Estaba tan enfadada que decidió empaquetar sus cosas y cobrarle una noche extra por las molestias. No tenía demasiado tiempo libre y no podía estar preocupándose por los clientes que saltaban por la ventana, ni hoy ni ningún otro día.
Pero antes tenía que encender la cafetera y prepararse para la llegada masiva de clientes para desayunar. La enorme casa estaba en silencio, sólo se oía el segundero del reloj de pie del pasillo y, a pesar de que tenía mucho trabajo, Cate disfrutaba de la paz de aquellas tempranas horas en que era la única persona despierta en la casa y podía estar sola. Esos instantes eran los únicos en que tenía la oportunidad de pensar sin las constantes interrupciones de los niños y los clientes; si le apetecía, podía hablar sola o escuchar música mientras trabajaba. Sherry llegaba poco antes de las siete y, a las siete y media en punto, los gemelos bajaban las escaleras corriendo, hambrientos como si fueran osos que acabaran de despertar del periodo de hibernación. Sin embargo, aquellas dos horas eran únicamente para Cate. De hecho, incluso se despertaba un poco antes de lo necesario para no tener que ir con prisas y poder saborear mejor aquellos instantes.
Como le sucedía a veces, se descubrió preguntándose si Derek habría aprobado su decisión de mudarse a Trail Stop.
Esta zona le gustaba mucho, pero como visitante, no como vecino. Y a los dos les había encantado la pensión cuando se alojaron en ella. Los recuerdos de los buenos momentos que compartieron allí (las eternas y duras escaladas de día, regresar a la pensión agotados y emocionados, dejarse caer en la cama y descubrir que no estaban tan agotados…) habían pesado bastante a la hora de buscar un lugar más barato que Seattle.
Aquí se sentía cerca de él. Aquí habían sido muy felices. Y, aunque también lo habían sido en Seattle, allí es donde Derek murió y la ciudad le recordaba aquellos terribles últimos días. A veces, cuando todavía vivía allí, los recuerdos la asaltaban y era como si estuviera reviviendo la pesadilla.
Por esta calle pasó camino del hospital. Allí se paró para recoger su traje en la tintorería, sin imaginar que lo enterrarían con ese mismo traje. Aquí se compró el vestido que llevó en el funeral, el vestido que había tirado a la basura en cuanto llegó a casa, llorando, maldiciendo e intentando rasgarlo desde el cuello hasta los bajos. La cama de casa era donde él estuvo tendido, hirviendo de fiebre, hasta que dejó que ella lo llevara a urgencias… cuando ya era demasiado tarde. Después de la muerte de Derek, Cate jamás había vuelto a dormir en esa cama.
Los recuerdos y los problemas económicos la alejaron de Seattle. Echaba de menos la ciudad, las actividades culturales, el bullicio de las calles, los canales y los barcos. Su familia y amigos estaban allí, pero la primera vez que pudo escaparse a visitarlos llevaba ya tanto tiempo en Trail Stop, trabajando en la casa, instalándose e intentando mejorar el negocio de cualquier forma posible, que ya era más de aquí que de allí. Ahora era una turista en su ciudad natal y su hogar estaba… aquí.
Por supuesto, para los niños Trail Stop siempre había sido su hogar. Eran tan pequeños cuando se instalaron aquí que ni siquiera tenían recuerdos de vivir en ningún otro sitio. Cuando fueran mayores y la pensión funcionara mejor (¡por favor, Señor!), tenía la intención de llevarlos a visitar a sus padres más a menudo, en lugar de obligarlos a ellos a viajar. En Seattle, podría llevarlos a conciertos, partidos de béisbol, al teatro y a museos y ampliar su abanico de experiencias para que supieran que la vida era mucho más que esta comunidad al final de la carretera.
