Lynsey Stevens - Amor traicionado

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Georgia había imaginado cientos de veces que se convertiría en la mujer de Jarrod Maclean… Hasta que lo encontró abrazando apasionadamente a su madrastra.
Para contener el dolor, trató de convencerse de que se alegraba de que Jarrod hubiera decidido marcharse a otro país.
Cuando Jarrod volvió, cuatro años más tarde, Georgia no había conseguido perdonarlo. A pesar de que lo veía más enamorado de ella que nunca, él insistía que una relación sentimental entre ellos era imposible… ¿Ocultaba algo? ¿Qué había pasado de verdad cuatro años atrás? Toda la familia parecía saberlo… excepto ella.

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Y Georgia lo observó marchar.

Antes de que pudiera soltar el cinturón de seguridad y desplazarse hacia la ventanilla, Jarrod arrancó y ella continuó sentada junto a él, como dos amantes. Como había sido siempre en el pasado.

Una vez más, su hermano se había inhibido de cualquier responsabilidad…

– Siento mucho todo esto -Georgia se esforzó por aparentar calma-. Y te agradezco tu ayuda.

– Ya te he dicho que no es molestia -Jarrod respondió con sequedad, y ambos guardaron un silencio incómodo hasta que Georgia lo rompió para darle instrucciones al salir de la autopista.

Morgan los esperaba a la puerta. En cuanto los vio llegar, se encaminó hacia ellos con la maleta en la mano.

– ¡Menos mal que habéis llegado! Creía que Steve iba a llegar antes que vosotros. Vámonos -dijo, con la respiración alterada.

– Un momento, Morgan -Georgia la sujetó por el brazo-. ¿Por qué no esperamos a Steve y explicáis lo que ha ocurrido?

– Te lo contaré cuando lleguemos a casa. No quiero ver a Steve ni pasar aquí más tiempo.

– Hace un par de semanas no podías soportar estar en ningún otro sitio -le recordó Georgia.

Morgan se soltó de ella bruscamente.

– Estaba segura de que me dirías algo así. ¡Sigues pensando que soy una niña y no lo soy! -exclamó, dando un patada al suelo.

– Morgan… -Georgia fue a posar la mano sobre el hombro de su hermana, pero Morgan la esquivó.

– No pienso quedarme, Georgia. Ni siquiera te importa que mañana vaya a tener un ojo morado. ¡Venga! Ya recogeré el resto de mis cosas. Vámonos -dijo, y alargó la mano hacia la manija.

Entretanto, Jarrod había rodeado el coche y, tras tomar la maleta de Morgan, le abrió la puerta.

– ¡Dios mío! -la joven se dio cuenta de su presencia en ese instante-. ¡No puedo creerlo: Jarrod Maclean!

Jarrod hizo una inclinación de cabeza.

– El mismo. Es una pena que nos reencontremos en estas circunstancias.

– Sí -balbuceó Morgan, antes de dirigir una rápida mirada a Georgia y sonreír tímidamente-. No has envejecido nada, y eso que han pasado… ¿cuatro años?

– Más o menos. Y quizá no debas opinar hasta que me veas a plena luz del día.

Morgan relajándose, rió.

– Sigues siendo demasiado guapo para tu propio bien. En cambio yo he debido cambiar bastante.

– Sí. Eres una adulta. Ya no llevas ni coletas ni uniforme de colegio.

– Debo tener la misma edad que tenía Georgia cuando tú viniste.

La atmósfera se cargó y Georgia apretó tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos.

– Más o menos -dijo Jarrod, inexpresivo.

– Eso es lo malo de las familias -Morgan arrugó la nariz-: te han visto en tus peores momentos y no les importa recordártelo.

– Morgan… -la voz de Georgia sonó aguda.

– Especialmente las hermanas mayores -concluyó Morgan, entrando en la camioneta.

Jarrod mantuvo la puerta abierta para Georgia, después cargó la maleta en la parte de atrás y ocupó el asiento del conductor.

– ¿Cuándo has vuelto? -le preguntó Morgan en cuanto se pusieron en marcha.

– Hace una semana.

– Sé que el tío Peter ha sufrido otro ataque al corazón, así que supongo que ésa es la razón de tu visita.

– Así es.

– Me han dicho que vives en los Estados Unidos. ¡Qué suerte! Y qué mala suerte tener que volver a este rollo de pueblo.

– Morgan… -Georgia intentó detener el parloteo de su hermana.

– Es un rollo. Aquí no hay nada que hacer.

Georgia suspiró.

