Lyall se bebió todo el té y dejó la taza.
– ¿Qué me dices?
– Creo que no es asunto tuyo, pero sí, era Alan.
– ¿El hombre que te hace tremendamente feliz?
Jane apretó los dientes.
– Sí.
– No parecías muy feliz -continuó Lyall, pensativo-, pero no puedo decir que me sorprenda, no era tu tipo.
– No me gusta tener que decir cosas evidentes, ¡pero tú no sabes cuál es mi tipo!
– Yo solía ser tu tipo -recordó Lyall suavemente.
– Eso fue hace mucho tiempo -dijo Jane con un rubor en las mejillas, y se dio la vuelta para mirar un macizo de rosas-. Yo era joven y tonta y no sabía nada, pero he madurado en estos diez años. No buscas las mismas cosas en un hombre cuando tienes veintinueve años, que cuando tienes diecinueve.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo amabilidad, confianza, seguridad… ¡Nada de lo que se pueda asociar contigo!
– Quizá yo haya madurado también -sugirió Lyall, y Jane lo miró por encima del hombro.
– No parece que hayas cambiado mucho.
– Las apariencias engañan. Eso es lo primero que descubrí en ti. Tan tranquila, tan sensata… y tan apasionada en el fondo.
El color de las mejillas de Jane se hizo más profundo.
– Yo estaba hablando de la experiencia, no de las apariencias.
– Entiendo -la boca de Lyall esbozó una sonrisa-. ¿Y Alan es tan bueno y seguro como parece?
– Sí, lo es. Es muy bueno -dijo con desafío. Ella siempre sabía dónde estaba Alan. Nunca la había desestabilizado de la manera que Lyall lo hacía. Ella nunca sabía lo que Lyall iba a hacer a continuación; tenía una cualidad peligrosamente impredecible que la alarmaba, excitaba y encantaba a la vez. Alan era menos brillante, pero era menos agotador.
– Todavía eres cobarde en asuntos del corazón -se burló Lyall-. Prefieres estar segura y aburrida que arriesgarte en algo más excitante.
– ¡Eso es lo que piensas tú! -apuntó Jane, mirándolo indignada-. ¡Sólo porque no fui lo suficientemente estúpida como para irme contigo!
– Porque fuiste lo suficientemente estúpida para no confiar en mí -corrigió con una voz dura.
De repente la imagen de él detrás del árbol, del árbol de los dos, abrazando a Judith apareció en los ojos de Jane.
– No confiar en ti fue la única cosa inteligente que hice aquel verano.
Los ojos azules se posaron en ella con frialdad y desprecio, y después de unos segundos se fue a la cocina.
– Iré a ver si funciona el calentador.
Estaba enfadado. Jane se quedó mirando ciegamente a los geranios, y luchó contra los recuerdos de aquel día en que su mundo se había roto en miles de pedazos. Había confiado en Lyall, había puesto el corazón en sus manos, y él la había traicionado. ¿Qué derecho tenía a estar enfadado?
– Ya funciona -declaró Lyall con voz indiferente asomándose a la puerta. Jane se volvió para mirarlo, el desprecio en sus ojos había desaparecido y Jane sintió un alivio momentáneo, inmediatamente después se enfadó consigo misma por ello.
– Gracias.
– Mira, eso fue todo hace mucho tiempo -dijo después de una pausa-. ¿Para qué vamos a discutir por algo que pasó hace diez años?
Se acercó a ella y aunque no la tocó, Jane notó su cuerpo poderoso. Vio las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, y el vello oscuro de sus antebrazos. Se había lavado las manos, pero tenía un olor fuerte a aceite alrededor de su cintura.
– Creo que voy a estar por aquí un tiempo -continuó Lyall. Jane no dijo nada y él siguió hablando con suavidad-. ¿Por qué no dejamos el pasado y comenzamos de nuevo? Sería más fácil si simulamos ser desconocidos, ¿no te parece? Podemos olvidar que una vez fuimos algo más.
¿Cómo podía ella olvidar? ¿Cómo podía olvidar la sensación cuando la besaba, o la suave y fuerza de su cuerpo en sus manos?
