La reunión con su agente de negocios resultó ser, afortunadamente, muy corta, y Darcy quedó por fin libre para dedicarse a la única actividad de esa corta visita a la ciudad que había anhelado con placer: elegir los regalos de Navidad para su hermana. Mientras James y Harry, bien envueltos en abrigos y bufandas, discutían en el pescante sobre la mejor ruta hacia Piccadilly, dada la nevada que había caído aquella mañana temprano, el caballero dedicó su atención a pensar en las próximas fiestas y todas las responsabilidades que le esperaban. Tanto el señor Witcher en Londres como el señor Reynolds en Pemberley habían recibido dinero para comprarles regalos a los sirvientes que tenían a su cargo. Hinchcliffe sólo había aceptado para sí mismo una impersonal bonificación anual de vacaciones, que a estas alturas, según sospechaba Darcy, ya debía de haber convertido en una importante reserva. También el regalo de Navidad de Fletcher había sido siempre el mismo: los gastos del transporte hasta la casa de sus padres en Nottingham durante una semana y una pequeña suma para alegrar los corazones y la vida de sus ancianos progenitores. Una suma bastante moderada ese año, si se tomaba como referencia el tributo que le había mandado Dy y que había llegado esa mañana. Darcy resopló, mientras el coche se detenía frente a Hatchard's. Harry abrió la puerta y bajó la escalerilla casi enseguida.
– Será una tarde fría hoy, señor Darcy -dijo el cochero, estremeciéndose a pesar del abrigo y la bufanda que llevaba encima.
– ¡Así es, Harry! Dígale a James que mantenga a los caballos en movimiento y usted venga conmigo.
– Gracias, señor. ¡James! -Harry se dirigió al pescante, impartió las instrucciones oportunas y se apresuró a seguir a Darcy al interior del establecimiento. La campana de la puerta sonó alegremente cuando entraron, lo que atrajo la mirada del señor Hatchard, que se encontraba tras el mostrador.
– ¡Señor Darcy, qué placer verlo, señor! -Se acercó a ellos. Antes de devolver el saludo, Darcy hizo una señal a Harry para que se retirara al cuarto donde esperaban los cocheros-. Y ¿qué le han parecido los volúmenes que le envié a Hertfordshire? Confío en que hayan llegado bien.
– Sí, es usted muy amable, Hatchard. ¿Hay algo más en esa línea?
– No, señor, ni siquiera un rumor. Wellesley se encuentra en sus cuarteles de invierno en Portugal, ya sabe. Tal vez, entre las fiestas y los bailes, alguien encuentre tiempo para garabatear unas cuantas líneas. Estoy esperando una cantidad de manuscritos que deben llegar en primavera y ciertamente lo mantendré informado.
– ¡Muy bien! Hoy estoy buscando algo para la señorita Darcy. ¿Tiene alguna sugerencia?
– ¡La señorita Darcy! Ah, hay muchas cosas, a pesar de lo que piensa el señor Walter Scott. -El señor Hatchard llevó a Darcy a una pequeña estancia amueblada con una mesa y sillas. Pocos instantes después depositó delante de él un montón de libros. Darcy hojeó las obras seleccionadas, frunciendo el ceño al revisar la mayoría. Tras elegir The Scottish Chiefs (Los jefes o caudillos escoceses) de la señorita Porter y el último volumen de Tales from Fashionable Life, de la señorita Edgeworth, los dejó sobre el mostrador para que los empaquetaran y se metió por un pasillo para echar un vistazo a las estanterías.
– ¡Darcy! ¡Vaya, Darcy, qué suerte! -Darcy levantó la vista del estante que estaba revisando y vio que «Poodle» Byng venía hacia él, con su característico acompañante canino trotando detrás.
Ya empezamos. Darcy lanzó una mirada de súplica al cielo.
