Pamela Aidan - Una fiesta como esta

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«Está pasable, pero no es lo suficientemente guapa como para sentirme tentado».
Así es como empieza el eterno romance entre Fitzwilliam Darcy y Elizabeth Bennet en Orgullo y Prejuicio. La novela de Jane Austen ha sido admirada por millones de personas, pero poco se descubre en el libro sobre el misterioso y atractivo héroe, el señor Darcy. Y la cuestión ha seguido en el aire hasta nuestros días: ¿quién es Fitzwilliam Darcy?
En Una fiesta como ésta, Pamela Aidan contesta por fin a esa pregunta. En el primer libro de su trilogía «Fitzwilliam Darcy, un caballero», nos vuelve a presentar a Darcy en el momento en que visita Hertfordshire con su amigo Charles Bingley y nos descubre la oculta perspectiva de Darcy sobre los acontecimientos de Orgullo y prejuicio. A medida que Darcy pasa más tiempo en Netherfield, supervisando a Bingley y resistiéndose a los implacables asaltos de la señorita Bingley, la atracción a la que se ha resistido por Elizabeth crece, al igual que su preocupación por la relación que mantiene con su opuesto, George Wickham.
Emplazando toda la trama vivamente en el variado ámbito histórico y político de la Regencia, Aidan escribe con un estilo cómodo, de casa, como Austen, pero con un ingenio y humor de su propia cosecha. Aidan incluye su propia selección de fascinantes personajes a los de la novela original de Austen, tejiendo un rico tapete del pasado y el presente de Darcy. Los admiradores de Austen y también los que se acerquen a Aidan por primera vez adorarán este nuevo capítulo del romance más famoso de todos los tiempos.

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– Sí, señor Darcy.

– Recuerdo con claridad haberle advertido que no quería competir con el señor Brummell ni llamar excesivamente la atención de nadie. -La indignación de Darcy volvió a encenderse y se entusiasmó con el tema-. Creo que esas fueron mis instrucciones precisas, ¿no es así?

– Sí, señor.

– Pues, señor Fletcher, usted me ha fallado en los dos aspectos.

Fletcher levantó la cabeza, y por su rostro cruzaron sucesivamente expresiones de culpa, incertidumbre y prudencia.

– ¿De verdad, señor?

– ¡Dolorosamente cierto, Fletcher! Usted me ha convertido en «el espejo de la moda y el ejemplo de la elegancia», y ¡ciertamente no se lo agradezco! Sucede que me habría gustado pasar inadvertido en Melbourne House esta noche; pero gracias a esta maldita corbata, no tuve oportunidad de hacerlo. Y ahora me encuentro en la posición más desagradable. -Comenzó a pasearse por la habitación-. «Medida por medida» dijo usted. ¡Pero yo no me imaginé que se refiriera a Brummell! ¿Sabía usted que él conoce su nombre con exactitud?

– Había oído rumores… -Fletcher se puso pálido como el papel, pero Darcy no supo si debido a la culpa o a la sorpresa.

– ¡Rumores! ¡Me sorprende que no tengan comunicación directa! ¡Había apuestas, Fletcher, apuestas! -Darcy se detuvo sólo a un paso de su ayuda de cámara, cuyos ojos estaban nuevamente fijos en el suelo-. ¡No lo voy a tolerar, Fletcher, en absoluto! Si usted desea ser el ayuda de cámara de un dandi, tiene mi permiso para buscar a alguien que disfrute arreglándose para la sociedad. Pero si va a continuar a mi servicio, se contentará con mis sencillos requerimientos. -Dio media vuelta, se sentó frente al tocador y gruñó-: Ahora, deshaga este infernal nudo.

– Sí, señor Darcy. -Fletcher se acercó con cuidado y comenzó a deshacer el intricado nudo con dedos expertos-. ¿Señor Darcy? -preguntó después de aflojar la corbata.

– ¿Sí, Fletcher?

– Si me permite, señor… ¿Exactamente hasta qué punto fue grave mi falta esta noche, señor?

Darcy le lanzó una mirada cautelosa. La angustia y el orgullo libraban una batalla abierta en una actitud que solía ser impenetrable para él. El excelente control de Fletcher estaba a punto de desaparecer, y dada la relación tan íntima que tenía con aquel hombre, Darcy tuvo que pensar cuál sería la razón. Daba por descontado el hecho de que había tenido éxito al intimidar a Fletcher. Así que no, la respuesta no estaba en la angustia por la amonestación; entonces había que considerar el orgullo. Darcy se aclaró la garganta.

– La esfinge se ha retirado.

Las manos de Fletcher temblaron.

– ¡ Así de grave, señor! -Fletcher también carraspeó-. Por favor permítame ofrecerle mis más sinceras excusas y rogarle que «no reflexione con excesivo detalle» sobre el asunto. -La afrentosa corbata yacía ahora amontonada sobre el tocador.

