– No puedo andar con estos taconazos -protestó ella. Pero se calló al ver unos zapatos que la joven estaba sacando de una caja-, ¡Ay, ésos, ésos! ¡Qué bonitos son!
Eran de color cobre, con un lacito a un lado. Sophie se los probó, perdiendo el equilibrio por la falta de costumbre, y luego hizo una pirueta. Las capas de gasa flotaron a su alrededor como las alas de un hada, y tuvo que sonreír, feliz. Pero cuando se volvió hacia Bram, su expresión la dejó helada. De repente, su corazón latía a toda velocidad y se dio cuenta de que había olvidado respirar.
Bram tuvo que tragar saliva. Nunca había tenido problemas para respirar, pero no parecía capaz de llevar oxígeno a sus pulmones. Nunca había visto a Sophie tan guapa.
Nunca había sabido que la deseaba tanto.
Nunca había sabido que la amaba de tal forma.
Claro que la amaba. Bram miró a Sophie y supo que no podrían volver a ser amigos. Era una sensación extraña enamorarse de alguien a quien siempre había querido… como colocar la última pieza de un rompecabezas que, de repente, le daba sentido a todo.
Seguía queriendo a Sophie como amiga, pero la deseaba como mujer. Y la deseaba con una urgencia, con una pasión que lo dejaba atónito.
No había amado a Melissa de esa forma. Melissa era una persona para adorar, apara admirar de lejos. Tan frágil, tan etérea que uno tenía miedo de que se convirtiese en polvo si la tocaba. Pero Sophie… Sophie era real, cálida, auténtica. Una mujer hecha para amar de verdad. Una mujer a la que se podía tocar, una mujer con la que compartir su vida.
Pero saber eso con certeza lo hizo sentir como al borde de un precipicio. Estaba cayendo, intentando agarrarse a algo cuando se dio cuenta de que Sophie y la dependienta lo miraban con idéntica expresión de sorpresa.
– ¿Bram?
– ¿Eh? Sí, sí… nos llevamos los zapatos también.
– ¡Qué bien! -exclamó Sophie.
– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó Bram cuando salieron de la tienda.
– ¿A comer? -sugirió ella, intentando olvidar la charla de su madre sobre la necesidad de perder unos kilos antes de la boda. El día anterior la había hecho comer una ensalada de lechuga a pesar de que Sophie insistía en que hacía mucho frío y debería comer algo más sustancioso.
Bram hizo un esfuerzo por controlarse mientras buscaban un café, pero no era fácil teniendo a Sophie a su lado. Cuando lo único que quería era besarla y decirle que la amaba hasta que ella dijese que también lo amaba, que había olvidado a Nick para siempre.
Pero estaba seguro de que ella no diría eso, por mucho que la besara.
Sophie lo estaba pasando de maravilla. Era mucho más divertido ir de compras con Bram que con su madre. York era una ciudad preciosa y era estupendo tener tiempo para pasear, para admirar los antiguos edificios medievales. Además, ya habían puesto las luces de Navidad y había adornos navideños en casi todas las tiendas.
Pero Bram parecía un poco tenso. Quizá lamentaba haber pagado un dineral por el vestido, pensó. Pero no, Bram era un hombre sensato. Si se había gastado ese dinero era porque quería y podía hacerlo. Además, él no lamentaría haber sido generoso. No era ese tipo de hombre.
No, Bram no era así pensó, con una sonrisa en los labios.
¿Cuándo se había sentido más feliz en toda su vida?, se preguntó entonces. Quizá cuando estaba con Nick. Y entonces su alegría siempre estaba teñida de cierto temor, de cierta incredulidad. Había pensado que jamás volvería a ser feliz, pero lo era.
Allí estaba, en York, con su mejor amigo, comprando un vestido de novia que era un sueño mientras en una esquina un cuarteto cantaba Noche de paz. Era feliz, absolutamente feliz.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bram.
– No, nada -contestó ella, porque no sabría cómo explicárselo..
– Tenemos que comprar un anillo de compromiso.