¿Y a la vez, no tenía razón? Si se trataban como extraños, sería posible dejar los recuerdos en el pasado, en su lugar apropiado. Intentaría comportarse con tranquilidad una vez más, y él vería lo madura que se había vuelto.
– De acuerdo -aceptó con tranquilidad-. Yo lo intentaré si tú lo intentas.
– De acuerdo.
Se quedaron en silencio un rato. Jane se sintió extraña después de unos segundos. Lyall parecía como siempre, confiado y seguro de sí, relajado como un gato echado al sol. Y había en él la misma sensación de que en cualquier instante la pereza y el buen humor podían desaparecer y algo mucho más peligroso e impredecible llenaría ese lugar.
Lyall la observaba con una expresión ilegible, y Jane se estiró incómoda bajo su mirada.
– Bueno, ¿cuánto te debo por el arreglo del calentador?
– Olvídalo.
– Creía que éramos desconocidos -le recordó-. Habría tenido que pagar a cualquiera de los fontaneros de Makepeace and Son si hubieran venido.
– No hace falta -protestó, pero Jane no iba a dejar así las cosas.
– Prefiero pagarte. Insisto en darte algo.
Un brillo inquietante se instaló en los ojos de Lyall.
– ¿Quieres decir eso de verdad?
– Por supuesto -replicó con dignidad, complacida ante la oportunidad de enseñarle lo capaz que era de tratarlo como a un extraño-. ¿Aceptarías un cheque?
Lyall negó con la cabeza.
– Sólo acepto cobrar en especie -dijo, a continuación la agarró por los hombros. Jane instintivamente intentó retroceder, pero era demasiado tarde. Las manos de Lyall habían agarrado su cara, y sus dedos le acariciaban las mejillas. El roce era ligero como una pluma, pero las manos la sujetaban tan firmemente que no podía moverse.
– No hace falta que me des nada -murmuró, mirando dentro de los ojos de Jane, que eran grandes, grises y brillantes, y tenían una mirada entre perpleja y anhelante-. Pero ya que insistes…
– No… -comenzó Jane, pero aunque levantó las manos para empujarlo, la boca de Lyall se posó en la suya, y el suelo se abrió bajo sus pies, al recordar la misma sensación de hacía diez años. El roce magnético de sus labios; sus manos tan calientes, tan seguras; el contacto de su cuerpo duro y grande… El dolor y la pena desaparecieron, y quedó sólo el sabor maravilloso de su boca. Sin pensarlo, Jane se apretó contra él, enroscando los brazos sobre su cuello, mientras las manos de Lyall bajaban por su cuello y sus pechos, antes de agarrarla más fuertemente. Eso es lo que había estado pensando desde que lo había visto el día anterior en Penbury Manor, desde que había desaparecido diez años antes. Una mirada a su boca había sido suficiente para encender el deseo en ella, y en esos momentos, la búsqueda cálida de sus labios eran un acto de posesión y un descubrimiento a la vez que la ataba de nuevo a él.
Lyall murmuraba el nombre de ella mientras la besaba en el cuello, y Jane enroscaba sus dedos en su cabello, recordando el intenso placer de sus labios moviéndose sobre su piel. Se apretó contra él, besando desesperadamente su oreja, su mandíbula, su cuello. Un sollozo salió de su boca cuando Lyall apartó la chaqueta y comenzó a desabrochar su blusa, pero era imposible saber si era una queja o un gemido de placer. Jane echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos ante la deliciosa sensación de las manos de él bajo la tela, acariciando todas las curvas de su cuerpo, excitándola hasta gritar.
Incluso los recuerdos desaparecieron bajo el estallido de la pasión. Jane no pensaba en el pasado o en el futuro, o en los motivos que había tenido Lyall para volver; y el presente sólo consistía en perderse en sus brazos. Los besos se hicieron más profundos, más apasionados, desesperados. Casi asustada por ellos, Jane deslizó las manos debajo de su camiseta y acarició la espalda de Lyall, aferrándose a la seguridad de su cuerpo duro.
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