Darcy cerró los ojos.
– No hay palabras más ciertas. Volvamos a casa, Harry.
Después de regresar de hacer sus compras, Darcy se reunió con Hinchcliffe, que lo recibió con un montón de tarjetas e invitaciones que habían sido entregadas recientemente y que solicitaban su asistencia a una increíble cantidad de recepciones, desayunos, exhibiciones de boxeo, clubes discretos, reuniones políticas y representaciones teatrales. Darcy les echó un vistazo con desaliento y luego las arrojó sobre su escritorio.
– ¿Debo enviar la respuesta habitual, señor? -Hinchcliffe se inclinó, las recogió y las organizó sobre una bandeja de plata.
– Sí. Excusas para cualquier persona que usted no conozca y que esté por debajo de un baronet, sentidas excusas para cualquier persona por encima de eso y páseme el resto a mí. Tal como están las cosas, aunque empiece ahora mismo, me temo que se pasará trabajando la mayor parte de la noche. -Hinchcliffe inclinó la cabeza en señal de acuerdo silencioso y se marchó hacia su oficina.
Cuando la puerta se cerró, Darcy se sintió invadido por una repentina inquietud que lo impulsó a pasearse por la biblioteca. Faltaba poco más de una hora para la cena, y aunque había planeado cenar solo esa noche, el perverso deseo de tener una agradable compañía se apoderó de él. Después de Año Nuevo, cuando regresara a la ciudad con Georgiana, noches como ésa podrían transcurrir de manera agradable, dedicado a compartir libros y música con su hermana. Pero incluso mientras contemplaba esos futuros placeres, Darcy descubrió que, para su desgracia, esa perspectiva no lo satisfacía por completo. Una inquietud inmensa e indefinida, que Darcy nunca había sospechado que existiera, se hizo hueco en su interior, amenazando con robarle la satisfacción y la tranquilidad.
Mientras se paseaba de un lado a otro, Darcy se acercó hasta una estantería. Con la esperanza de que la disciplina que implicaba seguir el curso de una batalla pudiera ayudarlo a poner sus pensamientos en orden, sacó Fuentes de Oñoro del lugar donde estaba guardado y se desplomó en uno de los sillones junto al fuego. Estirando las piernas hacia la chimenea, deslizó el dedo por las páginas y abrió el libro en el lugar marcado por los hilos de bordar. Cuando se inclinó para comenzar a leer, las palabras le parecieron borrosas, como si se hubiesen vuelto incomprensibles por el reflejo que producía la luz del fuego sobre los hilos trenzados que reposaban sobre la página. ¡Elizabeth! ¡Cuánto se había resistido a pensar en ella! Sintió que la respiración se le aceleraba a medida que un torrente de recuerdos invadía su mente: Elizabeth en la puerta de Netherfield, vacilante pero decidida; en las escaleras, agotada pero dedicada al cuidado de su hermana; en el salón, enarcando una ceja cuando desafiaba su manera de ser; en el piano, ajena a la gracia que imprimía a su canción; en el baile, la noche de Milton, con los ojos brillantes, bañada por el encanto del Edén.
Elizabeth se habría reído al ver la pomposa angustia de Brummell a causa de una simple corbata. Darcy estaba seguro de que ella no se habría dejado intimidar por lady Melbourne, ni se habría desmayado al ver el escandaloso espectáculo de lady Caroline. Casi podía imaginarla, sentada en la silla de al lado, sonriéndole con esa expresión que, estaba empezando a creer, presagiaba algo delicioso. Al pensar en eso, se agudizó la vaga insatisfacción que sentía. Incertidumbre, dicha, nostalgia, todas esas emociones se habían deslizado en su vida de manera inconsciente, y estando solo en su casa, Darcy sintió con intensidad los efectos de esas emociones. Cerró los dedos alrededor de los hilos. ¿Qué era lo que Dy le había advertido? Conocer el terreno que pisaba, sí, pero ¿qué era lo otro? Estar totalmente seguro de la naturaleza de su interés estaba los asuntos de Bingley. ¿Qué parte de su interés estaba dirigido solamente al beneficio de Bingley? ¿No se acercaba a la verdad el hecho de que separar a Charles de la señorita Jane Bennet era su defensa más segura contra el conflicto que generaba su propia e impetuosa atracción por la hermana de la muchacha?