– Darcy, viejo amigo, ¿qué era ese nudo que llevaba usted anoche en Melbourne House? Una cosa endemoniadamente complicada. Dejó a Beau Brummell en un terrible estado de irritación durante el resto de la noche. Por eso arremetió contra el chaleco del pobre Skeffington, ¿lo sabía? -La sonrisa cordial de Poodle se transformó en una sonrisita de indeseable intimidad mientras continuaba-: Alguien me dijo que se llamaba el roquefort, pero yo le dije que no lo creía. «No es el roquefort», dije yo. «El roquefort es un queso, cabeza de chorlito». Fue Vasingstoke el que lo dijo; todo el mundo sabe que su poni le dio una coz en la cabeza cuando montó por primera vez. «El roquefort es un queso», dije yo, «y le apuesto a cualquiera a que Darcy nunca llevaría un queso alrededor del cuello», ¿no fue así, Pompeyo? -Poodle se dirigió a su perro, que ladró a modo de respuesta. Con firme convicción, los dos dirigieron sus ojos expectantes hacia Darcy.
– No, Byng, tiene usted razón. Es el roquet. Y, por favor -se apresuró a continuar-, le ruego que no me pida instrucciones. Es una creación de mi ayuda de cámara. Sólo él puede hacerlo.
– ¡El roquet ! Aja, espere a que se lo cuente a Vasingstoke. «Fuera de juego», ¿no es así? Bueno, no es de sorprender que Brummell quedara de tan mal humor. Pero lo único que le pido es una mínima indicación. No quiero competir, imagínese; sólo molestar un poco a Brummell.
Darcy estiró la mano por detrás y agarró un libro del estante.
– Por favor, acepte mis disculpas y créame que no puedo satisfacer su curiosidad, Byng. No estaba prestando atención cuando Fletcher lo anudó y por eso no puedo darle ninguna indicación sobre cómo proceder. Tendrá que excusarme y entenderá que no puedo tener a mis caballos esperando mucho con este tiempo y debo llevarle esto -sacó el volumen desde atrás- a Hatchard. -Le hizo una ligera reverencia, pasó al lado del perro, que siguió sus movimientos con un gruñido, y se dirigió rápidamente hasta el mostrador.
– ¿Eso será todo, señor Darcy? -Hatchard enarcó las cejas en señal de sorpresa cuando Darcy puso sobre el montón de libros que había escogido el volumen que le había servido de disculpa-. ¡La nueva edición de Practical View ! ¡No sabía que tenía intereses en ese tema!
– ¿Qué? Ah… sólo empaquételo con el resto, si es usted tan amable, y llame a Harry.
En unos segundos, Harry estaba ya junto al mostrador, recibiendo el paquete que Hatchard había envuelto con tanto cuidado. Darcy lo siguió al exterior, pues no tenía deseos de esperar dentro hasta que el coche llegara y arriesgarse a sufrir más impertinencias por parte de Byng y su confidente canino.
Un poco más adelante, cerca de St. James, Darcy se detuvo un momento en Hoby's para que le tomaran medidas para un nuevo par de botas. Allí tuvo que defenderse de más admiradores del roquet. Luego dirigió a su cochero hasta Leicester Square y la tienda de sedas de madame LaCoure. Dejándose aconsejar por la modista, eligió tres piezas de seda y dos de muselina y prometió regresar con su hermana para elegir los encajes y las cintas apropiadas. Luego siguió hasta DeWachter's, en Clerkenwell, el joyero que trabajaba para los Darcy desde hacía varias generaciones, donde escogió una sencilla pero hermosa gargantilla y un brazalete de perlas y aceptó con toda la elegancia que pudo las felicitaciones del señor DeWatcher por su «triunfo». Su última parada fue la imprenta a la que Georgiana solía encargar sus partituras. Tras llevarse todas las partituras nuevas de los compositores que ambos admiraban, Darcy se subió al coche con sus últimos paquetes.
– ¿Señor Darcy? -preguntó Harry mientras colocaba los paquetes y sacudía la manta.
– ¿Sí, Harry?
– ¿Qué es eso del roquet, señor?
Darcy suspiró pesadamente.
– Una nueva forma de anudar una corbata de lazo que ha inventado Fletcher. ¿Por qué lo pregunta, Harry?
– Ah, señor, porque un par de caballeros me acaban de ofrecer una moneda de oro cada uno si los dejaba entrar a hurtadillas a su vestidor para verlo. -Harry sacudió la cabeza-. Le ruego que me perdone, señor, pero la alta sociedad tiene, a veces, unas extrañas costumbres.
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