Catherine Coulter - Arabella

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Justin Deverill, un militar joven, fuerte y apuesto, es el flamante conde de Strafford. Pero a su nuevo título puede sumarse una inmensa fortuna si accede a desposar a Arabella, su rebelde y temperamental prima.
Arabella no esta dispuesta a casarse, pero su padre ha muerto expresando claramente el
deseo de que lo haga, y precisamente con Justin Deverill. De lo contrario, éste sólo heredará el título, sin la fortuna. Las circunstancias la obligarán a cambiar de opinión y a obedecer el deseo de su padre.
El joven conde de Trécassis, pariente lejano cuyas intenciones dejan mucho que desear, aparecerá imprevistamente en escena, provocando situaciones de confusión. Sus malévolos planes pondrán en tela de juicio el honor de Arabella, abriendo un abismo entre ella y el conde.

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Percibió que la tensión iba creciendo en el cuerpo de Arabella, ya bastante delgado, pues la muchacha casi no comía desde que se había enterado de la muerte del padre. Lady Ann sabía que Arabella no podría contenerse mucho más tiempo. También sabía que, para su hija, la lectura del testamento del padre era como un reconocimiento irrevocable de su muerte. Ya no habría más preguntas, ni dudas ni esperanzas.

Estaba segura de que la parsimonia del señor Brammersley pronto acabaría con el control de su hija. Buscó palabras que pudiese susurrarle. No Palabras de consuelo, pues Arabella jamás las aceptaría de nadie; simplemente, expresiones comunes, que tal vez la distrajesen, palabras que dirigieran la mente de su hija en otra dirección, aunque sólo fuese un instante.

Lady Ann había llegado tarde. Arabella se levantó de un salto del asiento y fue hasta el escritorio. Se inclinó hacia el señor Brammersley, las manos apoyadas sobre la tapa y cubiertas por mitones negros.

La muchacha susurró con calma letal.

– No quisiera demorarlo más, señor. No sé por qué motivo dilata usted las cosas de una manera tan absurda, pero no pienso tolerarlo. Por si no tiene suficiente sentido común para advertirlo, le hago notar que mi madre se fatiga. Lea ya el testamento de mi padre pues, de lo contrario, lo libraré de esa responsabilidad y lo haré yo misma.

Dio la impresión de que las venas rojas de la nariz del abogado sobresalían más aún, hasta extenderse en una fina red de telas de araña por sus mejillas marchitas. Hizo una inspiración, compuso una expresión escandalizada, y miró en dirección de lady Ann. Cansada, la mujer le hizo una seña afirmativa con la cabeza. El hombre adoptó una pose digna, apoyando el huidizo mentón sobre las puntas del cuello de la camisa, se aclaró la voz, y dijo:

– Mi querida lady Arabella, si tiene la amabilidad de volver a sentarse, empezaremos la lectura.

– Nos ha sido concedido un milagro -dijo Arabella, sin ocultar el fastidio-. Adelante con ello, señor.

Volvió a su silla. Lady Ann no tenía energías para regañarla. Sintió una agitación aprensiva a la derecha, y giró hacia la izquierda, para dedicar una dulce sonrisa a Elsbeth. Tomó la pequeña mano de la muchacha en la suya, y la oprimió. La tímida Elsbeth, tan diferente de su media hermana como una espada de una pluma, si bien no se podía decir que pudiese escribir demasiado bien. La idealizo sonreír a lady Ann tras el velo. Qué extraños los pensamientos que se le ocurrían en los momentos más inapropiados.

George Brammersley tomó un impresionante documento, alisó la primera página, y dijo:

– La ocasión que nos reúne hoy es muy lamentable. El inoportuno fallecimiento de John Latham Everhard Deverili, sexto conde de Strafford, nos ha conmovido a todos: familia, amigos, empleados y, sobre todo, a su país. El valiente sacrificio que hizo de su vida, tan generoso y galante, con el propósito de preservar los derechos de los ingleses…

Se produjo un movimiento, y Arabella sintió el roce del aire en la nuca. Supo que se había abierto, y vuelto a cerrar, la puerta de la biblioteca. No le importaba. Ya nada le importaba. Tal vez fuese un magistrado que iba a reemplazar a George Brammersley, con el favor del Señor. No, ahora no. Ahora que por fin Brammersley daba comienzo a la lectura… Percibió una súbita crispación de la voz, pero no le hizo caso. Al fin, estaba haciendo lo que ella le había indicado.

