Barbara Daly - Un cálido anochecer

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Un cálido anochecer: краткое содержание, описание и аннотация

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Hope Summer estaba acostumbrada a que todo el mundo intentara encontrarle novio, especialmente en Navidad. Esa vez eran sus propias hermanas las que habían decidido buscarle pareja y habían elegido a un guapísimo adicto al trabajo que necesitaba una acompañante para sus múltiples compromisos… bueno, ella estaba en la misma situación.
El abogado Sam Sharkey necesitaba alguien a quien pudiera llevar a la fiesta de Navidad de su jefe y que después no fuera a esperar ningún tipo de compromiso. Hope era la persona ideal, además era preciosa e inteligente. Aquello podía funcionar… muy, muy bien.
Nadie sospechó que aquel apasionado romance no fuera real, especialmente cuando su amabilidad empezó a convertirse en deseo.

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– Claro, ¿cuándo?

– El miércoles que viene por la noche. Mi jefe y su mujer van a celebrar una gran fiesta.

– ¿Vas a llevar máscara? -al decirlo, torció la boca.

Hope deseó que dejara de hacer ese tipo de cosas. Tenían un efecto muy extraño en ella. Provocaban una sensación turbadora en su interior.

– Por supuesto que no. ¿Por qué…? Ah, lo dices por la mascarilla facial -la presión de la mano de él le hizo sentir calor en todo el brazo. Una sensación que le subió por el hombro hasta el cuello y le bajó luego hacia los senos-. No. La mascarilla solo me la pongo los jueves y domingos.

– Pero…

– No empieces a criticar mi horario.

Tenía que haber un modo de recuperar su mano sin hacer una escena, se dijo. Aunque en realidad el contacto con Sam era muy agradable.

– Así que buenas noches, Sam. Nos vemos el miércoles -al soltarse de él, se sintió aliviada.

Pero enseguida sintió frío.

– Te recogeré en tu casa -afirmó él con expresión indecisa-. Hiciste un gran trabajo hoy. No creo que haya ningún manual de buenas maneras… -la miró a la cara-. No, me imagino que no.

Sam entonces se metió en la limusina y, antes de desaparecer tras el cristal ahumado, dirigió a Hope una sonrisa traviesa.

Hope se volvió hacia el portal y notó cómo le apretaban los zapatos. Era curioso que solo se hubiera dado cuenta de ello en el momento en que Sam se había ido.

– Buenas noches, Rinaldo -saludó al portero, dirigiéndose hacia el ascensor.

Mientras subía, pensó que había sido muy divertido aparentar ser la novia de Sam por una noche. Era un hombre atractivo, inteligente y tenía una meta en la vida. Se había destapado como un conversador brillante durante la cena y la mujer de su jefe no había sido la única que la había mirado con envidia.

De pronto, ya no le parecía tan mal el que fueran a ir juntos a las fiestas de sociedad a las que los invitaran a ambos.

Pero tenía que controlar sus emociones. Cuando sus rodillas se habían chocado, cuando sus hombros se habían rozado, cuando Sam la miraba con su sonrisa maravillosa, ella se había preguntado si podría soportarlo durante mucho tiempo. ¿Qué mujer no se rendiría ante él? Sam era un nombre apuesto y muy viril.

Recordó una vez más cuando le había pasado el brazo por detrás de los hombros y cuando la había acariciado. Incluso en ese momento le parecía sentir su aliento, haciéndole revivir el deseo que había provocado en ella. Un deseo que la había dejado preocupada, sobre todo, en relación a la propuesta de él respecto al sexo. Él no había vuelto a sacar el tema. Quizá se le había olvidado. ¡Ojalá se le olvidara cuanto antes a ella!

En cuanto abrió la puerta de su apartamento, la recibió la imagen de los rascacielos de Nueva York y la hizo sentirse serena y feliz.

No encendió las luces enseguida. Quería prolongar la sensación de quietud y darse tiempo para recordar la velada… y a Sam.

Tiró su maletín sobre el sofá como siempre hacía y se agachó para quitarse los tacones. Entonces oyó el golpe seco del ordenador contra el suelo de madera.

Con mano temblorosa, encendió la luz y dio un grito. ¡Había allí alguien vestido completamente de oscuro!

Un segundo después, se apoyó contra la puerta, resoplando. ¡Gracias a Dios! Era ella a quien estaba viendo reflejada en un espejo que había al lado de la ventana y que aquella mañana no estaba.

El sofá tampoco estaba. O sí estaba, pero en un sitio diferente.

