Linda Howard - El Ángel De La Muerte

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Drea Rousseau, una impresionante belleza con preferencia por los diamantes y los hombres peligrosos, se contentaba con ser la acompañante de Rafael Salinas, un conocido capo del crimen. Entonces, cuando él se la presta a un despiadado asesino, Drea toma una fatídica y desesperada decisión para escapar: le roba una montaña de dinero en efectivo al malévolo Rafael. Aunque Drea huye, Salinas sabe que no puede esconderse y envía al mismo asesino en su persecución.
Dada por muerta, Drea regresa de forma milagrosa al reino de los vivos como una mujer nueva. Tan humillada como entusiasmada con esta inesperada segunda oportunidad, comienza una nueva vida. Pero para sentirse sana y salva, y dejar de mirar de forma nerviosa a su espalda, necesitará abatir al hombre que quiso acabar con su vida, incluso aunque esto signifique unir fuerzas con el hombre más peligroso, pero también más atractivo, que jamás haya conocido…

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¿Por qué tenía tanto frío? Sentía el aire helado, pero no tenía tiempo de pararse a ajustar el termostato. Tras devolver el Febreze a la cocina, juntó toda la ropa esparcida y metió las prendas en el baño con ella, donde las tiró descuidadamente al suelo, como solía hacer. Después, abrió el agua de la ducha, hasta que estuvo tan caliente como era capaz de soportar, se metió dentro y se enjabonó con rapidez, eliminando el olor y la pegajosidad. Finalmente, el agua la hizo entrar un poco en calor.

¡Piensa! Tenía que pensar.

No era capaz. La rabia bullía dentro de ella como el alquitrán espeso, cubriendo su cerebro con una gélida negrura. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¡Estúpida, estúpida, estúpida ! Estaba enfadada consigo misma. A esas alturas ya tendría que haber dejado de creer en esa mierda de cuentos de hadas de ser felices para siempre, pero pasaba unas horas con un tío cualquiera que sabía usar su polla y lo único que se le ocurría era pedirle que la llevara con él. No, no era simplemente «un tío cualquiera», era un hombre que mataba con la facilidad con que la gente se lavaba los dientes.

El ridículo oprimió su pecho hasta que se sintió al borde de la asfixia. ¿Qué se había creído? ¿Que porque él había ido poco a poco y se lo había tomado con calma asegurándose de que se corriese, se había enamorado de ella? Sí, claro. Su técnica era diferente, eso era todo. Como cualquier otro hombre con los que había estado, una vez que hubo conseguido lo que quería, perdió el interés.

La humillación la estaba devorando como un animal hambriento. ¿Por qué no había podido simplemente disfrutar del sexo y haber evitado involucrarse emocionalmente? En lugar de ello, había actuado como la niña ingenua y estúpida que había sido con quince años, cuando creía que un hombre le solucionaría la vida en lugar de joder más las cosas. Por lo menos la juventud había servido de excusa la primera vez que se había convertido en una estúpida por culpa de un hombre y había acabado sola y embarazada -y luego solamente sola-. Ahora no. Esta vez no.

Se enjuagó y salió de la ducha y, a pesar de que le provocaba una repugnancia casi nauseabunda, se obligó a sí misma a usar la toalla que el asesino había utilizado. Rafael se fijaba en los detalles, y demasiadas toallas podrían ser una prueba obvia.

Sentía las ráfagas del aire acondicionado gélidas en su piel desnuda y comenzó a temblar de nuevo mientras se secaba el cabello húmedo con la misma toalla, que ya estaba demasiado húmeda para servir de algo. Lanzando la toalla hacia un lado, cogió el grueso albornoz que estaba colgado de una percha y se lo puso, a continuación se dirigió hacia el tocador de mármol para coger su cepillo y peinarse.

Mientras miraba fijamente el espejo, se dio cuenta de que tenía la cara húmeda y, con sorpresa ausente, se dio cuenta de que estaba llorando. Otra vez. Dos veces en un solo día debía de ser un récord para ella.

No lloraría por ello. Llorar no ayudaba una mierda. Aun así se secó las lágrimas de las mejillas.

Volvieron a brotar. Se quedó allí de pie, mirando a la mujer del espejo y los lentos surcos de lágrimas deslizándose por su cara y tuvo la desorientadora sensación de que estaba mirando a otra persona, a alguien que había desaparecido hacía mucho tiempo. Su cara estaba pálida, la expresión de sus ojos era dura. Sin maquillaje y con la larga melena retirada de la cara, ella era la mujer cuyo bebé había muerto y se había llevado todos sus sueños con él.

