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Linda Howard: El Ángel De La Muerte

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Linda Howard El Ángel De La Muerte

El Ángel De La Muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Drea Rousseau, una impresionante belleza con preferencia por los diamantes y los hombres peligrosos, se contentaba con ser la acompañante de Rafael Salinas, un conocido capo del crimen. Entonces, cuando él se la presta a un despiadado asesino, Drea toma una fatídica y desesperada decisión para escapar: le roba una montaña de dinero en efectivo al malévolo Rafael. Aunque Drea huye, Salinas sabe que no puede esconderse y envía al mismo asesino en su persecución. Dada por muerta, Drea regresa de forma milagrosa al reino de los vivos como una mujer nueva. Tan humillada como entusiasmada con esta inesperada segunda oportunidad, comienza una nueva vida. Pero para sentirse sana y salva, y dejar de mirar de forma nerviosa a su espalda, necesitará abatir al hombre que quiso acabar con su vida, incluso aunque esto signifique unir fuerzas con el hombre más peligroso, pero también más atractivo, que jamás haya conocido…

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– No te has corrido -le soltó, dándose cuenta de repente.

Empezó a llevarla de espaldas hacia la puerta de cristal abierta, sujetándola cuando sus pantalones amenazaban con hacerla tropezar.

– Sólo una vez, ¿recuerdas? -dijo con su brillante mirada cálida y violenta a la vez-. Hasta que me corra, todo esto cuenta como una sola vez.

Capítulo 2

En un edificio con vistas al apartamento de Rafael, un agente federal parpadeaba mirando el monitor y anunciaba con tono de asombro:

– Eh, la novia tiene un novio.

Su superior caminó hacia el monitor y se quedó mirándolo, mirando a la pareja del balcón. Silbó.

– Haz que lo sigan de cerca; Salinas acaba de dejar el edificio. Frunció el ceño, analizando las imágenes.

– No recuerdo haber visto antes a ese tío. ¿Podemos identificarlo?

– No creo; al menos no por ahora. No nos ha proporcionado un buen ángulo.

A pesar de ello, el primero de los agentes, Xavier Jackson, hizo bailar los dedos sobre el teclado intentando mejorar la resolución. Salinas había elegido bien su ático; el ángulo, la altura, la distancia, todo pensado para hacer de la vigilancia visual, como mínimo, una tarea difícil -y con todo lo mala que era la vista, lo que se veía desde allí era condenadamente mejor que cualquiera de los sonidos que habían logrado conseguir-. El apartamento no sólo estaba insonorizado, sino que Salinas había instalado además un sofisticado equipo que frustraba todos sus intentos de escuchar alguna cosa. Ni siquiera habían sido capaces de pinchar ninguna de sus líneas, lo que, según Jackson, significaba que Salinas tenía metido en su bien diseñado bolsillo a algún juez de alto nivel. Eso cabreaba sobremanera a Jackson, ya que iba en contra de su sentido de la justicia, de lo correcto y de lo incorrecto. Los jueces eran humanos; podían ser estúpidos, parciales, simplemente malos, pero, joder, se supone que no corruptos.

Congeló una imagen de la pareja y la introdujo en el programa de reconocimiento, aunque no albergaba muchas esperanzas.

Su superior era Rick Cotton; llevaba en el FBI por lo menos veintiocho años, se le había puesto el pelo gris trabajando en el cuerpo. Era un hombre tranquilo, competente en su trabajo, pero sin el suficiente talento para lo que hacía ni lo suficientemente inteligente políticamente hablando para llegar más allá de su actual puesto. Se retiraría dentro de un año, más o menos, cobraría su pensión, y su ausencia no dejaría ningún vacío, pero al mismo tiempo la gente que hubiera trabajado con él lo recordaría como un sólido agente.

Durante sus seis años en el FBI, Jackson había trabajado con gente brillante que era, además, gilipollas, o peor aún, con gandules que eran brillantes lamiendo culos, así que no tenía ninguna queja de Cotton. Había cosas mucho peores en el mundo que trabajar con un hombre decente y competente.

– Esta podría ser nuestra oportunidad -dijo Cotton mientras esperaba a ver si el programa de ordenador le podía poner un nombre a la cara del hombre desconocido.

Hasta ahora, no habían encontrado ninguna grieta en el muro de seguridad de Salinas, pero grabar a su novia montándoselo con otro tío era un elemento de presión que podían usar contra ella. Que se lo montara con alguien dentro sería una oportunidad increíble… No porque fuera a hacer brillar la reputación de Cotton, pues algún agente hábil e inteligente sentado en una oficina encontraría la manera de llevarse todo el mérito y Cotton no protestaría, sino que continuaría trabajando a su manera, duramente y de forma responsable. Jackson pensó que él mismo podría ser ese hábil e inteligente agente, ya que ni de broma dejaría que otra persona se llevase el mérito después de las insoportablemente largas y aburridas horas que él y Cotton habían invertido en esa misión. Sin embargo, no dejaría atrás a Cotton, el hombre se merecía algo mejor que eso.

