Linda Howard - El Ángel De La Muerte

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Drea Rousseau, una impresionante belleza con preferencia por los diamantes y los hombres peligrosos, se contentaba con ser la acompañante de Rafael Salinas, un conocido capo del crimen. Entonces, cuando él se la presta a un despiadado asesino, Drea toma una fatídica y desesperada decisión para escapar: le roba una montaña de dinero en efectivo al malévolo Rafael. Aunque Drea huye, Salinas sabe que no puede esconderse y envía al mismo asesino en su persecución.
Dada por muerta, Drea regresa de forma milagrosa al reino de los vivos como una mujer nueva. Tan humillada como entusiasmada con esta inesperada segunda oportunidad, comienza una nueva vida. Pero para sentirse sana y salva, y dejar de mirar de forma nerviosa a su espalda, necesitará abatir al hombre que quiso acabar con su vida, incluso aunque esto signifique unir fuerzas con el hombre más peligroso, pero también más atractivo, que jamás haya conocido…

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Cuando sus cuerpos se tranquilizaron, él se desenredó con dificultad e inmediatamente se separó.

– ¿Puedo usar tu ducha? -preguntó mientras se dirigía hacia el baño.

Drea buscó su voz y susurró:

– Claro. -Un permiso inútil teniendo en cuenta que ya había cerrado la puerta tras él.

Permaneció entre las sábanas revueltas, sabiendo que debía levantarse pero incapaz de transformar el pensamiento en acción. Notaba el cuerpo pesado y sin fuerza, sus párpados estaban entornados por el cansancio. Pensamientos inconexos aparecían y desaparecían. Todo había cambiado, y todavía no sabía exactamente cómo. Desde luego, su tiempo al lado de Rafael se había terminado o estaba a punto de hacerlo, y necesitaba pensar en ello, en qué debía hacer. Sabía lo que quería y eso era algo tan nuevo, tan extraño para ella que apenas podía creérselo.

Salió del baño en diez minutos, con el pelo húmedo y la piel oliendo a su jabón. Comenzó a vestirse en silencio, con una expresión tranquila y lejana, como si estuviera inmerso en sus pensamientos. Ella lo miraba bebiéndose cada centímetro, esperando que la mirara. Lo que habían compartido durante las últimas horas había sido tan intenso que apenas podía recordar cómo había sido su vida antes, un punto de inflexión tan claramente dibujado que era como si todo lo anterior estuviera en las sombras del blanco y negro y lo posterior en tecnicolor.

Ella esperaba, él todavía estaba en silencio. Esperaba, segura de que cuando acabara de vestirse la miraría y le diría… ¿qué? No sabía qué quería que le dijera, sólo sabía que aquel dolor estaba creciendo de nuevo en su pecho, un dolor que amenazaba con ahogarla. No podía continuar con Rafael. Quería más, quería ser más, quería… Dios, quería a este hombre, tan intensamente que no podía permitirse darse plena cuenta de la envergadura y la profundidad del sentimiento.

Él se volvió hacia la puerta sin decir nada y, presa del pánico, ella se irguió súbitamente, sujetando firmemente la sábana a su pecho. No se podía ir de la misma manera que Rafael, como si ella no significara nada, como si ella no fuera nada.

– Llévame contigo -le soltó, volviendo a sentir la humillante quemazón de las lágrimas.

Él se detuvo con la mano en la manilla de la puerta, mirando finalmente hacia ella, con las cejas juntas frunciendo ligeramente el ceño.

– ¿Por qué? -preguntó como con una remota perplejidad, como si no pudiera entender por qué a ella se le había ocurrido una idea tan descabellada-. Una vez es suficiente. -A continuación, se fue, y Drea se quedó en la cama, inmóvil. Se fue tan silenciosamente que ni siquiera oyó abrir ni cerrar la puerta del apartamento, aunque sentía su ausencia, sabía el momento exacto en el que se había ido.

El silencio se cernió sobre ella, profundo y como una tumba. Había cosas que necesitaba hacer, se daba cuenta de ello, pero hacerlas realmente estaba fuera de su alcance. Todo lo que podía hacer era quedarse allí sentada, casi sin respirar, pensando en el desastre en que se había convertido su vida de repente. La habían jodido, en todos los sentidos de la palabra.

