–Eso quiere decir que sí, un sí grande.
–¿Puedo ponerme virutas o solo toppings de frutas?
–A ver cómo te lo digo… ¿sabes qué podemos poner en las macetas del jardín?
–¿Qué?
–¡Virutas de madera! ¿Lo entiendes?
–Claro que lo entiendo, mami. ¡Ya no soy pequeña!
–Claro que no. Discúlpeme usted. Solo dame cinco minutos.
Volvió a concentrarse en el discurso. Un minuto después, alguien pasó junto a ella y le tapó por un instante con su sombra la página. Molesta por la distracción, intentó volver a concentrarse.
De repente, la tranquilidad se rompió por un grito que helaba la sangre. Keri levantó la vista, sobresaltada. Un hombre con una cazadora y una gorra de béisbol huía rápidamente. Solo pudo verle la espalda pero podía afirmar que llevaba algo en brazos.
Keri se puso de pie y buscó desesperadamente con la mirada a Evie. No se veía por ningún lado. Keri empezó a correr detrás del hombre incluso antes de estar segura. Un segundo después, la cabeza de Evie asomó por un lado del cuerpo del hombre. Se veía aterrada.
–¡Mami! —gritaba—. ¡Mami!
Keri los persiguió, a toda velocidad. El hombre llevaba ventaja. Para cuando Keri había recorrido la mitad del césped, él ya estaba en el aparcamiento.
–¡Evie! ¡Suéltala! ¡Alto! ¡Que alguien detenga a ese hombre! ¡Tiene a mi hija!
La gente miraba pero la mayoría parecía confundida. Nadie se levantó a ayudar. Y ella no veía a nadie en el aparcamiento para pararlo. Vio a dónde se dirigía. Había una furgoneta blanca al otro extremo del aparcamiento, estacionada en paralelo a la acera para salir fácilmente. Él ya estaba a menos de quince metros cuando de nuevo escuchó la voz de Evie.
–¡Por favor, mami, ayúdame! —suplicó.
–¡Ya vengo, cariño!
Keri corrió todavía más, con la vista nublada por las lágrimas ardientes, sobreponiéndose a la fatiga y el miedo. Ya estaba en el borde del estacionamiento. No le importaban los minúsculos fragmentos de asfalto que se le clavaban en sus pies desnudos.
–¡Ese hombre tiene a mi hija! —gritó de nuevo, apuntando en esa dirección.
Un adolescente que llevaba una camiseta y su novia salieron de su coche, a unos pocos paso de la furgoneta. El hombre pasó corriendo justo al lado de ellos. Parecían desconcertados hasta que Keri gritó de nuevo.
–¡Paradlo!
El chico comenzó a caminar hacia el hombre, y luego echó a correr. Para entonces el hombre había llegado a la furgoneta. Deslizó la puerta del lado y tiró a Evie hacia el interior como si fuera un saco de patatas. Keri escuchó el golpe sordo del cuerpo al impactar contra algo sólido.
Cerró la puerta violentamente y enseguida dio la vuelta corriendo para llegar al lado del conductor, donde el adolescente lo alcanzó y lo agarró por un hombro. El hombre dio media vuelta y Keri pudo verlo mejor. Llevaba unas gafas de sol y la gorra con la visera baja y era difícil verle a través de las lágrimas. Pero pudo entrever un cabello rubio y lo que parecía parte de un tatuaje, en el lado derecho del cuello.
Pero antes de que pudiera percibir algo más, el hombre echó hacia atrás el brazo y le soltó un puñetazo al adolescente en la cara, haciendo que se estrellara con un coche cercano. Keri escuchó un doloroso crujido. Vio que el hombre sacaba un cuchillo de la funda que llevaba en el cinturón y lo clavaba en el pecho del adolescente. Lo sacó y aguardó un segundo hasta ver que el chico caía al suelo antes de salir corriendo hacia el asiento del conductor.
Keri se forzó a sacarse de la cabeza lo que acababa de ver y no se concentró en otra cosa que no fuera llegar hasta la furgoneta. Oyó que el motor se encendía y vio que comenzaba a arrancar. Estaba a menos de seis metros.
Pero el vehículo ya estaba acelerando. Keri siguió corriendo pero sentía que su cuerpo empezaba a rendirse. Miró la matrícula para memorizarla. No había ninguna.
Buscó sus llaves y recordó que estaban en su bolso, en el parque. Corrió hasta donde estaba el adolescente, con la esperanza de coger las de él y su coche. Pero cuando llegó hasta el chico, vio que su novia estaba arrodillada junto a él y lloraba desconsolada.
Levantó la vista de nuevo. La furgoneta ya estaba lejos, dejando atrás un rastro de polvo. Ella no tenía matrícula, ninguna descripción que dar, nada que ofrecer a la policía. Su hija había desaparecido y ella no sabía qué hacer para recuperarla.
Keri se dejó caer al suelo junto a la chica adolescente y comenzó a llorar de nuevo, sin que pudieran distinguirse los gemidos de desesperación de una y de otra.
Cuando abrió los ojos estaba de nuevo en la casa de Denton. No recordaba haber salido del cobertizo ni haber caminado por el césped reseco. Pero de alguna manera había llegado a la cocina de Rivers. Con esta eran dos en un día.
Esto iba a peor.
Entró de nuevo en la sala, miró a Denton a los ojos, y dijo:
–¿Dónde está Ashley?
–No lo sé.
–¿Por qué estás en posesión de su teléfono?
–Se lo dejó aquí ayer.
–¡Mentira! Ella rompió contigo hace cuatro días. No estaba aquí ayer.
El puñetazo verbal se hizo evidente en la cara de Denton.
–Vale, se lo quité yo.
–¿Cuándo?
–Esta tarde, en la escuela.
–¿Solo se lo quitaste de la mano?
–No, tropecé con ella después del último toque de timbre y se lo saqué del bolso.
–¿Quién es el propietario de la furgoneta negra?
–No lo sé.
–¿Un amigo tuyo?
–No.
–¿Alguien que contrataste?
–No.
–¿Cómo te hiciste esos rasguños en el brazo?
–No lo sé.
–¿Cómo te hiciste ese chichón en la cabeza?
–No lo sé.
–¿De quién es la sangre que hay sobre la alfombra?
–No lo sé.
Keri cambió los pies de posición y trató de contener la furia que crecía en su sangre. Sentía que estaba perdiendo la batalla.
Lo miró fijamente y dijo, sin emoción:
–Voy a preguntarte una vez más: ¿dónde está Ashley Penn?
–Que te follen.
–Respuesta incorrecta. Piensa en ello de camino a la comisaría.
Le dio la espalda, dudó por un instante y entonces, de repente, se giró y lo golpeó con el puño fuerte y cerrado, con cada gramo de frustración en su cuerpo. Le dio de lleno en la sien, en el mismo punto de la herida anterior. Esta se abrió y salpicó de sangre todo, incluyendo la blusa de Keri.
Ray la contempló incrédulo, paralizado. Entonces puso de pie a Denton Rivers de un solo tirón y dijo:
–¡Ya oíste a la señorita! ¡Muévete! Y no tropieces ni te des un golpe en la cabeza con otra mesa de centro.
Keri le dedicó una sonrisa agridulce pero Ray no se la devolvió. Parecía horrorizado.
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