No negaba las ventajas de vivir aquí. En un lugar tan pequeño donde todos se conocían, los niños podían jugar tranquilamente en la calle mientras ella los vigilaba desde la ventana. Todo el mundo los conocía, sabía dónde vivían y nadie dudaría en devolverlos a casa si se los encontraba jugando demasiado lejos. Los niños sólo tenían una tarea: recoger los juguetes al final del día, y su jornada constaba de horas y hora de juegos y culminaba con un cuento y breves y repetitivas lecciones sobre letras, números, colores y las pocas palabras cortas que podían leer. Los bañaba a las siete y media, los acostaba a las ocho y, cuando los arropaba, veía a unos niños cansados y satisfechos, y muy tranquilos. Cate había trabajado mucho para ofrecerles aquella tranquilidad y estaba feliz de que, por ahora, tuviesen todo lo que necesitaban.
La otra gran ventaja de vivir aquí era la belleza que los rodeaba. El paisaje era majestuoso y sobrecogedor y casi increíblemente escarpado. Trail Stop era, literalmente, el final de la carretera. Si querías seguir, tenías que hacerlo a pie, y el camino no era fácil.
Trail Stop se levantaba en una pequeña lengua de tierra que sobresalía del valle como un yunque. A la derecha quedaba el río, ancho, helado y peligroso, con rocas puntiagudas que asomaban entre la espuma. Ni siquiera los amantes del canoismo más extremo se atrevían a navegar por estos rápidos; empezaban la aventura unos quince kilómetros más abajo. A ambos lados se levantaban las montañas Bitterroot y las paredes verticales que Derek y ella habían escalado o habían intentado escalar y habían acabado desistiendo porque eran demasiado difíciles para ellos.
Básicamente, Trail Stop estaba en una caja con una carretera de gravilla que la unía al resto del mundo. Aquella geografía tan peculiar los protegía de los aludes pero, a veces, durante el invierno, Cate oía cómo se partían los bloques de nieve y caían por las colinas y se le estremecía el corazón. La vida aquí era complicada, pero la imponente belleza natural compensaba los inconvenientes y la ausencia de oportunidades culturales. Echaba de menos estar cerca de su familia, pero aquí su dinero daba para más cosas. Quizá no había tomado la mejor decisión pero, en general, estaba satisfecha con el paso que había dado.
Su madre entró bostezando en la cocina y, sin mediar palabra, se acercó al armario, sacó una taza y fue al comedor a servirse un café. Cate miró el reloj y suspiró. Las seis menos cuarto; esta mañana, sus dos horas de soledad se habían visto reducidas considerablemente, pero la recompensa era que pasaría un rato con su madre sin los niños alrededor reclamando la atención de su Mimi. Esto también estaba compensado. Echaba de menos a su madre y deseaba que pudieran verse más a menudo.
Con la cara prácticamente escondida tras el café, Sheila volvió a la cocina y, con un suspiro, se sentó a la mesa. No era muy madrugadora, así que Cate suponía que se había puesto el despertador tan temprano para poder estar un rato a solas con su hija.
– ¿Qué magdalenas haces hoy? -preguntó Sheila con una voz muy ronca.
– De mantequilla de manzana -respondió Cate con una sonrisa-. Encontré la receta en Internet.
– Apuesto a que la mantequilla de manzana no la encontraste en el colmado de mala muerte que hay al otro lado de la calle.
– No, lo pedí por Internet en una tienda de Sevierville, en Tennessee -Cate ignoró la indirecta, en primer lugar, porque era verdad y, en segundo lugar, porque si se hubiera ido a vivir a Nueva York, su madre también habría encontrado defectos a la ciudad de los rascacielos, porque su problema era que quería tener a su hija y a sus nietos cerca.
– Tanner ya habla un poco más -comentó Sheila a continuación mientras se apartaba un mechón rubio de la cara. Era una mujer muy guapa y Cate siempre quiso haber heredado la cara de su madre y no aquella mezcla de rasgos que lucía.
– Cuando quiere. He llegado a la conclusión de que calla para que Tucker hable y se meta en líos él sólito -con una sonrisa, le explicó lo que había pasado con las herramientas del señor Harris y cómo Tanner había aprendido, no sabía cómo, las reglas básicas de la aritmética y supo que sólo le quedaban ocho minutos en la silla de castigo.
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