Capítulo 3

Cuando el asesino abandonó el ático de Salinas, no cogió el ascensor. En lugar de ello, se dirigió sigilosamente a grandes zancadas hacia una de las escaleras y bajó cuatro pisos. Sacando una llave de su bolsillo, abrió la puerta del apartamento de lujo que había alquilado durante un par de meses. Tenía que vivir en algún sitio y, aunque se mudaba con frecuencia, le gustaba estar cómodo. Cuando no le quedaba más remedio, podía pasar -y pasaba- largos periodos de miserable incomodidad, pero éste no era el caso. Además, le divertía vivir justo debajo de las narices de Salinas.

El silencio lo envolvió como una manta de bienvenida. Únicamente cuando estaba solo se relajaba -al menos más de lo que se relajaba habitualmente-. Las paredes estaban vacías, no porque no se pudiera permitir comprar muebles, sino porque le gustaba el espacio, el vacío. Tenía un sitio para dormir y un sitio para sentarse. Tenía una televisión y un ordenador. La cocina tenía lo justo para arreglárselas. No necesitaba nada más.

Cuando se fuera de aquí, limpiaría todo antes con un disolvente para eliminar cualquier huella que hubiera dejado, luego donaría todos los muebles a la beneficencia. Finalmente, haría que un servicio de limpieza profesional limpiara el apartamento y sería como si él nunca hubiera estado allí.

Se llevaría parte de su ropa aunque, al igual que los muebles, solamente se ponía las cosas unas cuantas veces antes de donarlas. Si un astuto equipo de tecnología forense encontraba un hilo que se le hubiera pasado por alto a él mismo y después al equipo de limpieza, y por un colosal golpe de suerte por parte de los investigadores daban con él, ninguna prenda de su guardarropa encajaría con el hilo.

Su ordenador era su talón de Aquiles, pero no podía realizar las investigaciones previas a cada trabajo sin él, así que hacía lo que podía para reducir el riesgo limpiando el disco duro periódicamente. Después lo desinstalaba e instalaba uno nuevo. Como medida de precaución final, destruía físicamente el disco duro antiguo. Sus rutinas de seguridad le quitaban tiempo, pero simplemente formaban parte de su vida. No se preocupaba por ello, simplemente lo hacía.

Viajaba ligero de equipaje, y viajaba rápido. No tenía apego sentimental a nada, así que no había nada de lo que no pudiera separarse. En cuanto a las personas… eran muy parecidas a sus pertenencias: temporales. Había gente a la que tenía cariño, de manera distante, pero nadie que le provocase ningún tipo de emoción fuerte. Ni siquiera se enfadaba, porque le parecía una pérdida de tiempo. Si el asunto tenía poca importancia, se alejaba; si se trataba de algo que tenía que solucionar, lo hacía con tranquilidad y de forma eficiente, y no perdía el tiempo preocupándose por las cosas después.

Ser un asesino no era algo que le preocupara ni de lo que estuviera orgulloso; simplemente era lo que él era. El asesino era un hombre que se conocía a sí mismo y aceptaba ese conocimiento. No sentía lo que el resto de las personas sentían; las emociones, para él, eran suaves y distantes. Por eso nunca nada anulaba su cerebro. Era tremendamente inteligente y físicamente era fuerte y rápido, con la extraordinaria coordinación óculo-manual que todos los tiradores realmente magníficos poseían. Todo en él encajaba perfectamente con la profesión que había elegido.

Aunque no podía tener principios propiamente dichos -los principios parecían implicar algún tipo de guía moral- sí tenía reglas. Su regla número uno era no matar nunca a un policía. Nunca. Bajo ningún concepto. Nada atraería toda la ira de la ley hacia él tan rápidamente como el haber hecho daño a uno de los suyos. Tampoco aceptaría nunca un caso relacionado con asuntos sentimentales porque no sólo eran engorrosos sino porque además solían ser poco rentables. Sus principales objetivos estaban relacionados con los bajos fondos del crimen, el espionaje industrial o la política. Los primeros, a la policía le traían sin cuidado, la segunda categoría solía ser discreta, y él nunca aceptaba un trabajo relacionado con la política en este país. Eso hacía que su vida se mantuviera tan ordenada y poco complicada como era posible.

Entró en su cuarto y se quitó la ropa, la tiró en una cesta dentro del armario, a continuación entró desnudo en el baño y cuidadosamente retiró el látex color piel de los lóbulos de las orejas. Cambiaba su apariencia constantemente con pequeños retoques, con la teoría de que nunca se era demasiado prudente. Hoy en día las cámaras de seguridad estaban por todas partes, gracias a los cabrones de los terroristas. Él siempre hacía sus deberes y localizaba los lugares más obvios para la instalación de cámaras, asumiendo que lo estaban grabando y calculando los ángulos.

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