Con movimientos llenos de gracia, lady Ann giró en su silla y miró hacia la puerta de la habitación, por el rabillo del ojo. Se volvió de nuevo, exhaló un suspiro, y se enderezó, el rostro fijo adelante, sin mirar ya a izquierda ni a derecha.

– "… y al fiel mayordomo de Deverill, Josiah Crupper, le lego la suma de quinientas libras, con la esperanza de que permanezca con la familia hasta que…

Siguió y siguió, y a Arabella le pareció que mencionaba a cada uno de los sirvientes del padre, pasados, presentes y futuros. Cómo ansiaba que todo eso hubiese terminado, de una vez.

El señor Brammersley interrumpió la lectura, alzó hacia Elsbeth una mirada reflexiva, y dejó que una rígida sonrisa le plegase las comisuras. Con voz más suave, leyendo con más lentitud, y pronunciando con gran claridad y precisión prosiguió:

– "A mi hija, Elsbeth Maria, nacida de mi primera esposa, Magdalaine Henriette de Trécassis, lego la suma de diez mil libras, para su exclusivo uso privado."

"Bien hecho, padre", pensó Arabella. Al oír la exclamación de sorpresa de su medio hermana, se volvió y vio que tenía los bellos ojos almendrados dilatados de asombro, y luego, de apenas contenida excitación. Ah, sí, estaba muy bien hecho. Arabella no tenía idea de por qué Elsbeth no había sido criada junto con ella. Siempre había creído al padre a pies juntillas, y cuando este se limitó a decir que Elsbeth no quería vivir allí, que prefería quedarse con la tía, le creyó. Y ahora, la había convertido en una joven dama rica, y ella estaba contenta.

El señor Brammersley se mordió con fuerza el labio inferior, culpable de haber violado la confianza profesional. Pero la afirmación final qUe había escrito el conde con respecto a su gentil hija mayor le había parecido tan malévola, tan innecesariamente cruel, que no se atrevió a pronunciarla. En todo caso, lo que el conde había querido decir… "que ella, a diferencia de la ramera de su madre, y de la codiciosa familia Trécassis, tendrá la honestidad de entregar la suma prometida por propia voluntad a su futuro esposo". Sí, ¿qué había querido decir el conde? No, no leería eso, ni en ese momento y lugar, ni nunca.

Arabella atrajo otra vez la atención del abogado y aguardó, tamborileando impaciente con los dedos en los brazos del sillón. Imaginó que en ese momento era el turno de las instrucciones de su padre respecto a que sus propiedades quedarían en fideicomiso hasta que ella cumpliese los veintiún años. Tenía esperanza de que su madre fuese nombrada la depositaria principal, aunque albergaba una profunda tristeza: no había ningún pariente varón para heredar el título.

Decidido, George Brammersley contempló el documento que tenía en las manos, escrito con bella letra. Al infierno, tenía que terminar con esto de una vez. Leyó:

– "Mis últimos deseos, que he sopesado con todo cuidado durante los últimos años. Las condiciones que impongo son obligatorias y absolutas. El séptimo conde de Strafford, Justin Everhard Morley Deverill, sobrino nieto del quinto conde de Strafford a través de su hermano, Timothy Popham Morley, es mi heredero, y le lego todos mis bienes terrenales, entre cuyas principales propiedades se encuentra Evesham Abbey, sus tierras y las rentas que estas producen…

La habitación giró. Arabella clavó la vista en el abogado, sintiendo que sus palabras pendían sobre ella pero sin poder comprenderlas, sin hallarles sentido. ¿El séptimo conde de Strafford? ¿Una especie de sobrino nieto de su abuelo? Nadie le había dicho que existiera tal sobrino nieto. Dios, debía de ser un error, ese sujeto no estaba presente, siquiera. No debía de existir. De pronto, en su memoria se agitó el recuerdo del momento en que se abrió y volvió a cerrarse la puerta de la biblioteca. Casi con renuencia, se volvió en la silla y se topó con los fríos ojos grises del hombre que había visto esa mañana, junto al estanque de los peces. Quedó tan atónita, que permaneció silenciosa e inmóvil. No era bastardo, el maldito miserable no era un bastardo, en realidad. Fue lo único que se le ocurrió, lo único que tenía algún sentido para ella. El joven se limitó a hacerle una cortés inclinación de cabeza, y nada en su impertérrito semblante desvelaba que ya la hubiese conocido.

– Arabella, Arabella. -Lady Ann tiró con suavidad de la manga de la hija-. Vamos, querida, ahora debes escuchar con atención. Por favor, Arabella, tienes que prestar atención. Lo siento, pero tienes que hacerlo, queridísima.

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