– Jarrod -Morgan puso la mano en su brazo-, siento lo del tío Peter. Siempre le he tenido cariño -dijo, con sinceridad.

Georgia apenas la oyó. La mano de Morgan parecía resplandecer sobre el brazo de Jarrod, reclamándola como un imán. ¿Qué le estaba ocurriendo? Hubiera querido quitársela de un manotazo.

– Sé que Georgia lo visita todas las semanas -oyó que seguía Morgan-, pero seguro que está encantado de que hayas venido.

Georgia hizo un esfuerzo para apartar la mirada de la mano de su hermana. Hacía más de una semana que no iba a ver a su tío. Desde que había recibido la noticia de la llegada de Jarrod y había salido huyendo como un conejo asustado.

Debía haber supuesto que en el estado en que estaba Peter, su hijo iría a verlo. Pero, tal vez para engañarse a sí misma, ni siquiera se había planteado esa posibilidad. La noticia la había tomado desprevenida y el temor de encontrarse con Jarrod y actuar estúpidamente le había impedido volver. Y, tal y como estaba comportándose en su primer encuentro con él, comprobaba que sus temores eran fundados.

– ¿Qué tal está? -preguntó Morgan.

Jarrod se encogió de hombros imperceptiblemente.

– Según el médico, ha mejorado. Pero el último ataque ha sido muy severo y por eso Isabel me ha avisado.

Pronunció el nombre de su madrastra con un timbre agudo y Georgia se tensó, bloqueando los recuerdos antes de que la asaltaran.

Desde pequeña, la relación entre su tío e Isabel le había desconcertado. Era fría y distante y, al contrario que sus padres, nunca reían juntos. Y cuando Jarrod se unió a la familia, Georgia sintió lástima por aquel adolescente alto y desmañado al que le había tocado vivir en un ambiente tan silencioso e impersonal.

Isabel Maclean era la hermana mayor de la madre de Georgia, pero entre ellas no había ninguna similitud. La madre de Georgia estaba llena de vida, era cariñosa y cálida. Isabel apenas sonreía, y Georgia no recordaba haber recibido ni un solo abrazo de ella.

Cuando llegó Jarrod, Georgia tuvo la sensación de que, aunque no lo expresaban abiertamente, él e Isabel sentían una antipatía mutua. Al menos, eso había creído Georgia.

Recordaba el día en que preguntó a Jarrod qué opinaba de Isabel y él había evitado contestar, hasta que Georgia le había provocado con una sucesión de besos, haciéndole cosquillas en el lóbulo de la oreja. Entonces él se volvió hacia ella, la abrazó casi con desesperación y la besó con una fiereza que inicialmente la asustó.

– ¿Y qué tal sobrelleva la situación la tía Isabel? -preguntó Morgan.

– Con su acostumbrada impasibilidad -dijo Jarrod, secamente.

– Es más fría que un témpano.

– ¡Morgan! -la reprendió Georgia.

– Es verdad, Georgia, siempre lo ha sido. Cuando era pequeña trataba de imaginar cómo reaccionaría si trepaba a su regazo con los dedos pegajosos y le manchaba el vestido, pero nunca me atreví a comprobarlo -Morgan dejó escapar una risita-. Estoy segura de que se hubiera desmayado. Es completamente distinta a nuestra madre. ¿A que no parecían hermanas, Jarrod?

– La verdad es que no.

Georgia percibió el dolor de su voz.

– Claro que -continuó Morgan-, tampoco adivinarías que Georgia y yo somos hermanas. Georgia es idéntica a mamá y Lockie es rubio, como papá -rió quedamente-. Yo estoy a medio camino. Y hablando de Lockie, ¿dónde está nuestro querido hermano?

– Recogiendo la furgoneta -dijo Georgia-. Pero parece que ha llegado antes que nosotros -añadió, cuando Jarrod detuvo el coche detrás de la furgoneta de Lockie.

La luz del porche estaba encendida y Lockie abrió la puerta cuando ya estaban subiendo las escaleras.

– ¡Ya era hora! ¿Estás bien, Morgan?

– ¡Bien! -dijo ella, con aire de mártir.

Jarrod dejó la maleta en el suelo.

– Gracias por ayudarnos, amigo -dijo Lockie.

– Desde luego, pobre Jarrod -Morgan hizo una mueca-. Sólo llevas aquí una semana y ya estás acudiendo al rescate de la familia Grayson. Papá me ha contado que de pequeño te dedicabas a sacar a Lockie de líos.

Jarrod soltó una carcajada.

– Lockie tenía la habilidad de que siempre lo pillaran haciendo algo malo.

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