Pamela Aidan - Deseo Y Deber

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Fitzwilliam Darcy regresa a su propiedad rural de Pemberley para pasar la Navidad con su hermana Georgiana. El recuerdo de Elizabeth Bennet parece perseguirle a todas partes. Distraído y distante, Georgiana trata de averiguar qué le pasa. Él le cuenta sus encuentros con Elizabeth, pero también deja muy claro que, aparte de la opinión que la joven pueda tener de él, la posición social de la dama, claramente inferior a la de su familia, es un obstáculo insalvable para cualquier posible relación entre ambos. A su regreso a Londres, toma la decisión de olvidarla por completo y se propone buscar a alguna joven adecuada para ser su esposa. En su interior se impone un fuerte sentido del deber y del honor que supera momentáneamente a sus sentimientos.
Para ello, acepta la invitación de un viejo amigo suyo, lord Sayre, para pasar una semana en el castillo de Norwycke, donde se reunirán algunos de sus antiguos compañeros de estudios y varias damas, entre las que se encuentra lady Sylvanie, hermanastra del anfitrión, una hermosa y misteriosa mujer que consigue desde el principio captar su interés. Pero ¿conseguirá hacerle olvidar a su Elizabeth?

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– Lo has estado animando a depender demasiado de ti, Fitz -le advirtió Richard.

– Eso es lo más irónico de todo. -Darcy escribió que cenar en la calle Aldford estaría bien. Él sabía que Caroline, la hermana de Bingley, se pondría furiosa con él si la evitaba en esos momentos-. Hasta hace unas semanas, lo estaba empujando para que saliera de la protección de mis alas. Pero en Hertfordshire sucedió algo que se le fue de las manos, así que tuve que hacer otra vez de mamá gallina. Listo, Witcher. -Darcy espolvoreó la arenilla para secar la tinta y dobló la nota. Luego la colocó sobre la bandeja-. ¡Pero no hablemos más de eso!

– Estoy a tus órdenes, primo. -Richard le hizo una reverencia-. ¿Qué tal si jugamos unas cuantas partidas de billar antes de que tenga que regresar al cuartel? Y, tal vez -añadió con picardía-, ¿podríamos hacer una pequeña apuesta?

– ¿Ya has acabado la paga del mes, primo?

– Culpa a las damas, Fitz. ¿Qué puede hacer un hombre pobre? ¡La fragilidad natural, ya sabes!

Después de «unas cuantas partidas de billar», Darcy descubrió que su bolsillo se sentía más liviano, mientras la sonrisa de su primo se volvía más amplia. Aunque, por el bien de Richard, hizo muchos aspavientos por lo que había perdido, no le molestaba en absoluto desprenderse de las guineas que le ayudarían a terminar el mes con tranquilidad. Darcy sabía que su primo era extremadamente generoso con los hombres, unos muchachos, en realidad, que tenía bajo sus órdenes, en particular con los que eran hijos segundones, igual que él. El coronel los cuidaba casi como una gallina clueca, asegurándose de que escribieran a casa, rescatándolos de los líos en que se metían y convirtiéndolos en verdaderos modelos de la Guardia Real. Pero todas esas tareas traían consigo unos gastos que su paga regular no siempre podía cubrir sin limitar sus actividades privadas. Pedirle a su padre dinero extra no era algo que a su primo le gustara hacer con frecuencia. Por eso, Darcy siempre ponía a su disposición su palco para las cosas que les interesaban a los dos, como el teatro y la ópera, y las apuestas ocasionales en una partida de billar o de cartas suministraban los fondos para aquellas que no compartían. Este arreglo nunca fue oficial entre ambos, desde luego, pero se daba por descontado, y los fondos necesarios pasaban generosamente de la mano que los perdía a la que los recibía con gratitud.

– Bueno, primo, haré una insólita demostración de clemencia y me marcharé al cuartel antes de que te gane Pemberley. -Richard estiró los músculos del hombro antes de agarrar la chaqueta del uniforme. Dejó deslizar las guineas en un bolsillo interior y se puso la casaca roja.

Darcy esbozó una sonrisa fingida.

– Eso dices, pero ese día aún no ha llegado ni llegará, primo. -Darcy recogió su propia chaqueta y tomó la delantera para bajar las escaleras, con Richard detrás-. Entonces, ¿vendrás durante la semana de Navidad? -preguntó.

– Cuenta con ello -contestó su primo, mientras bajaban las escaleras-. Me dejaste inquieto con esas noticias sobre Georgiana, y aunque no es mi responsabilidad velar por ella, de todas formas me preocupa. Además, hace mucho tiempo que no pasamos la Navidad juntos. Mi madre estará feliz de tenerme en casa y pasar otra vez las fiestas en Pemberley. -Cuando llegaron al vestíbulo, Richard se volvió hacia su anfitrión con expresión seria-. Ella ha estado preocupada por ti, Fitz, por vosotros dos, en realidad. Estoy seguro de que esta invitación le dará mucha tranquilidad.