Maybelle había empezado a trabajar. Pero no parecía que se hubiera llevado nada, sino al contrario, había añadido cosas.

Entonces se dio cuenta, muy sorprendida, de que se había olvidado del ordenador. Se quitó los zapatos apresuradamente y corrió a buscar el maletín, con el que se fue al sofá.

Lo encendió y vio que el aparato hacía sus habituales sonidos y encendía sus luces como siempre. Una vez comprobó que tenía almacenado el trabajo que había hecho aquella noche, soltó un suspiro que llevaba conteniendo desde hacía horas. Dio gracias a las estrellas por haber protegido su carísimo ordenador y dio otro suspiro, recostándose en el sofá. Luego miró hacia el salón.

Frunció el ceño. El sofá estaba colocado en diagonal, de cara al pequeño vestíbulo. Eso era absurdo, se dijo. La gente venía al apartamento a ver la vista, no la puerta. Y los otros dos sillones que flanqueaban el sofá también estaban de cara a la entrada.

Menos mal que las dos sillas, las que había comprado en una tienda de antigüedades a precio de oro, donde le habían dicho que no eran para sentarse, sí daban a la ventana.

Enfadada, Hope se levantó del sofá y se fue a sentar en una de las sillas. Luego se sentó en la otra para cerciorarse. Sí, las dos daban a sendos espejos que flanqueaban el enorme ventanal y que no solo la reflejaban a ella, sino la puerta de entrada. Y la de la cocina. Y la del dormitorio.

¿En qué consistiría todo ese fetichismo con las puertas?

Se quedó sentada muy rígida durante un minuto, que era lo que sabía que podía uno estar en aquellas magníficas y antiguas sillas, y luego se puso más cómoda. Se apoyó en sus brazos de madera tallada y colocó la cabeza contra el respaldo tapizado.

Permaneció unos segundos preguntándose por qué el dueño de la tienda de antigüedades le habría aconsejado que no se sentara. Luego fue a su pequeño despacho, donde vio que el contestador estaba parpadeando. Pulsó el botón para ponerlo en marcha.

– ¡Hola, cariño, soy Maybelle!

Pero Maybelle era una persona que no necesitaba identificarse al teléfono. Hope bajó el volumen para oír el mensaje.

– He empezado con buen pie -continuó la voz aguda de la decoradora-. Pero no he pasado del pasillo, porque me llamó la policía…

Hope se puso rígida.

– … para que hiciera unos retoques en el despacho del jefe del departamento.

Hope se relajó. ¿El jefe de policía de Nueva York seguía las directrices del feng shut? Hope confió en que el Daily News no se enterara de ello.

– Te cuento: he comprado los espejos en un taller de unos amigos, así que solo me he gastado cincuenta dólares. No te preocupes, ya lo hablaremos. Espero que no seas una de esas personas que lo primero que hace al entrar en su casa es tirar las cosas al sofá, porque lo he cambiado de sitio. De todas maneras, no es bueno tirar cosas en los muebles. Ya hablaremos de ello.

La alegre mujer hizo una pausa antes de continuar.

– Bueno, ahora descansa. En cuanto termine con el despacho del jefe de policía y un par de clientes más, volveré y te arreglaré el dormitorio y haré que duermas fenomenal. ¿Y podrías decirle al portero que la próxima vez que vaya no me ponga tantos inconvenientes para entrar? Buenas noches, cariño.

Hope se fue al dormitorio, se quitó la ropa y se puso una cómoda bata de franela. Luego miró la disposición del dormitorio. La cama también daba a la ventana. El Manhattan nocturno la miraba igual que en el salón. En esos momentos, la ciudad ya estaba decorada con los adornos típicos de la Navidad que se acercaba.

Cuando iba a meterse en la cama, se detuvo. Aunque estaba muy cansada, pensó que sería muy agradable tener el café preparado al despertarse. Sí, y se lo tomaría en el sofá, leyendo el periódico.

Dejó preparada la cafetera y activó el dispositivo para que se pusiera en marcha por la mañana. Y luego, consciente de que no tenía mucho sueño, decidió hojear una revista en el sofá antes de irse a la cama.

Se colocó una manta de lana en los pies y la almohada en la cabeza.

Le pareció que había pasado un segundo cuando se despertó al oír el golpe del New York Times contra la puerta y el olor del café recién hecho. Se estiró plácidamente y sintió algo raro. Entonces se dio cuenta de que había estado soñando con Sam.

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