Jessica Hart - Un Trato Justo

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Aunque Polly Armstrong y Simon Taverner se conocían desde la infancia, nunca se habían llevado bien. Ella había crecido pensando que él era un esnob y a él nunca le había gustado la desorganizada vida que ella llevaba. Por eso, no era de extrañar que cuando Polly se quedó sin trabajo y Simon le ofreció ayuda, ella la rechazara. Sin embargo, poco después, Simon le propuso un trato que sí fue de su agrado: él la ayudaría económicamente si ella accedía a ser su prometida durante unos días.
Vivir con Simon no resultó ser la pesadilla que ella había imaginado. Incluso parecía haber cierta química entre ellos… De hecho, lo único que podía impedir que aquel compromiso fuera permanente era la verdadera prometida de Simon, ¡si es que ésta era la verdadera!

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– ¿Me puedo duchar? -preguntó Polly, poniéndose de pie, mientras él no dejaba de recordar el tacto de su cuerpo entre sus propios brazos.

– Sólo si me prometes recoger todo esto cuando salgas.

Polly se limitó a desaparecer en el cuarto de baño. Simon no podía apartar la vista de la puerta, sobre la que parecía que la imagen de ella parecía persistir. Se podía oír el ruido del agua corriendo y la voz de Polly canturreando. Simon se sorprendió al imaginársela, con toda claridad en la bañera, con el agua corriéndole por todo el cuerpo.

De repente, Simon de puso de pie. Aquello era sólo culpa suya por haberle tomado el pelo en casa de los Sterne. Si no lo hubiera hecho, nunca se hubiera visto en aquella fiesta y nunca hubiera tenido que pretender que estaba prometido con ella. Hubiera podido cenar solo y pasar la noche con tranquilidad. En vez de eso, se sentía inquieto e irritado.

Dando vueltas por la habitación, Simon apartó una de las bolsas de Polly de una patada. Sólo llevaba en aquella habitación unos pocos minutos y había transformado el elegante apartamento en una leonera. Aquel desorden le irritaba, lo mismo que el hecho de que no podía ignorar la vibrante presencia de ella en aquella habitación.

– ¡Me podría acostumbrar fácilmente a este tipo de vida! -exclamó Polly, cuando salió unos minutos después del cuarto de baño-. ¡Mira, tenemos albornoces! -añadió, dándose una vuelta para que él pudiera admirar cómo le quedaba-. ¿No es maravilloso? También hay uno para ti. ¿Crees que nos los podemos quedar?

– Lo dudo -replicó Simon, esperando que ella no notara la tensión que tenía en la voz.

La visión de Polly envuelta en aquel albornoz, con el pelo húmedo cayéndole por los hombros, con los ojos alegres y la piel brillante le había pillado totalmente desprevenido. Además, bajo aquel esponjoso y suave albornoz, estaba, sin duda, desnuda.

– Es una pena. ¿Te ocurre algo? -preguntó, notando la extraña expresión en los ojos de Simon.

– Nada -respondió él, aclarándose la garganta.

Cuando él salió del cuarto de baño, ella estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, vestida con una larga camiseta. Estaba secándose el pelo cabeza abajo y se lo cepillaba vigorosamente. Había hecho el esfuerzo de poner todas las bolsas en un montón, pero todavía parecía que un tornado acababa de pasar por aquella habitación.

Mientras atravesaba la habitación, Simon la contempló, absorta mientras se cepillaba el pelo y se dio cuenta de que sólo era Polly. No había ninguna razón para sentir un nudo en la garganta por verla en albornoz.

Había madurado un poco, pero seguía siendo la misma niña mimada y alocada que siempre había conocido. Si no hubiera estado cansado e irritado, nunca se habría dado cuenta de que la niña de largas piernas se había convertido en una mujer.

Con un cepillado final, Polly levantó bruscamente la cabeza y miró a Simon con picardía.

– Me estaba preguntando si debería llamar a mi madre -dijo ella-. ¡Estaría encantada de saber que estaba pasando la noche contigo!

– Me parece que eso sería la última cosa que le gustaría oír -respondió él, aún más enfadado consigo mismo al ver que ella se lo estaba tomando todo a broma.

– ¡Venga ya, Simon! Sabes que el sueño de su vida es que yo me case contigo y a tu madre le pasa lo mismo. Nunca han podido superar el hecho de que tú aceptaste mi proposición matrimonial cuando tenía cuatro años. Cuando están juntas, no dejan de pensar en eso de «no sería maravilloso si…», especialmente ahora que Emily se ha casado y Charlie está prometido.

