Joan Johnston - La novia huída

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Con tres hermanos mandones y sobreprotectores vigilándola permanentemente, Tate Whitelaw encontraba imposible convertirse en mujer. Todavía pensaban en ella como una niñita. Por lo tanto Tate dejó la propiedad familiar para caer directamente en los brazos viriles de Adam Philips. ¡Ella le demostraría a todo el mundo que era una adulta con todas las de la ley!
Lo último que el endurecido ranchero Adam Philips quería era socorrer una damisela en apuros. ¡Ya había tenido bastante de mujeres perdidas! Pero sus instintos protectores prevalecieron. Pronto se encontró consolando a Tate en sus brazos… y en su cama. Y cuando los hermanos de ella aparecieron, escopetas en mano, verse atrapado le pareció, repentinamente, una buena idea…

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– Estoy contenta de que quieras que me quede -dijo finalmente.

Adam la estrechó con más fuerza, hasta que su abrazo resultó casi doloroso. Tate sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Culpó de ello a la emoción que le había producido la noticia de su embarazo.

Pero en el fondo tuvo que admitir que empezaba a dudar que todo fuera a salir tan bien como deseaba.

Capítulo 9

Tate pasó la noche en brazos de Adam. Pero, por primera vez desde que dormían juntos, no hicieron el amor.

Cuando fueron a desayunar a la mañana siguiente, ambos sintieron una incomodidad que no había existido en el pasado.

– Debe comer más, señorita -dijo María-. No va a poder pasar la mañana con tan poco.

– No tengo hambre -dijo Tate. Lo cierto era que ya había estado antes en la cocina para comer algo y aliviar los primeros síntomas de mareo matutino. Bajo la atenta mirada se María, se obligó a acabar los cereales.

Estaba tan concentrada en sus propios pensamientos que no prestó atención a la conversación que mantuvieron a continuación María y Adam en español.

– La señorita ha estado llorando -dijo María.

Adam miró los ojos enrojecidos de Tate.

– Ayer vino a verla su hermano mayor, al que no veía desde que era una niña.

– ¿Ese hermano le hizo llorar?

– Quería que se fuese con él.

– Ah. Pero usted no le dejó irse.

– Ella eligió quedarse -corrigió Adam.

– ¿Entonces por qué ha llorado?

La mandíbula de Adam se tensó. Tras un momento, contestó:

– Porque teme que yo no la quiera.

– ¡Hombre estúpido! ¿Por qué no se lo dice para que vuelva a recuperar la sonrisa?

Adam suspiró.

– Creo que ahora no me creería si se lo dijera. María movió la cabeza.

– Voy al supermercado a hacer unas compras. Tardaré dos o tres horas en venir. Dígale que la quiere.

Los labios se Adam se curvaron irónicamente.

– De acuerdo, María. Lo intentaré.

Tate sólo había logrado comer dos o tres cucharadas de cereales cuando María le quitó el cuenco de delante.

– Tengo que dejar la mesa recogida antes de irme de compras -dijo mientras rellenaba la taza de Tate-. Quédese aquí y disfrute de otro café.

También rellenó la taza de Adam, dirigiéndole una significativa mirada.

– Usted haga compañía a la señorita.

María se quitó el delantal, tomó su bolso y unos momentos después salió por la puerta de la cocina.

El silencio se volvió opresivo en la cocina. Finalmente, Adam dijo:

– ¿Qué piensas hacer hoy?

– Supongo que trabajar con el ordenador. ¿Y tú?

– Voy a trasladar ganado de un pasto a otro.

– Tu trabajo parece más divertido que el mío. ¿Puedo acompañarte?

– No creo que sea buena idea.

– Oh.

Adam vio la expresión de Tate y comprendió que pensaba que la estaba rechazando… una vez más. Maldijo entre dientes.

– Escucha, Tate, creo que será mejor que hablemos.

Tate se levantó bruscamente. Ahora era cuando Adam le iba a decir que lo había pensado mejor y que quería que se fuera del Lazy S. Pero no pensaba darle la oportunidad de decírselo.

– Será mejor que me vaya. Tengo…

Adam la agarró por el brazo antes de que hubiera dado dos pasos. Apoyó las manos en sus hombros, haciéndole darse la vuelta para tenerla de frente. Tate mantuvo la mirada en el suelo, negándose a mirarlo.

– Tate -dijo Adam, con una voz cargada de ternura por el amor que sentía por ella-. Mírame.

Los avellanados ojos de Tate eran más verdes que dorados. Adam no soportaba ver la tristeza que había en ellos. Pasó una mano tras la nuca de Tate y la atrajo hacia sí para besarla.

