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Catherine Coulter: Arabella

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Catherine Coulter Arabella

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Justin Deverill, un militar joven, fuerte y apuesto, es el flamante conde de Strafford. Pero a su nuevo título puede sumarse una inmensa fortuna si accede a desposar a Arabella, su rebelde y temperamental prima. Arabella no esta dispuesta a casarse, pero su padre ha muerto expresando claramente el deseo de que lo haga, y precisamente con Justin Deverill. De lo contrario, éste sólo heredará el título, sin la fortuna. Las circunstancias la obligarán a cambiar de opinión y a obedecer el deseo de su padre. El joven conde de Trécassis, pariente lejano cuyas intenciones dejan mucho que desear, aparecerá imprevistamente en escena, provocando situaciones de confusión. Sus malévolos planes pondrán en tela de juicio el honor de Arabella, abriendo un abismo entre ella y el conde.

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Qué bendito alivio escapar de tantos visitantes ataviados de negro, con sus largas caras graves, que bajaban la cabeza hacían reverencias y recitaban con voces bajas y pesarosas sus frases automáticas de pésame. La maravillaba la gracia con que se movía su madre entre ellos, metida en susurrantes crespones, todo de última moda, por supuesto: parecía infatigable, con un encanto y una sonrisa un tanto crispados, tal vez, pero siempre presentes. Lady Ann siempre sabía lo que había que hacer, y lo hacía ala perfección Sólo Suzanne Talgarth, la mejor amiga de Arabella desde la primera infancia, la había llevado aparte y, sin decir palabra, la había abrazado con fuerza.

Arabella se detuvo un momento para escuchar el croar lastimoso de una rana solitaria, oculta a su vista en medio de los espesos cañaverales. Al inclinarse con un gracioso revuelo de faldas negras, alcanzó a ver un retazo de negro, cosa insólita en medio de infinitos matices de verde, entre un grupo de juncos, pero a corta distancia de ella. Olvidó a la rana, y con el entrecejo fruncido, avanzó lenta y silenciosamente.

Apartó con cuidado un grupo de tallos, y se topó con un hombre dormido, tendido de espaldas cuan largo era, los brazos detrás de la cabeza. N9 llevaba abrigo, sólo unos pantalones blancos, botas altas del mismo color, y una camisa de linón blanco con chorrera, suelta y abierta en el cuello. Observó con más atención el rostro calmo, despojado de expresión en el sueño, y retrocedió, ahogando un grito de sorpresa. Tan asombroso resultaba el parecido, que era como si estuviese mirándose a sí misma en el espejo. Llevaba muy corto sobre la frente lisa el rizado cabello negro. Las características cejas negras se elevaban en un arco orgulloso, y bajaban con suavidad hacia las sienes. La boca era plena, como la de ella, y los pómulos altos destacaban la recta nariz romana. La barbilla era firme, y denotaba tozudez. Estaba segura de que dilataba las fosas nasales cuando se enfadaba. Ella tenía hoyuelos, y se preguntó si a él también se le formarían cuando sonreía. No, parecía un hombre demasiado severo para tener algo tan voluble. Naturalmente, a ella tampoco le sentaban bien los hoyuelos. Nunca había albergado la idea de que ella fuese hermosa, pero al mirarlo lo creyó el hombre más hermoso que hubiese visto jamás.

– No es posible que seas real -susurró, aún con la vista fija en él, preguntándose quién sería, aunque ya lo sabía. Entonces, comprendió también el motivo de su presencia allí, y maldijo-: ¡Maldito canalla! -Ahora gritaba, estremecida de furia-. ¡Miserable pedazo de basura! Levántese y salga de mis tierras antes de que le dispare! ¡Podría darle latigazos hasta arrancarle su desgraciada vida, casi!

En ese momento se interrumpió, porque no llevaba la pistola consigo. No importaba: sí tenía el látigo de jinete. Lo levantó en alto.

Las densas pestañas del hombre se separaron lentamente, y la muchacha se quedó contemplando sus propios ojos grises, que miraban hacia arriba. Los de él eran un poco más oscuros que los de ella, como los del padre. Dios querido, era hermoso, más aún que el padre.

– ¡Válgame Dios! -dijo el hombre, marcando las palabras, con una voz tersa como un guijarro del fondo de un arroyo.

No se movió, sino que entrecerró los ojos para protegerse del resplandor del sol, y poder ver el rostro acalorado y furioso que se cernía sobre él.

– Afirmo que es una dama lo que veo. Esas manos blancas, que nunca han trabajado en su vida. Sí, no cabe duda de que es una dama. Pero me pregunto dónde está la moza de taberna que me ha lanzado tan sucios juramentos. ¿Quiere matarme? ¿Quiere azotarme? Ciertamente, es una situación teatral, más adecuada para Drury Lane.