– Estoy seguro de que ya se han dado cuenta de que ese sueño no se va a hacer realidad -replicó Simon, tirando los pantalones encima de una silla-. Sólo tienen que recordar el desfile de novios que has tenido hasta ahora para ver el gusto que tienes, si se le puede llamar así. Todos han sido alegres, con físico de jugadores de rugby. Todo músculos y ni pizca de cerebro.

– Tal vez mi gusto haya cambiado -dijo ella, algo distante, sin dejar de cepillarse el pelo-. Philippe no es así.

– Tampoco es tu novio.

– No, pero me puedo dar el gusto de soñar, ¿no? ¿Crees en el amor a primera vista?

– No.

– Creo que me enamoré de Philippe en el instante en que lo vi -confesó ella, con aire soñador-. Solía contar las horas cuando sabía que él iba a venir de visita. Nunca he conocido a nadie tan atractivo. Todos mis novios han sido unos niños, pero Philippe es un hombre de verdad. Y no es sólo guapo. Es muy culto y encantador. Todo lo que tiene que hacer para que te sientas como una reina es mirarte. Me pregunto si volveré a verlo…

– A mí me parece que tienes otras cosas mucho más importantes que pensar que en Philippe Ladurie -le espetó Simon, algo molesto-. La última vez que lo vi estaba de lo más ocupado con una pelirroja espectacular.

– Me acuerdo -admitió Polly con tristeza-. Estuvo detrás de él toda la fiesta.

– Pues a juzgar por la actitud que tenía con él, estoy seguro de que le atrapó. Si yo fuera tú, no perdería más el tiempo pensando en Philippe Ladurie. No te conviene. Lo que tienes que hacer -le aconsejó él mientras abría su maleta-, es pensar en lo que vas a hacer mañana.

– ¿Y no puedo pensarlo mañana? Ahora no puedo hacer nada y estoy segura de que se me ocurrirá algo.

Simon gruñó, poco convencido del optimismo de ella, y se sacó la camisa por la cabeza, poniéndola encima de la tapa de la maleta. Polly no pudo evitar contemplar su espalda desnuda mientras estaba de pie allí, sólo vestido con un par de boxers azules claros. La mano que sujetaba el cepillo se le detuvo y fue bajando poco a poco.

Nunca antes había sido tan consciente del cuerpo de Simon. Si alguien le hubiera pedido que lo describiera, ella probablemente hubiera dicho que era algo debilucho. Pero aquellos anchos hombros no tenían nada de debiluchos, al igual que el resto de su cuerpo.

Tenía las piernas rectas y fuertes. Polly recordó cómo él la había levantado sin ninguna dificultad para meterla en el hotel y tuvo la urgente necesidad de ir a acariciarle la espalda y sentir la calidez de sus músculos bajo la piel.

Sin darse cuenta de que ella lo estaba observando, Simon se dio la vuelta de repente. Algo azorada, Polly siguió cepillándose el pelo, inclinando la cabeza para ocultar el repentino rubor de las mejillas.

– ¿Es que no has terminado de acicalarte todavía? -preguntó él, con una mirada irritada, mientras apartaba la colcha y se metía en la cama-. Nunca he conocido a nadie que pase tanto tiempo cepillándose el pelo.

Polly pensó que Helena probablemente no lo necesitaba. Seguro que tenía el tipo de pelo que siempre estaba en su sitio, incluso durante la noche. Se aclaró la garganta, algo avergonzada de meterse en la cama con él.

– Yo… tengo que ir al cuarto de baño -dijo ella, saliendo disparada.

El compartir cama con Simon había parecido la solución ideal al principio, en el vestíbulo del hotel, pero en aquellos momentos, no le parecía tan buena idea. Si por lo menos no se hubiera dado cuenta del cuerpo que tenía él… Incluso le parecía que no estaba nada bien haberse fijado en algo así cuando se trataba de Simon.

Al salir del cuarto de baño, Polly miró el sofá. Tal vez debería dormir allí. Pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión, sobre todo cuando se había mostrado tan relajada ante aquella idea.

Polly intentó convencerse de que no estaba nerviosa. Aquella situación era ridícula. Todo lo que tenía qué hacer era compartir una cama enorme con alguien que conocía desde que era una niña. Y sólo era una noche. ¿Cuál era el problema?

Al llegar a la cama y tras apagar todas las luces, menos la de la mesilla de noche, vio que Simon estaba tumbado sobre la espalda, con las manos detrás de la nuca. Él tenía un aspecto totalmente relajado, y, obviamente, no le preocupada en lo más mínimo compartir la cama con ella.

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