– Aprecio la preocupación de mi tía -le aseguró Darcy a su primo-, y confieso que he sido negligente en mi correspondencia con ella últimamente. Pero pondré remedio a eso. ¡Voy a escribirle esta misma noche!

– Entonces te dejaré para que lo hagas. Hazme un favor y dile que me has visto hoy y que hemos comido juntos, etcétera, etcétera. -De pronto se le ocurrió una idea-. Y no olvides mencionar que estuve en la iglesia, ¡sé buen amigo! Le alegrará tener noticias tuyas, claro, pero se pondrá todavía más contenta al saber que su hijo, la oveja negra, pasó un domingo tranquilo. Yo mismo le escribiría, pero ella te creerá a ti.

Witcher abrió la puerta cuando Darcy le hizo una señal y los primos se estrecharon la mano de una manera afectuosa y familiar.

– Escribiré todo eso, Richard -prometió Darcy solemnemente, pero luego se rió-. Aunque, a estas alturas, tratar de lavar tu imagen ante tu madre parece una causa perdida. -Al ver la cara que ponía su primo, Darcy añadió con malicia-: Tal vez si asistir a la iglesia se volviera una costumbre…

– ¡Ja, no! Gracias, primo. Limítate a escribir lo que te pido y todo irá bien. Adiós, entonces, ¡hasta Navidad! Witcher. -Richard le hizo un gesto con la cabeza al viejo mayordomo y, abrochándose el abrigo, bajó corriendo los escalones de Erewile House y se subió al coche que le habían pedido, mientras Darcy daba media vuelta para enfrascarse en la placentera tarea de escribirle a su tía Fitzwilliam.

Hacía ya mucho que el sol se había dado por vencido en su batalla contra las nubes y la niebla. Cuando Darcy escribió las últimas palabras de su carta, la luna ya había aparecido. Mientras espolvoreaba la arenilla secante sobre la misiva, notó con un poco de pesar que ya había oscurecido. No sólo el tiempo sino también la luz parecían estar en contra de la idea de dar una vuelta por la plaza para calmar la tensión de sus músculos y la turbación de su mente. Dejó la carta en la bandeja de plata para que Hinchcliffe la pusiera en el correo por la mañana y se levantó de su escritorio con un gruñido.

– ¡Wickham! -Darcy se dirigió a la ventana y, apoyando un brazo en el marco, escudriñó la noche. La plaza estaba extrañamente silenciosa, pues el sonido que producían los caballos y los coches que pasaban era amortiguado por la niebla. El sermón de aquella mañana le había tomado por sorpresa y con la guardia baja y había hecho tambalear lo que hasta entonces había pensado que era una idea clara. La sensación era muy desagradable y su intento de hablar de manera racional con Richard había resultado ser totalmente inútil. La pregunta seguía mortificándolo: ¿Cómo podía uno entender a Wickham y a los hombres como él? Más aún, ¿estaba preparado para creer que Wickham no estaba, a los ojos de Dios, en una posición mucho peor que él mismo?

Richard no le había entendido. Pensaba que Darcy quería encontrar una excusa para justificar las acciones de Wickham. Pero la verdad es que su resentimiento hacia aquel canalla se había reavivado en la medida en que este último parecía estar íntimamente relacionado con la pobre opinión que tenía de él Elizabeth Bennet.

Se enderezó, volvió hasta su escritorio y apagó la lámpara. Inmóvil en medio de la biblioteca a oscuras, revisó las tareas del día siguiente. Por la mañana tenía que rematar todos los asuntos pendientes que había sobre su mesa. Luego, a las dos y media, tenía que presentarse en Cavendish Square para encargarle a Thomas Lawrence que pintara el retrato de Georgiana, cuando regresaran a la ciudad. Por último, Bingley y su hermana lo esperaban a cenar en la calle Aldford.

Cerró los ojos y dejó escapar otro gruñido. ¡Bingley! Si todo salía bien, ese asunto tan enojoso estaría solucionado. Deseó que Caroline Bingley hubiese seguido sus instrucciones con exactitud y se hubiese limitado a confirmar de manera desinteresada las dudas que él había sembrado en su hermano. Si ella hubiese tratado de obligarlo a renunciar a la señorita Jane Bennet, Darcy sabía que todas sus sutilezas y sugerencias habrían sido en vano y que tendría que enfrentarse a un Bingley que lo recibiría como un toro testarudo, listo para embestir.

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