Drea huyó del baño, asfixiada de amargura. Tenía que secarse el pelo y maquillarse, ponerse lo más guapa y sexy posible, pero no se sentía capaz. Mirarse en el espejo el tiempo suficiente para hacerlo - no podía.

La inercia la llevó hacia la sala, donde sus fuerzas flaquearon y se detuvo, con la cabeza caída como un juguete de cuerda con un muelle roto. ¿Y ahora qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer?

Estaba helada. Un frío mortal parecía atravesarla y enroscarse alrededor de ella, convirtiendo su temblor en escalofríos que hacían castañetear sus dientes. Aunque el suelo estaba enmoquetado, sus pies desnudos estaban helados y sin sangre, el esmalte de color magenta contrastaba con su piel sin color. Odiaba el color de aquel esmalte, odiaba cómo se había visto cuando él le había puesto los pies sobre sus hombros.

Un sonido primigenio y gutural brotó de su pecho mientras ella intentaba alejar el recuerdo, y se dirigió tambaleante hacia las puertas correderas y hacia el balcón, hacia la calidez que éste ofrecía.

Apenas era capaz de sentir el tranquilizador calor de las baldosas de piedra bajo sus pies. Además del calor, el balcón también ofrecía recuerdos que no quería, que no podía soportar. Evitó mirar hacia la barandilla en la que había estado antes y en lugar de ello se hundió en el suelo embaldosado y apoyó la espalda contra la pared. El brillante sol había calentado también los ladrillos y el reconfortante calor empezó a penetrar en su piel. Dejando escapar un gemido de alivio, acercó las piernas hacia el pecho y se tapó con el albornoz, cubriéndose por completo, y se inclinó hacia adelante para apoyar la frente en las rodillas.

Los asfixiantes sollozos fluyeron libremente, nacidos de una desesperación tan profunda que no alcanzaba a entenderla, igual que su propia reacción. ¿Qué le sucedía? Nunca se dejaba llevar de esa manera; ella siempre estaba maniobrando, dirigiendo, buscando una oportunidad. Necesitaba reponerse, hacer un esfuerzo para seducir a Rafael.

¡No! La palabra brotó desde su subconsciente, retumbando en todo su cuerpo. La ferocidad de la instintiva reacción la sorprendió; ella nunca se permitía tener sentimientos tan intensos hacia nada. Entonces, llegó a una conclusión en su interior y sintió que se trataba de un hecho incuestionable. Ella y Rafael habían terminado, se había acabado. Él la había prestado como si no fuera nadie para él: como si no fuera nadie, punto.

Lo odiaba, lo odiaba incluso más que a sí misma. Se había subyugado a él por completo, se había mordido la lengua y había sonreído y le había seguido la corriente, no importaba lo que quisiera. ¿Y para qué? ¿Para que la tratase como si fuera una vulgar ramera? Tembló con una necesidad primitiva de hacerle daño, de ver su sangre, de maltratarlo físicamente y morderlo y arañarlo.

No podía hacerlo; lo sabía. Sus gorilas la matarían en el acto o se la llevarían a rastras para hacer lo que quisieran con ella. El hecho de admitir su propia impotencia en relación a él era, si cabía, más mortificante.

La parte cruelmente lógica de su cerebro le ordenaba que se tranquilizara y que simplemente se hiciera cargo de la situación. Pero ella no parecía ser capaz de acabar con todos esos turbulentos sentimientos. Eran como olas gigantes que se estrellaban contra sus muros protectores y estaba a punto de hundirse por tercera vez.

Rafael tenía que pagárselas. No sabía cómo, pero tenía que hacer que se las pagara. No podría vivir si dejaba que se fuera habiéndola hundido en la mierda de la manera que lo había hecho. No importaba hasta qué punto la maltratara la vida, ella siempre se las había arreglado para convencerse de que, por lo menos, no se había visto obligada a prostituirse. Se había considerado la amante de Rafael, no su puta, lo que probablemente era hilar demasiado fino, pero desde su punto de vista era un hilo fino jodidamente importante.

Esa ilusión ya no la reconfortaba. Para él, ella no era más que un bien con el que comerciar a cambio de un servicio, y el espejo en el que se reflejaba le devolvía sólo lo que él veía. Todo su cuerpo se estremecía por la intensidad de sus sollozos, su garganta estaba sometida a una presión tal que empezaba a asfixiarse, pero tenía el estómago vacío y los espasmos le producían sólo arcadas secas.

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