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Linda Howard: Prisionera

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Linda Howard Prisionera

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Annie Parker había viajado al Oeste con el fin de cumplir por fin su sueño de ayudar a los demás. Todo parece marchar según lo previsto hasta que un día irrumpe en su vida un peligroso y atractivo forajido que cambiará su mundo para siempre, y que conseguirá hacerla suya en cuerpo y alma. Rafe McCay, un duro e implacable pistolero, lleva una existencia fría y vacía desde que fue acusado injustamente de asesinato. Malherido, se ve obligado a tomar a Annie como prisionera sin saber que con aquella acción estará sellando su destino. Nunca hubiera podido imaginar que la dulce e inocente joven se metería como fuego bajo su piel… en su sangre… en su corazón… La salvaje y fiera pasión que estalla entre ellos los conducirá por peligrosos caminos en los que ambos podrían encontrar la destrucción… o el amor.

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– Mañana empezaré a usar vendajes de llantén -dijo la joven una vez finalizó su tarea-. Esta noche sólo le pondré emplastos de álsine en dos heridas para que su cuerpo expulse cualquier resto de su camisa que yo no haya visto.

– Mañana ya no estaré aquí -respondió Rafe, haciendo que la joven diera un respingo. Eran las primeras palabras que pronunciaba que había empezado la cura. Annie había tenido la esperanza que se hubiera desmayado, y casi estaba segura de que así había sido. ¿Cómo podía haber soportado aquel dolor sin emitir ningún sonido ni haberse movido en absoluto?

– No puede marcharse -adujo ella con suavidad-. Creo que no es consciente de lo grave que es su estado. Morirá si esas heridas continúan infectadas.

– He llegado hasta aquí por mi propio pie, señora; así que no debo de estar tan enfermo.

Annie apretó la mandíbula.

– Sí, llegó hasta aquí y probablemente también podrá marcharse aunque esté tan enfermo que muchos hombres en su estado estarían en cama. Pero le aseguro que en veinticuatro horas ni siquiera será capaz de arrastrarse, y que, en una semana, seguramente estará muerto. Por otro lado, si me da tres días, conseguiré curar sus heridas.

Los fríos ojos masculinos se abrieron para estudiar la seria expresión de los oscuros ojos de la joven, mientras sentía que el dolor sordo de la liebre recorría todo su cuerpo. Demonios, probablemente ella tenía razón. Aunque fuera una mujer, parecía ser una doctora condenadamente buena. Pero Trahern todavía iba tras sus pasos y no estaba en condiciones de enfrentarse a un cazarrecompensas.

Quizá su perseguidor estuviera tan enfermo como él, sin embargo, cabía la posibilidad de que no fuera así, y Rafe no se arriesgaría a comprobarlo a no ser que no tuviera más remedio.

Necesitaba esos pocos días de descanso y de cuidados que la doctora le ofrecía, aunque era consciente de que no podía permitirse ese lujo. No allí. Si pudiera esconderse en las montañas…

– Haga esos emplastos de los que me ha hablado -le ordenó.

La grave y áspera voz masculina hizo que Annie se estremeciera y que obedeciera sin pronunciar palabra. Arrancó álsine fresca de las macetas de hierbas que cuidaba con tanto esmero y machacó las hojas antes de aplicarlas sobre las heridas. Luego, colocó gasas húmedas sobre las hojas y vendó las heridas con la ayuda de Rafe, que se había sentado sobre la mesa en la última parte del proceso.

Cuando la joven terminó, él cogió su camisa y volvió a ponérsela por la cabeza.

– No se vaya -le pidió la joven con voz llena de preocupación mientras le agarraba del brazo-. No sé por qué cree que debe hacerlo, pero es muy peligroso para usted.

Ignorando la delicada mano femenina, Rafe se quitó la toalla empapada en sangre con la que ella había evitado que se mancharan sus pantalones y bajó de la mesa de reconocimiento. Annie dejó caer la mano a su costado, sintiéndose furiosa e impotente. ¿Cómo podía aquel hombre arriesgar su vida de esa forma después de todo lo que ella había hecho para ayudarle? Y ,¿para qué había acudido entonces en busca de su ayuda, si no tenía intención de seguir sus consejos?

Rafe se metió la camisa por dentro de los pantalones y se los abotonó con calma. Luego, con movimientos igualmente pausados, se abrochó la hebilla del cinturón, colocó el revólver en su funda y volvió a atar la correa de la pistolera alrededor de su musculoso muslo.

Cuando vio que se ponía el abrigo, Annie empezó a hablar precipitadamente.