De repente, una nube de culpabilidad ensombreció la felicidad de Sophie.
– No, no, no, ya te has gastado un dineral en el vestido. No necesito un anillo, de verdad.
– ¿Cómo que no? Todas las novias tienen un anillo -protestó él-. Además, eso es lo que esperan tu madre y Melissa. ¿Te gusta ése? -preguntó Bram, deteniéndose frente al escaparate de una joyería.
Estaba señalando un anillo antiguo de rubíes y perlas y Sophie se acercó para mirarlo de cerca. Al hacerlo, rozó la cara de Bram con el pelo y él se apartó abruptamente, el deseo de abrazarla tan poderoso que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse.
Sophie, que se había percatado del gesto, se puso colorada.
– Perdona.
– No, he sido yo… perdona -dijo él, incómodo.
Los dos miraron el escaparate sin saber qué hacer. Bram se habría dado de tortas por haberla herido. Sophie no sabía por qué se había apartado y él no podía explicárselo. Decirle que la amaba, que temía perder el control y abrazarla en medio de la calle unas horas antes de que se enfrentase al amor de su vida por primera vez en un año no era precisamente garantía de un ambiente agradable en la cena, ¿no?
– ¿Qué te parece? -insistió.
– Es muy bonito -contestó Sophie, agradeciéndole que rompiera el incómodo silencio-. ¡Pero mira qué precio! Con ese dinero podrías comprar una vaca.
Bram soltó una carcajada, aliviado.
– No necesito otra vaca. ¿Por qué no entramos?
El anillo era perfecto. Cenicienta debía haber sentido lo mismo cuando se puso el famoso zapato de cristal. Era como si aquel anillo hubiera estado en el escaparate esperándola precisamente a ella.
– ¿Te gusta? -preguntó Bram.
– Me encanta -contestó Sophie, observando los rubíes y las perlas montados sobre una banda de oro en un diseño asimétrico, inusual-. Es muy original, ¿verdad? Eso es lo que lo hace tan especial.
– Como tú.
Bram se había vuelto para sacar la tarjeta de crédito y lo había dicho tan bajito que Sophie no estaba segura de haber oído bien.
En otro momento le habría dado un codazo antes de preguntarle qué había dicho y él habría contestado con alguna broma. Pero ya no podía hacer eso. No después de aquel beso. Y especialmente ahora, cuando Bram se había apartado prácticamente de un salto cuando se acercó a él.
No, mejor no decir nada. Si Bram quería decirle que era especial se lo diría claramente. Estaba dejándose llevar por la imaginación, pensó. Ellos seguían siendo amigos. Un beso no podía haber dado al traste con tantos años de amistad. Lo que tenía que hacer era seguir tratándolo como lo había hecho siempre.
– Gracias, Bram -dijo, abrazándolo-. Es un anillo precioso.
De nuevo, hubo un momento de vacilación antes de que él le devolviese el abrazo. Pero cuando la abrazó lo hizo con tal fuerza, que Sophie sintió el deseo de apoyar la cara en su hombro y decirle que se sentía confusa y que no quería que la soltase nunca.
Pero los amigos no hacían esas cosas, ¿no? De modo que se apartó y lo miró, sonriente.
– ¿Qué tal si vamos a comer?
Encontraron un restaurante lleno de gente que, como ellos, habían estado de compras por la ciudad de York y sacaban los regalos de las bolsas para compararlos. Seguramente, regalos para los niños. Ojalá ésa fuera su única preocupación, pensó Sophie. Ojalá sólo tuviera que pensar en qué iba a comprarle a su padre por su cumpleaños.
No, ella tenía problemas más complejos.
Sophie no podía dejar de pensar que empezaba a sentir algo por Bram, mientras seguía enamorada de Nick. Si seguía enamorada de Nick. Pero si no lo estaba, ¿por qué la angustiaba tanto la idea de volver a verlo esa noche?
Entonces miró a Bram, que estaba estudiando la carta con detenimiento. Mirándolo, volvió a experimentar esa sensación de vértigo, como si estuviera al borde de un abismo, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse.
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