No tenía ninguna garantía. Sabía que, aunque Derek estuviera vivo, habría problemas; pero la diferencia es que no estaría sola para afrontarlos.
Cuando su marido murió, Cate se obligó a seguir adelante por los niños y encerró el dolor en una cárcel de su interior donde podía tenerlo controlado hasta que se quedaba sola por las noches. Durante semanas y meses se pasó las noches llorando. Sin embargo, durante los días se centraba en sus hijos, en sus necesidades y, tres años después, todavía seguía funcionando igual. El tiempo había moldeado el afilado cuchillo del dolor, pero no lo había hecho desaparecer. Pensaba en Derek casi cada día, cuando veía sus expresiones reflejadas en las alegres caras de sus hijos. Encima de la cómoda de su habitación tenía una foto de los tres. De mayores, los chicos la mirarían y sabrían que era su padre.
Cate había pasado siete años maravillosos a su lado y su ausencia le había dejado un vacío enorme en su vida y en su corazón. Los chicos jamás lo conocerían y eso era algo que ella no podía devolverles.
Su madre llegó poco después de las cuatro de la tarde. Cate la estaba esperando y en cuanto el Jeep Liberty negro apareció en el aparcamiento, los niños y ella salieron a recibirla.
– ¡Aquí están mis niños! -gritó Sheila Wells, mientras salía del coche y se agachaba para abrazar a sus nietos.
– Mimi, mira -dijo Tucker, enseñándole el coche de bomberos de juguete que tenía.
– Mira -repitió Tanner, enseñándole un camión basculante amarillo. Los dos habían elegido su juguete preferido para enseñárselo.
Y ella no los decepcionó.
– Madre mía. No he visto un coche de bomberos y un camión basculante tan bonitos en… bueno, en la vida.
– Escucha -dijo Tucker cuando encendió la sirena.
Tanner hizo una mueca. Su camión no tenía sirena, pero la parte de atrás se levantaba y, cuando abría la puerta, todo lo que había dentro caía. Se agachó, lo cargó con gravilla, lo colocó encima del coche de bomberos de Tucker y vació la gravilla encima del juguete de su hermano.
– ¡Eh! -Tucker gritó, indignado, y empujó a su hermano. Cate intervino antes de que empezaran a pelearse.
– Tanner, eso no se hace. Tucker, no puedes empujar a tu hermano. Apaga esa sirena. Dadme los coches. Los guardaré en mi habitación; no podréis jugar con ellos hasta mañana.
Tucker abrió la boca para protestar, pero vio cómo su madre arqueaba una ceja a modo de advertencia y se volvió hacia Tanner:
– Siento haberte empujado.
Tanner también miró a su madre y pareció pensar que, después del castigo de la mañana, no era aconsejable tirar más de la cuerda.
– Y yo siento haber vaciado las piedras sobre tu coche -dijo, con aire magnánimo.
Cate apretó los dientes para contener una carcajada y su mirada se cruzó con la de su madre. Sheila tenía los ojos muy abiertos y la mano delante de la boca; sabía perfectamente que había momentos en que una madre no puede reírse. Se le escapó la risa, pero enseguida la camufló levantándose y abrazando a su hija.
– Estoy impaciente por explicarle esto a tu padre -dijo.
– Ojalá hubiera venido contigo.
– Quizá la próxima vez. Si no puedes venir a casa por Acción de Gracias, seguro que viene conmigo.
– ¿Y Patrick y Andie? -Patrick era su hermano pequeño y Andie, diminutivo de Andrea, era su mujer. Sheila abrió el maletero del Jeep y empezaron a sacar el equipaje.
– Ya les he dicho que seguramente pasaremos Acción de Gracias aquí. Si estamos invitados, claro. Si tienes las habitaciones llenas, nada.
– Tengo dos reservas para ese fin de semana, así que todavía tengo tres habitaciones libres, o sea que ningún problema. Me encantaría que Patrick y Andie pudieran venir.
– Si Andie dice que vendrá a pasar Acción de Gracias aquí en lugar de a su casa, a su madre le da algo -comentó Sheila, muy mordaz. Quería mucho a su nuera, pero la consuegra ya era otra historia.