– Si le doy algunas hojas de llantén, ¿intentará, al menos, mantenerlas sobre las heridas? El vendaje tiene que permanecer fresco…

– Coja lo que necesite -le respondió.

Annie parpadeó confundida.

– ¿Qué?

– Póngase su abrigo. Se viene conmigo.

– No puedo hacer eso. Tengo pacientes que atender y…

Rafe sacó el revólver y le apuntó con él. Annie se calló, demasiado asombrada para continuar y, en medio del silencio, pudo oír claramente el chasquido del percutor al ser levantado.

– He dicho que se ponga el abrigo y que coja lo que necesite -repitió él en un tono que no admitía réplicas.

Sus claros y fríos ojos permanecían indescifrables y el pesado revólver su mano no tembló en ningún momento. Sin dar crédito a lo que sucedía, Annie se puso el abrigo, reunió algo de comida, y metió sus instrumentos médicos y varias hierbas en su maletín de piel negra, bajo aquella mirada glacial que observaba cada uno de sus movimientos.

– Con eso, bastará. -Rafe le arrebató la bolsa de comida y le hizo una señal con la cabeza-. Salga por la parte de atrás y lleve la lámpara consigo.

Annie se dio cuenta de que él debía de haber inspeccionado su casa mientras la esperaba y se sintió inundada por una oleada de furia. Sólo disponía del pequeño cuarto en la parte trasera para sí misma y le molestó sobremanera aquella intrusión en su intimidad. Sin embargo, con el cañón del revólver pegado en el centro de su espalda, parecía ridículo ofenderse; así que salió por la puerta de atrás con él pegado a sus talones.

– Ensille su caballo.

– Todavía no le he dado de comer -replicó Annie. Sabía que era una protesta estúpida, pero, de alguna manera, no le parecía justo esperar que su caballo cargara con ella sin haberlo alimentado antes.

– No quiero tener que repetir mis órdenes continuamente -le advirtió Rafe. Su voz se había convertido en un susurro, haciendo que las palabras sonaran aún más amenazantes.

En silencio, Annie colgó la lámpara en un gancho. Un gran caballo castaño, ya ensillado, esperaba pacientemente junto a su montura.

– No pierda el tiempo.

Una vez que la joven ensilló a su caballo con sus habituales movimientos enérgicos y eficientes, Rafe señaló hacia su espalda.

– Quédese ahí, donde pueda verla bien.

Annie se mordió los labios al tiempo que se movía para obedecerle. Había pensado en esconderse tras su caballo y escabullirse mientras él montaba sobre el suyo, pero aquel desconocido ya había previsto esa posibilidad, y al hacer que se colocara en aquel lugar donde podía verla en todo momento, la había desprovisto de la protección que le ofrecía el animal.

Con los ojos y el revólver fijos en ella, Rafe guió a su montura fuera del corral, se subió a la silla y guardó la bolsa de comida en la alforja. Si Annie no lo hubiera estado observando tan detenidamente, no se habría percatado de los pequeños problemas que tenía cuando el dolor dificultaba sus movimientos.

– Ahora suba a su caballo y no cometa ninguna estupidez. Haga lo que le digo y no le pasará nada.

Annie miró a su alrededor, incapaz de hacerse a la idea de que aquel desconocido pudiera secuestrarla sin más. Había sido un día muy normal hasta el momento en que la había apuntado con su revólver. Si se iba con él, ¿volvería a verla alguien con vida? Incluso si conseguía escapar, tenía serias dudas sobre su propia capacidad de sobrevivir sola en plena naturaleza, ya que había visto demasiado como para tener la ingenua confianza de que volver a Silver Mesa no sería más que un sencillo paseo a caballo. La vida en cualquier lugar lejos de la dudosa protección de una ciudad era terrible.

– Suba al maldito caballo. -El duro y violento tono con que pronunció aquellas palabras dejó patente que a Rafe se le estaba acabando la paciencia; así que Annie saltó sobre la silla a pesar de las dificultades que le presentaba su falda, consciente de que sería inútil protestar o pedirle que le permitiera ponerse una ropa más cómoda.

Siempre había apreciado la ubicación de su casa en los límites de la ciudad, un lugar cómodo, aunque íntimo y aislado de los alborotos de los mineros borrachos que disfrutaban de todo lo que los salones y los prostíbulos les ofrecían hasta bien pasadas las primeras horas de la mañana. Ahora, sin embargo, habría dado cualquier cosa por que, al menos, apareciera un minero borracho, ya que, desde allí, por mucho que gritara, seguramente nadie la escucharía.

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