Fue un beso hambriento, cargado de anhelo y pasión, de ternura y amor.

Adam quería estar más cerca. Tiró de la camiseta de Tate y se la sacó por encima de la cabeza; luego se desabrochó la blusa y la sacó del pantalón. Suspiró satisfecho mientras rodeaba a Tate con sus brazos y presionaba sus senos desnudos contra su pecho.

– Dulzura mía. Es un placer abrazarte -susurró, abarcando con una mano el trasero de Tate y alzándola hacia sí para frotarse lentamente contra ella.

Su boca buscó un punto especialmente sensible bajo la oreja de Tate y lo succionó con la fuerza suficiente para hacerla gemir de placer.

De pronto, Adam se quedó petrificado. Alguien acababa de abrir la puerta de la cocina. Se volvió para enfrentarse a lo que fuera, sujetando protectoramente a Tate contra su pecho.

Tate sintió que el cuerpo de Adam se tensaba. Supo quién había entrado en la cocina; supo quién tenía que ser. Volvió la cabeza. En el umbral de la puerta estaban sus tres hermanos, Faron, Jesse y Garth. Garth sostenía una escopeta en las manos.

Tate sintió que se ruborizaba hasta las raíces del pelo. Estaba desnuda de cintura para arriba, y no podía haber dudas respecto a lo que había estado haciendo con Adam. Y, por sus expresiones, tampoco había duda de lo que sus hermanos pensaban al respecto. Cerró los ojos y se aferró a Adam, sabiendo que sus hermanos pensaban separarlos.

– ¡Vístete! -ordenó Garth.

Tate alargó una mano hacia la silla en que Adam había dejado su camiseta y, volviéndose de espaldas, se la puso. Cuando se dio la vuelta, Adam le pasó una mano por la cintura y la atrajo hacia su cadera.

Los tres hermanos entraron en la cocina. Pronto quedó claro que no habían ido solos. Un hombre mayor con un cuello se sacerdote y una Biblia en la mano los siguió al interior.

– Tienes dos opciones -le dijo Garth a Adam-. O te mato, o haces una mujer honrada de mi hermana.

Adam alzó una ceja.

– Eso sería asesinato.

Garth sonrió peligrosamente.

– Sería un disparo accidental, por supuesto.

– Por supuesto -dijo Adam, curvando los labios cínicamente-. ¿Y si Tate y yo no estamos preparados para casarnos?

– Un hombre está preparado para casarse cuando deja a una mujer embarazada -gruñó Jesse-. Ayer fui a ver a la doctora Kowalski y le dije que Tate era mi hermana. ¡Me felicitó porque pronto iba a ser tío!

Adam se quedó helado. Se volvió a mirar a Tate, pero ella bajó la vista.

– ¿Estás embarazada, Tate?

Ella asintió.

La mandíbula de Adam se tensó visiblemente. Tomó a Tate por la barbilla y le hizo alzar el rostro.

– ¿De quién es el niño? ¿De Buck?

– ¡Es tuyo! -exclamó Tate, moviendo la cabeza para librarse de la mano de Adam.

– No puede ser mío -dijo él con calma-. Soy estéril.

Sin apartar la vista de la pétrea expresión de Adam, Tate se dejó caer en una de las sillas de la cocina.

Entre tanto, sus hermanos estaban en un dilema.

– No podemos obligarlo a casarse con Tate si el hijo no es suyo -dijo Faron.

– ¡Pero tiene que ser suyo! -dijo Jesse-. ¡Mira cómo los hemos encontrado hoy!

Garth entregó la escopeta a Faron y fue a sentarse frente a Tate. Tomó la mano de su hermana entre las suyas y la acarició suavemente un momento.

– Quiero que seas sincera conmigo, Tate. ¿Has estado con otro hombre además de Adam?

– ¡No! ¡Lo crea o no, el hijo que llevo dentro es suyo!

– Adam afirma que es estéril -insistió Garth.

– No me importa lo que afirme -dijo Tate entre dientes-. Estoy diciendo la verdad.

Garth y Faron intercambiaron una significativa mirada. Garth se levantó y confrontó a Adam.

– ¿Niegas haberle hecho el amor a mi hermana?

– No, no lo niego.

– En ese caso, mi oferta inicial sigue en pie -dijo Garth.

– En ese caso, supongo que no tengo opción -concedió Adam irónicamente.

– ¿Y yo? -preguntó Tate-. ¿Acaso no tengo posibilidad de elección?

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