Catherine Coulter - Arabella

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Justin Deverill, un militar joven, fuerte y apuesto, es el flamante conde de Strafford. Pero a su nuevo título puede sumarse una inmensa fortuna si accede a desposar a Arabella, su rebelde y temperamental prima.
Arabella no esta dispuesta a casarse, pero su padre ha muerto expresando claramente el
deseo de que lo haga, y precisamente con Justin Deverill. De lo contrario, éste sólo heredará el título, sin la fortuna. Las circunstancias la obligarán a cambiar de opinión y a obedecer el deseo de su padre.
El joven conde de Trécassis, pariente lejano cuyas intenciones dejan mucho que desear, aparecerá imprevistamente en escena, provocando situaciones de confusión. Sus malévolos planes pondrán en tela de juicio el honor de Arabella, abriendo un abismo entre ella y el conde.

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La condesa de Strafford alzó la mirada de los ojos azules hacia el rostro finamente cincelado de su hija.

– En verdad, querida, ¿no crees que has sido un poco dura con el pobre sir Ralph? No dudarás de que tiene buenas intenciones. Estaba tratando de ahorrarnos dolores innecesarios.

– Mi padre no tendría que estar muerto -dijo Arabella, en tono frío-. Qué desperdicio tan estúpido. Guerra estúpida, estúpida, para apaciguar la ridícula ambición de hombres estúpidos. Dios querido, ¿acaso puede haber algo más injusto?

Se apartó de los brazos abiertos de su madre, y golpeó con los puños la pared cubierta de madera.

Mi pobre hija tonta. No me dejarás consolarte, porque eres muy similar a él. Te condueles por un hombre cuya sola existencia convirtió la mía en una desdicha sin fin. ¿No hay en ti una parte de mí? Pobre Arabella, no es un despreciable signo de debilidad derramar lágrimas.

– Arabella, ¿a dónde vas?

La condesa se levantó de prisa, y corrió tras su hija.

– A ver a Brammersley, el abogado de mi padre. No ignorarás quién es, madre. Ese bufón incapaz intentaba seducirte cada vez que papá estaba fuera de Inglaterra. Maldición, odio tratar con él, pero desgraciadamente, papá confiaba en él. Y hablando de bufones, no creo que el ministro haya enviado a sir Ralph. Por Dios, creí que trataría de conquistarte aquí mismo.

– ¿Seducirme? ¿Sir Ralph? ¿Ese viejo barrigón?

– Sí, mamá -dijo Arabella, haciendo gala de toda su paciencia-. ¿Acaso estás ciega?

– No advertí nada incorrecto en la presentación de sir Ralph. Fue muy correcto. Pero en este momento no estás en condiciones de salir, queridísima. ¿No querrías una taza de té? ¿Descansar un rato en tu recámara? Quizás, aunque seguramente será improbable, querrás hablar conmigo, ¿eh, Arabella?

– No estoy cansada, ni me siento débil o floja -dijo Arabella, sobre el hombro. Y siempre hablo contigo, madre. Conversamos no menos de tres o cuatro veces al día. -Pero no aminoró el paso. La consumía una rabia amarga y devastadora, y una energía ilimitada, inútil. De pronto, el rostro pálido y contraído de su madre la arrancó de su propio dolor-. Oh, Dios, soy una verdadera bestia. -Se pasó la mano por la frente. No quería llorar. No. Si lloraba, el padre la fulminaría como un rayo-. Madre, estarás bien sin mí, ¿no? Por favor, esto es algo que tengo que hacer. No puedo soportar que mi padre no tenga un funeral apropiado antes de que se disponga de sus propiedades. Dispondré lo necesario para partir de Londres. Tenemos que regresar a Evesham Abbey, me ocuparé de eso. Lo entiendes, ¿verdad?

La condesa sostuvo la mirada tormentosa de aquellos ojos grises con la propia, firme, y dijo, marcando las palabras, con un tono de tristeza:

– Sí, cariño, lo entiendo. Estaré perfectamente. Vete ya, Arabella, y haz lo que debes hacer.

La condesa se sentía mucho más vieja que sus treinta y seis años. Tuvo que recurrir a toda su voluntad para arrastrarse hasta una ventana de arco que daba al frente y dejarse caer en una silla alta. Una espesa niebla gris se arremolinaba en torno de la casa, entrelazándose con las ramas de los árboles y oscureciendo la hierba verde del pequeño parque que había frente a la casa.