– Queremos ayudar -dijo Tucker mientras intentaba tirar de una maleta.
Como la maleta pesaba mucho más que él, Cate sacó una maleta con ruedas.
– Tomad, cogedla entre los dos. Pesa mucho, así que id con cuidado.
– Seguro que podemos -dijo el niño, mientras miraba a su hermano con decisión. Cada uno cogió un asa y gruñeron por el esfuerzo de transportar la maleta.
– Pero qué fuertes que sois -dijo Sheila, y los niños sacaron pecho, satisfechos.
– Hombres -murmuró Cate entre dientes-. Son tan simples.
– Cuando no le buscan tres pies al gato -añadió su madre.
Mientras subían los dos escalones del porche, Cate miró a su alrededor. El señor Layton todavía no había vuelto. No quería cobrarle una noche de más; además, como el siguiente huésped no llegaba hasta mañana, no era ningún problema que Layton no se hubiera marchado a las once, pero estaba molesta. ¿Y si regresaba por la noche, cuando ya había cerrado con llave? No daba las llaves a los huéspedes, así que tendría que despertarla, y quizá también a los niños y a su madre, o podía entrar como había salido: por la ventana. Aunque, ahora que lo pensaba, había cerrado la ventana, así que esa opción quedaba descartada. Se dijo que si los molestaba mientras dormían, le cargaría una noche extra en la tarjeta. Además, ¿en qué otro sitio iba a dormir?
– ¿Qué pasa? -le preguntó Sheila al ver su gesto de preocupación.
– Un huésped se ha marchado esta mañana y no ha vuelto para pagar -bajó la voz para que los chicos no la oyeran-. Ha salido por la ventana.
– ¿Pretendía irse sin pagar?
– No, tengo su tarjeta de crédito, así que pagará. Y sus cosas siguen aquí.
– Es muy extraño. ¿Y no te ha llamado? Aunque dudo que pudiera hacerlo, porque no hay cobertura para móviles.
– Hay teléfonos públicos -respondió Cate, con cautela-. Y no, no me ha llamado.
– Si no se ha puesto en contacto contigo mañana por la mañana, empaqueta sus cosas y véndelas por eBay -le dijo Sheila mientras seguía a los niños hasta el interior de la pensión.
Era buena idea, aunque seguramente debería darle más de un día para reclamar sus pertenencias.
Había tenido huéspedes que le habían pedido cosas muy extrañas, pero este era el primero que se marchaba y dejaba todas sus cosas en la habitación. Tuvo una sensación extraña y se preguntó si debería avisar a la policía. ¿Y si el pobre hombre había tenido un accidente y estaba tirado en alguna cuneta? Pero Cate no tenía ni idea de hacia dónde podía haber ido y, a pesar de que sólo había una carretera, a unos veinte kilómetros había una intersección a partir de la cual podría haber ido en cualquier dirección. Además, había salido por la ventana como si estuviera huyendo de algo. Quizá su ausencia era deliberada y, después de todo, no le había pasado nada.
Tenía su número de teléfono, porque era obligatorio escribirlo en el formulario de la reserva de la habitación. Si mañana no había vuelto, lo llamaría. Y cuando todo ese asunto se hubiera solucionado, le dejaría muy claro que no podía volver a alojarse en su pensión nunca más. El misterioso, o chalado, señor Layton conllevaba muchos problemas.
Cate se levantó a las cinco de la mañana para empezar con los preparativos del día. Lo primero que hizo fue asomarse a la ventana, que daba al aparcamiento, para comprobar si el señor Layton había regresado de noche y estaba durmiendo en el coche, puesto que no había oído ningún golpe en la puerta principal. Sin embargo, los únicos vehículos que había eran su Ford Explorer rojo y el coche de alquiler de su madre; ni rastro del señor Layton. ¿Dónde diablos estaría ese hombre? Al menos, podría haberla llamado y decirle… algo: cuándo regresaría o, en caso contrario, qué debía hacer con sus cosas.
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