Hablaba bien, como un caballero. Qué importaba. Sin moverse, Arabella siguió observándole el rostro. Tenía un hondo hoyuelo en la barbilla, que ella no tenía, y estaba bronceado, con el cutis moreno de un pirata. Siempre había detestado a los piratas. No, no permitiría que este hombre la irritase. Con el mismo tono arrogante que usaba su padre, preguntó:

– ¿Y quién demonios es usted?

El hombre siguió sin cambiar de posición, se quedó tendido, estirado a los pies de ella, como una lagartija perezosa tomando el sol sobre una piedra. Pero le sonreía, exhibiendo unos dientes blancos y fuertes. Vio que en los ojos grises había matices dorados. Aquello provocó una extraña confusión. Ni su padre ni ella los tenían. Se alegró, y llegó a la conclusión de que esas suaves luces doradas tenían un aspecto vulgar.

– ¿Siempre habla usted como una ramera de los callejones? -le preguntó con voz tranquila, incorporándose sobre los codos.

Sus ojos eran profundos y claros, y detectó en ellos una inteligencia que reconoció y odió.

– Un sujeto como usted no puede cuestionar el modo en que decido hablarle a un rufián insolente, que holgazanea en tierras de Deverill.

Arabella levantó el látigo de jinete que tenía al costado, e hizo restallar, sin fuerza, las tiras de cuero sobre su mano enguantada de negro.

– Ah, ¿ahora seré fustigado?

– Es muy posible. Le he hecho una pregunta, y ya imagino qué motivo tiene para no responderme. -Lo miró, pensativa, y sintió una desagradable tensión en el pecho. Pero le habían enseñado a afrontar hasta las situaciones más desagradables, sin amedrentarse-. Es evidente que es usted un bastardo… hijo ilegítimo de mi padre: Es imposible que sea tan ciego como para no advertir el notable parecido entre nosotros, y yo soy muy semejante a mi padre.

Apartó el rostro, pues no quería que él viese su dolor. Las lágrimas le quemaron los ojos. Sí, era la imagen de su padre, pero no tenía el sexo correcto. Pobre padre: no había tenido la buena fortuna de engendrar un hijo varón en el lecho conyugal. En cambio, sí tenía un hijo bastardo. Volvió otra vez esos ojos invernales hacia el rostro del hombre, y dijo, sombría:

– Me pregunto si habrá otros como usted. Si es así, ruego que no todos sean tan parecidos a él como usted. Siempre he deseado un hermano pues ahora la línea hereditaria de mi padre se cortará, ¿sabe? Soy sólo una mujer, y por tanto, inaceptable. Nunca me ha parecido justo.

– Tal vez no sea justo, pero así son las cosas. En cuanto a un bastardo de su padre que se parezca a él, es poco probable que sea yo. Pero usted debe de estar en mejor situación para saber de ese tema que yo. Lo que sí parece probable es que si el conde concibió hijos fuera del lecho conyugal, deberían tener la sensatez de no mostrar sus caras por aquí.

Percibiendo que la muchacha se sentía herida, habló en tono calmo y práctico. Sin prisa, se puso de pie, quedando de frente a ella.

No quería asustarla. No quería que se sintiera amenazada por él: eso ya sucedería demasiado pronto.

– Pero está aquí. -No tuvo más remedio que levantar la vista mientras hablaba-. Maldito sea, hasta es de su misma altura. Dios querido, ¿cómo es que ha venido usted en semejante momento? ¿Acaso no tiene sentido del honor, de la decencia? Mi padre está muerto, y aquí está usted, comportándose como si estuviese en su lugar.

– Pone usted en duda mi honor, y yo preferiría que no lo haga. Lo tengo, al menos eso dicen de mí.

Arabella sintió muchas ganas de azotarlo en la cara con la fusta. El joven dio un paso hacia ella, cerniéndose sobre ella, tapándole el sol. Las fosas nasales de la muchacha se dilataron, delatando su intención.

– No lo haga, querida mía -dijo él, con voz tan tranquila y suave como la lluvia de verano.

– No soy querida suya -replicó, furiosa con él, consigo misma, y retrocedió. Entrecerró los ojos, y dijo con toda la crueldad posible-: No necesito que me diga por qué está aquí. No soy tonta, y ya lo he adivinado: es el bastardo de mi padre, que acude a la lectura del testamento. No tiene más honor que ese sapo que croa por ahí. ¿Piensa ser reconocido, recibir parte del dinero de mi padre?

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