Jackson no perdía de vista la doble pantalla, buscando un ángulo mejor, pero era como si el muy cabrón supiera exactamente dónde estaban porque ni una sola vez dejó ver algo más que una imagen parcial de su rostro. Su oreja derecha -aunque Jackson congeló una imagen muy buena de la oreja-. Las orejas eran buenas; la forma, el tamaño, la manera en que estaban colocadas en la cabeza y los surcos interiores eran diferentes en cada persona. La gente que se disfrazaba, normalmente se olvidaba de las orejas.

El programa de identificación facial se rindió, diciendo que no había encontrado nada, algo que él ya se esperaba.

– Vamos, mira el pajarito -murmuró al hombre-. Deja que te haga una foto.

Estaba tan concentrado en su tarea que, hasta que Cotton tosió molesto, Jackson no se dio cuenta de lo que estaba mirando.

– Mierda -masculló-. Se la está tirando ahí, al aire libre.

No es que realmente pudiesen ver algo, pero resultaba obvio por la postura de la pareja y sus movimientos lo que estaba sucediendo en el balcón.

Entonces el hombre desconocido se giró dando la espalda a la cámara y echó a andar llevándose a la novia hacia el interior del ático y cerrando la puerta corredera de cristal tras él.

Ni una sola vez les había dejado ver claramente su cara.

Tras la claridad y el calor del balcón inundado por el sol, el ático resultaba agradablemente fresco y oscuro, y privado. Drea se agarró a él buscando un punto de apoyo; sus piernas eran como fideos cocidos y su cerebro parecía una masa blanda. Él inclinó la cabeza para formar una línea de lentos besos a lo largo de su cuello y a través de su clavícula.

– ¿Este sitio está pinchado? -preguntó con ese tono característico grave y a media voz, con sus labios moviéndose contra su hombro mientras murmuraba las palabras en su piel-. ¿Hay alguna cámara?

– Ahora no -contestó Drea, y una aguda oleada de deseo y miedo hizo que se desmoronara por dentro. Había trabajado duro para hacer que la gente la considerase algo ornamental, narcisista y más que una tontita; en resumidas cuentas, inofensiva. El hecho de que la gente la infravalorara era una enorme ventaja para ella… sin embargo él no parecía infravalorarla en absoluto, y eso le gustaba y la asustaba a la vez. Si él podía ver lo que escondían los cerebros detrás de los actos, entonces otros también podían hacerlo. Al mismo tiempo, su sencilla suposición de que ella sabía la respuesta a una pregunta tan crucial alimentó una necesidad cuya presencia no había percibido hasta entonces, el ansia de ser tratada como una igual en ciertos niveles.

En cualquier caso, era demasiado tarde para seguir haciéndose la tonta. Imprudentemente, añadió:

– Antes sí que había, pero llegó a la conclusión de que tener grabado todo lo que hacía podía resultar peligroso para él.

Al principio, Rafael había hecho que la siguieran a todas partes, y las cámaras ocultas la habían grabado en su dormitorio y también en su baño. No tenía ningún tipo de privacidad, y ella simplemente había seguido la corriente, continuando con sus actividades completamente inocuas y aburridas. Llevaba con él casi cinco meses cuando, por casualidad, le oyó decirle a Orlando Dumas, su lince de la electrónica, que se deshiciera de todas las cámaras y micrófonos y que quemase las cintas. Orlando no se había tomado la molestia de explicarle que todo era digital y que no había cintas, pero Drea se había reído mucho en privado a costa de Rafael.

Si Rafael quería saber con qué asiduidad se hacía la manicura e iba a la peluquería, de acuerdo, que malgastara su tiempo haciendo que la siguieran. Iba de compras, veía la televisión y solía ir a la biblioteca más cercana a echar un vistazo a los libros de gran formato ilustrados de otros países. Estudiaba con detenimiento las fotografías y leía a Rafael fragmentos sobre diferentes costumbres y características geográficas de forma deliberadamente meticulosa, hasta que él, perdiendo la paciencia, le dijo que no le interesaban los hurones ni los lémures ni tampoco cuál era la catarata más alta del mundo. Drea se las había arreglado para parecer ligeramente dolida, pero a partir de entonces se guardó los fragmentos para ella misma. Poco tiempo después, él hizo que dejaran de seguirla cuando salía del ático.

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