Vio que el cochero John sujetaba a los inquietos caballos. Y ahí estaba Arabella, cruzando el sendero de laja con su paso largo, seguro, con el aspecto desolado que le conferían el vestido negro y la capa. Arabella lo arreglaría todo, y nadie sabría que esa energía decidida e implacable embozaba una pena desesperada.

Tal vez sea mejor que no busque consuelo en mí pues, en ese caso, también tendría que fingir dolor. Ella no podría comprender que la muerte de él no significa para mí otra cosa que el fin de mi prisión. La furiosa energía de mi hija consumirá su angustia. Mejor así. Querida Elsbeth, inocente niña semejante a un duende, como yo, tú también quedas libre. Debo escribirte, pues ahora perteneces a Evesham Abbey. Ahora puedes regresar al hogar, al hogar de Magdalaine. Qué breve fue tu vida, Magdalaine. Pero ahora, tu hija quedará a mi cargo. Yo la cuidaré, le lo prometo. Gracias, Dios, Porque él se ha ido. Para siempre .

La condesa se levantó de la silla con tal arranque de energía que los rizos rubios se agitaron en torno a su cara. Echó la cabeza atrás y se acercó, decidida, hasta el pequeño escritorio que había en un rincón de la sala. Era la suya una actitud poco común, de confianza que renacía, por instinto, después de dieciocho años. Con movimientos vivaces, casi alegres, mojó la pluma en el tintero y apoyó la mano sobre una hoja de elegante papel de escribir.

4

Evesham Abbey, 1819

Los rotundos cascos de Lucifer dispersaron la grava a los lados del sendero bordeado de limas. El paso rítmico, potente, no daba demasiado descanso al jinete.

Arabella se volvió en la montura y echó una mirada atrás, hacia su hogar. La abadía Evesham se erguía, orgullosa, a la luz difusa de la mañana, los muros de ladrillo cocido al sol se extendían hacia lo alto, rematando en innumerables chimeneas y aguilones. Eran cuarenta aguilones en total: los había contado. Cuando era una niña de ocho años, comunicó, ansiosa, su proeza aritmética a su padre que la miró asombrado, soltó una franca carcajada, y le dio un vehemente abrazo que le dejó las costillas doloridas hasta el Día de San Miguel.

Cuántos años hacía. Y ahora, no había nada. Nada, más que esos cuarenta aguilones. Y ellos quedarían hasta después de que ella hubiese muerto.

En la bóveda familiar de mármol habían sepultado un ataúd vacío. Una vez que se hubieron marchado todas las mujeres, excepto Arabella, cuatro de los granjeros del padre alzaron una gran pizarra de piedra sobre el ataúd, y el herrero de la región emprendió la ardua tarea de excavar, dispersando fragmentos de piedra, dejando trazado el nombre del conde, sus títulos, y las fechas entre las que se encerraba su vida. El ataúd vacío estaba Colocado junto al de Magdalaine, la primera esposa del conde. Ver el hueco que había al otro lado del cajón de su padre daba frío a Arabella, porque estaba destinado a su madre.

Con aire de tranquila autoridad, rígida y fría como la pared de mármol que había a sus espaldas, permaneció inmóvil hasta que, al fin, cesó el estrépito del martillo y el cincel del herrero, con su monótono golpear.

Arabella condujo a Lucifer por el sendero de grava hasta otro más estrecho que atravesaba el bosque de la propiedad, hasta un pequeño estanque con peces, engarzado como una exquisita gema redonda entre el verde de los robles y el follaje de los arces. El día era demasiado caluroso para el pesado terciopelo del traje de montar. El sol de la mañana caldeaba la oscura tela negra, pegándole la camisa a la piel. Lo único que rompía la severidad de su atuendo era un toque blanco en el cuello, y hasta esos suaves pliegues de lienzo le hacían arder la piel.

Arabella se apeó del musculoso lomo de Lucifer, y lo ató a un arbusto de tejo bajo y grueso. No se molestaba en usar montura. Recordaba con toda claridad el día en que su padre la había llevado aparte, cuando ella tenía sólo doce años, y le dijo que no quería correr el riesgo de perderla, porque, a su edad, era la mejor jinete del condado. Las monturas de costado eran trampas mortales. No podría cazar, montada en una de esas monturas de mujer. Si quería, podía posar en una de ellas mientras un artista pintaba su retrato, pero nada más. O montaba a horcajadas, o montaba a pelo.

Levantó el borde de la falda de la hierba húmeda y caminó con lentitud por la orilla del agua tranquila, hasta el otro lado, cuidando de no enredare en los largos y sedosos juncos. Eran muy bellos, y la perspectiva de enredarse en uno de ellos era catastrófica para ella.

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