– Mmm -resopló Darcy y miró al ayuda de cámara con el rabillo del ojo. Tenía razón, Fletcher había sucumbido al canto de sirena de su arte, y al humillar al celebrado árbitro de la moda había alcanzado de manera incuestionable la cima de su profesión. Darcy sintió una oleada de comprensión y simpatía por el orgullo que sentía Fletcher por el éxito de su arte, pero ésta fue rápidamente temperada al recordar que ese éxito se había obtenido a su costa, sin contar con su aprobación y sin que él ni siquiera lo supiera. Fletcher parecía estar realmente arrepentido y la inconveniencia de conseguir un nuevo ayuda de cámara… Darcy negó con la cabeza. El hombre estaba con él desde que había vuelto de la universidad y no se podía imaginar enseñándole a un nuevo ayuda de cámara todas esas preferencias que Fletcher comprendía tan bien. Lo apropiado en ese momento parecía ser mantener la mano firme y, tal vez, ofrecerle una zanahoria.

– Supongo que «debe entregarse al olvido lo que no tiene remedio. Lo hecho, hecho está». Pero, Fletcher, no me vuelva a hacer esta clase de truco nunca más. «Más sustancia y menos retórica». ¿Entiende usted?

– Sí, señor. -El alivio en la voz y la actitud de Fletcher fue palpable.

– No crea que el asunto está totalmente terminado -continuó diciendo Darcy, levantándose para que Fletcher lo ayudara a quitarse la levita-. Hasta que algún personaje supere su roquet, estaré obligado a aguantar a innumerables idiotas que querrán saber cómo se hace. ¡Gracias a Dios me marcharé pronto a Pemberley!

– «La naturaleza de la clemencia es que no sea for…». -El ayuda de cámara comenzó a citar otra vez a Shakespeare con sinceridad.

– Sí, bueno, le ruego que no permita que este triunfo suyo y la notoriedad que conlleva interfieran en sus deberes o los del resto de la servidumbre.

– No, señor -contestó el ayuda de cámara. El chaleco con hilos color zafiro se deslizó por los hombros de Darcy, y cuando éste se volvió a mirar a Fletcher mientras doblaba cuidadosamente su ropa, preparándose para abandonar la habitación, vio con claridad que la ecuanimidad del hombre había sufrido un desequilibrio esta noche. Todo el mes había sido demasiado perturbador para los dos.

– Fletcher -dijo Darcy, cuando su ayuda de cámara avanzaba hacia la puerta-, lord Brougham me pidió que le transmitiera sus felicitaciones.

– ¿En serio, señor? Lord Brougham es muy amable.

– Quería que usted supiera que recordará durante varios días la expresión de la cara de Brummell mientras contemplaba su derrota a manos suyas. Y, Fletcher -concluyó-, reciba también mis felicitaciones.

– ¡Gracias, señor Darcy! -Fletcher hizo una pronunciada reverencia.

Se desearon buenas noches mutuamente y Darcy dio media vuelta para prepararse para dormir, mientras rogaba con devoción para que su tarea de disuadir a Bingley estuviese a punto de finalizar y nada se interpusiera en el camino de una pronta partida hacia Pemberley. Tanto él como Fletcher podrían recuperar el equilibrio allí. Todo volvería a la normalidad.

Darcy sacudió las páginas del Morning Post y volvió a doblar metódicamente el periódico antes de dar un último bocado a su tostada con mantequilla y finalizar su taza de café. Las noticias que se había perdido mientras estaba en Hertfordshire eran alarmantes y perturbadoras, los últimos disturbios públicos habían desplazado de las primeras páginas del Post los informes sobre el escándalo de Melbourne House y lo hacían desear con mayor intensidad la finalización de sus asuntos, para abandonar Londres y marcharse a Pemberley lo antes posible. Consultó su reloj de bolsillo; todavía faltaban tres cuartos de hora para que su agente de negocios se presentara en la biblioteca. Suspiró mientras devolvía el reloj a su lugar, pensando que la alarma por el levantamiento de los tejedores de las Midlands no era, ciertamente, la única razón de su inquietud por su situación en Londres; claro que tenía razones más personales.

Empujó la silla hacia atrás, se levantó y se dirigió a la ventana para mirar el césped de Grosvenor Square, blanco ahora por la nieve. Los árboles del parque parecían oscuros centinelas contra la blancura, excepto por las ramas más altas, cuyos dedos fibrosos estaban delicadamente cubiertos de hielo y brillaban con el sol de la mañana. Darcy respiró hondo y dejó salir el aire lentamente, llenando de vapor uno de los helados cristales de la ventana, que enseguida se cubrió de hielo. Pasó el dedo por el hielo e hizo el dibujo de un pequeño Punch. ¿Cuántos años hacía que no le dibujaba a Georgiana figuras sobre el hielo? ¿Diez? Estaba seguro de que eran al menos diez.

Cerró el puño y con el dorso de la mano borró el payaso, mientras terminaba de revisar los resultados de su campaña hasta ahora. No, las cosas que lo ataban a Londres le dolían intensamente, pero sin importar la forma en que analizara el problema, estaba atrapado entre sus promesas a la señorita Bingley y su propia preocupación por su amigo. Estaba obligado a concluir el plan.

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