UN RASTRO DE ASESINATO
(UN MISTERIO KERI LOCKE — LIBRO 2)
B L A K E P I E R C E
Blake Pierce
Blake Pierce es autor de la exitosa serie de misterio RILEY PAGE, que incluye hasta ahora seis libros. Blake Pierce es asimismo el autor de la serie de misterio MACKENZIE WHITE, compuesta hasta la fecha por tres libros; de la serie de misterio AVERY BLACK, tres libros publicados hasta la fecha; y de la nueva serie de misterio KERI LOCKE.
Ávido lector y fan de toda la vida de los géneros de misterio y suspenso, Blake quisiera saber de ti, así que visita cuando quieras www.blakepierceauthor.compara saber más y estar en contacto.
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BOOKS BY BLAKE PIERCE
SERIE DE MISTERIO RILEY PAIGE
UNA VEZ IDO (Libro #1)
UNA VEZ TOMADO (Libro #2)
UNA VEZ ANHELADO (Libro #3)
UNA VEZ SEDUCIDO (Libro #4)
UNA VEZ CAZADO (Libro #5)
UNA VEZ ASIGNADO (Libro #6)
UNA VEZ ABANDONADO (Libro #7)
UNA VEZ FRÍO (Libro #8)
SERIE DE MISTERIO MACKENZIE WHITE
ANTES DE QUE MATE (Libro #1)
ANTES DE QUE VEA (Libro #2)
ANTES DE QUE CODICIE (Libro #3)
ANTES DE QUE TOME (Libro #4)
ANTES DE QUE NECESITE (Libro #5)
SERIE DE MISTERIO AVERY BLACK
MOTIVO PARA MATAR (Libro #1)
MOTIVO PARA CORRER (Libro #2)
MOTIVO PARA ESCONDER (Libro #3)
MOTIVO PARA TEMER (Libro #4)
SERIE DE MISTERIO KERI LOCKE
UN RASTRO DE MUERTE (Libro #1)
UN RASTRO DE ASESINATO (Libro #2)
UN RASTRO DE VICIO (Libro #3)
CONTENIDO
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CÁPITULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
CAPÍTULO DIECISEIS
CAPÍTULO DIECISIETE
CAPÍTULO DIECIOCHO
CAPÍTULO DIECINUEVE
CAPÍTULO VEINTE
CAPÍTULO VEINTIUNO
CAPÍTULO VEINTIDOS
CAPÍTULO VEINTITRÉS
CAPÍTULO VEINTICUATRO
CAPÍTULO VEINTICINCO
CAPÍTULO VEINTISÉIS
CAPÍTULO VEINTISIETE
CAPÍTULO VEINTIOCHO
CAPÍTULO VEINTINUEVE
CAPÍTULO TREINTA
CAPÍTULO TREINTA Y UNO
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
CAPÍTULO TREINTA Y OCHO
El largo corredor estaba en penumbras. Incluso con la linterna encendida, a Keri se le hacía difícil ver más allá de los tres metros. Ignoró la punzada de miedo en su estómago y continuó. Con la linterna en una mano y con la otra sosteniendo su pistola, avanzó poco a poco. Acabó llegando a la puerta del sótano. Todo en ella le decía que había encontrado el sitio. Aquí era donde habían tenido a la pequeña Evie.
Keri empujó la puerta y puso un pie en el primer y desvencijado escalón de madera. La oscuridad aquí era más sobrecogedora que en el corredor. A medida que bajaba lentamente por las escaleras, pensó de repente en lo difícil que era hallar una casa con sótano en el sur de California. Esta era la primera que había encontrado. Entonces escuchó algo.
Sonaba como un niño llorando—una pequeña niña, quizás de ocho. Keri la llamó y una voz le respondió.
—¡Mami!
—No te preocupes, Evie. ¡Mami está aquí!—gritó Keri en respuesta, al tiempo que se daba prisa en bajar los escalones. Mientras lo hacía, algo la recomía por dentro, avisándole que algo que no encajaba.
No fue sino hasta que su tobillo se enganchó en un escalón y perdió el equilibrio, para a continuación caer al vacío, cuando supo qué era lo que había estado molestándola. Evie había estado desaparecida durante cinco años. ¿Cómo podía seguir sonando igual?
Pero era demasiado tarde para hacer algo al respecto mientras atravesaba el aire en dirección al suelo. Se preparó entonces para absorber el impacto. Mas no lo hubo. Para su horror, se dio cuenta que había caído a un pozo sin fondo, donde el aire se hacía cada vez más gélido, mientras ululaba sin cesar alrededor de ella. De nuevo le había fallado a su hija.
Keri despertó de golpe, y se enderezó con rapidez dentro del auto. Tomó solo instante entender qué era lo que estaba sucediendo. No estaba en un pozo sin fondo. Tampoco se hallaba en un sótano asqueroso. Estaba en su traqueteado Toyota Prius, en el estacionamiento de la estación de policía, y se había quedado dormida mientras comía su almuerzo.
El frío que había sentido venía de la ventanilla abierta. El sonido ululante pertenecía a la sirena de una patrulla que salía del estacionamiento en respuesta a una llamada. Estaba empapada de sudor y su corazón latía con rapidez. Pero nada de eso era real. Era otra horrible y desesperanzadora pesadilla. Su hija, Evelyn, seguía desaparecida.
Keri sacudió las telarañas de su mente, tomó un sorbo de la botella de agua, y se dirigió de vuelta a la estación, recordándose a sí misma que ya no era solo una mamá: también era una detective de Personas Desaparecidas para el Departamento de Policía de Los Ángeles.
Sus múltiples lesiones la obligaban a andar con cuidado. Hacía apenas dos semanas de su brutal encuentro con un violento secuestrador de niñas. Pachanga, al menos, había recibido lo que merecía cuando Keri rescató a la hija del senador. Pensar en ello hacía más tolerables los agudos dolores que sentía por todo su cuerpo.
Los doctores le habían quitado el protector acolchado de la cara hacía apenas unos pocos días, luego de haber determinado que la cuenca fracturada de su ojo se había recuperado lo suficiente. Todavía llevaba su brazo en cabestrillo pues Pachanga le había roto la clavícula. Le habían dicho que podía quitárselo pasada otra semana, pero le resultaba tan fastidioso que estaba considerando deshacerse de él antes de tiempo. No había nada que hacer en cuanto a sus costillas rotas, más allá de colocarse un relleno protector. Eso le fastidiaba también, porque la hacía ver como si tuviera cinco kilos por encima de los sesenta de su acostumbrado peso de combate. Keri no era una mujer vanidosa. Pero a los treinta y cinco, le agradaba que todavía se volteasen a mirarla. Con las almohadillas que abultaban bajo su blusa a la altura de la cintura y algo más arriba de sus pantalones de trabajo, dudaba que provocase ese efecto.
Gracias al tiempo de reposo que se le había concedido para su recuperación, sus ojos café no estaban tan inyectados de cansancio como era lo usual, y su cabello rubio cenizo, agarrado hacia atrás en una simple cola de caballo, había sido lavado con champú. Pero el hueso fracturado de la cuenca orbital había dejado en ese lado de la cara un enorme cardenal, ya amarillento, que solo ahora comenzaba a desvanecerse, y el cabestrillo no la hacía más atrayente. Probablemente no era el momento para salir en una primera cita.
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