Se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre las rodillas y los hilos apretados en la palma de la mano, y se quedó mirando fijamente las brasas. Estaba seguro de que le deseaba a su amigo la mayor felicidad en su matrimonio. Al menos, una felicidad tan grande como era razonable esperar de la unión de dos fortunas y posiciones semejantes. En cuanto a su propio futuro como hombre casado, Darcy sólo pensaba que era algo que debía evitar. Sus propiedades y negocios estaban bien administrados y eran prósperos, lo cual hacía innecesario un matrimonio por interés y le daba la libertad de elegir cuándo y dónde él quisiera, con la esperanza de alcanzar un cierto grado de felicidad. Había momentos durante la noche en que deseaba las comodidades del matrimonio, y ocasionalmente un rostro o una figura habían llamado su atención. Pero la realidad de confiar el futuro de su gente y pasar la vida con una de esas mentes frágiles y naturalezas endurecidas que se escondían tras las caras bonitas que se le ofrecían en esas horas oscuras y silenciosas siempre había logrado convencerlo de que cambiar la felicidad por la comodidad sería una locura. Darcy sabía que las dos cosas eran posibles; lo había visto en vida de sus padres antes de la muerte de su madre y, después, en la sonrisa distante que a veces cruzaba por el rostro de su padre. Pero ahora…
Darcy levantó el marcapáginas y lo contempló a la luz del fuego, mientras la corriente de aire que salía de la chimenea levantaba y hacía girar los delicados hilos, tejiéndolos y destejiéndolos en trenzas de colores. Igual que tu idea de ella, admitió para sus adentros, tejiéndose y destejiéndose. Te preocupas con diligencia por destejer tu relación con ella al disuadir a Bingley y, sin embargo, la vuelves a tejer cuando estás solo con tus pensamientos desbocados y tus recuerdos robados.
Un golpe en la puerta lo hizo reaccionar. Colocó los hilos rápidamente otra vez entre las páginas del libro y lo cerró de un golpe.
– Entre.
Hinchcliffe se asomó por la puerta.
– Señor Darcy, hay una nota aquí sin dirección y escrita con una letra que no conozco. Está redactada de una manera más bien críptica. Pensé que le gustaría verla enseguida. -Diciendo eso, Hinchcliffe avanzó unos pasos y le entregó una misiva color crema, que no tenía ninguna marca ni señas de quién la enviaba.
– Gracias, Hinchcliffe. -Darcy tomó la nota, y después de hacer un gesto con la cabeza indicándole al secretario que podía retirarse, esperó a que éste se marchara para abrir la hoja a la luz de la lámpara.
Señor:
Han sido recibidas sus instrucciones y serán cumplidas al pie de la letra. Envié una nota a B, quien, como usted se imaginará, se sorprendió bastante al saber de mi llegada y me avisó de que dejará sus habitaciones mañana para venir a la calle Aldford. Confío en usted, señor, para que complete su salvación, ya que sé muy bien que mi confianza reposa en las mejores manos.
C.
Darcy arrugó la nota y la arrojó al fuego.
– La respuesta a todas tus ambiciones -se burló de sí mismo-. ¡Ser el «depositario de la confianza» de Caroline Bingley y el «salvador» de su hermano! Por Dios, hombre, ¿qué oficio desempeñarás después? ¡Arzobispo, seguramente! -Se dejó caer sobre el respaldo de la silla, pero se sobresaltó nuevamente al oír un segundo golpe en la puerta.
– Sí, ¿qué ocurre? -gritó.
La puerta se abrió y una criada muy joven, con unos ojos azules muy abiertos, anunció en voz baja:
– S-su c-ce… cena, s-se… señor. -La muchacha hizo una reverencia nerviosa. Sus rizos rubios flotaron alrededor de su cara, y luego desapareció.
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