Barbara Daly - Un cálido anochecer

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Un cálido anochecer: краткое содержание, описание и аннотация

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Hope Summer estaba acostumbrada a que todo el mundo intentara encontrarle novio, especialmente en Navidad. Esa vez eran sus propias hermanas las que habían decidido buscarle pareja y habían elegido a un guapísimo adicto al trabajo que necesitaba una acompañante para sus múltiples compromisos… bueno, ella estaba en la misma situación.
El abogado Sam Sharkey necesitaba alguien a quien pudiera llevar a la fiesta de Navidad de su jefe y que después no fuera a esperar ningún tipo de compromiso. Hope era la persona ideal, además era preciosa e inteligente. Aquello podía funcionar… muy, muy bien.
Nadie sospechó que aquel apasionado romance no fuera real, especialmente cuando su amabilidad empezó a convertirse en deseo.

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Le había costado un gran esfuerzo decidir si la segunda cita con el decorador sería en miércoles o jueves. Aunque como la primera había sido un jueves, ya se había hecho una rutina. De todos modos, pensaba decirle a Sheila que…

– ¡Basta! -se dijo en voz alta.

Aquella tarde, a Samuel Sharkey le sucedió algo milagroso. El cliente con el que tenía que reunirse se puso enfermo y se encontró con un hueco en su agenda. Tenía hora y media libre antes de cenar con unos clientes.

Había disfrutado mucho defendiendo a Dan Murphy contra la empresa de informática que aseguraba que Dan les había robado un programa. Además, le había caído muy bien Lana, la actriz con la que salía Dan. Cuando este se había puesto a hablar de Lana, él a su vez le había comentado que su vida amorosa era un desierto.

A Dan se le había ocurrido que «el Tiburón» necesitaba una tiburón hembra con la que ir a nadar y Lana había añadido que conocía a la chica perfecta. Sam no se lo creía, claro, pero estaba impaciente por comprobar si era cierto.

Encontró la tarjeta al fin y marcó el número de su despacho. Le contestó un contestador automático con una voz fría e impersonal. Marcó entonces el número de su móvil y otra vez le contestó la misma voz fría e impersonal. Consultó el reloj: las siete y media. Si la mujer se había ido ya a casa, quizá no fuera el tipo de persona que estaba buscando. De todos modos, marcó el número.

Hope se tomó el pollo en pepitoria sin degustarlo, pero quizá había sido mejor así.

Y a continuación, empezaría con su tratamiento de belleza rutinario. Ponerse el acondicionador en el pelo, envolvérselo en una toalla, ponerse la mascarilla en la cara y extender la pasta verde con cuidado. La etiqueta prometía milagros y dado su precio era mejor creérselo. Se estaba lavando las manos cuando sonó el teléfono.

– ¿Hope Summer?

– ¿Quién llama?

– Sam Sharkey. Me dio su número Lana, que es amiga de Faith…

– Oh, sí -Hope reconoció en seguida al abogado que quería hacerse socio de la empresa en la que trabajaba antes de casarse.

– Me ha quedado de repente una hora libre y me preguntaba si podíamos vernos. Sé que es algo un poco precipitado, pero prometí a Dan que la llamaría.

– ¿Dan? El…

– Mi cliente. El brillante programador informático.

– Ya -«el roquero», pensó ella-. Bueno, pues estoy de acuerdo con usted en que es un poco precipitado. Quizá lo mejor fuera decirles a todos que hemos hablado y que hemos decidido no seguir viéndonos.

– La verdad es que me apetecía conocerla.

– A mí también -aseguró Hope-, pero esta noche no puedo. Ahora mismo estoy con una mascarilla facial.

Sam estuvo a punto de gastarle una broma al respecto, pero finalmente no lo hizo.

– Tengo que tenerla puesta cuarenta y cinco minutos -le explicó-. De todos modos, por lo menos hemos hablado. Aunque haya sido poco tiempo.

– No se preocupe tanto por su aspecto -dijo él-. Lana ya me ha dicho que es usted bastante agraciada.

– ¿Mi hermana me ha descrito como agraciada? -preguntó con voz gélida.

Sam soltó una maldición para sí. Era abogado y se suponía que era un experto en elegir las palabras adecuadas. También sabía que a veces era preferible mantener la boca cerrada.

– No, no fue su hermana. Le pregunté a la novia de Dan si era usted agraciada y ella me dijo que sí. Pero no de una manera… ambigua, no. Me dijo: ¡claro que es guapa! ¡Muy guapa!

Sam se quedo en silencio, consciente de que no lo estaba haciendo nada bien. «Vamos, Summer, diga que sí. Estamos perdiendo el tiempo».

– Creo que estamos perdiendo el tiempo -dijo ella.

A Sam se le cayó entonces su móvil al suelo. Lo recogió inmediatamente.

– ¿Hola? ¿Sigue ahí? -oyó que estaba diciendo ella.

– Lo siento.

– Solo decía que tendríamos que tomar una decisión rápida.

– Yo pienso lo mismo. Estaré en su casa en… -Sam se fijó en el número de la calle que estaba-… un par de minutos.

Hope abrió la puerta y se asomó. Le entraron ganas de cerrarle la puerta en las narices para luego dejarse caer en el sofá hasta que le dejaran de temblar las piernas.

Estaba preparada para encontrarse con un hombre atractivo, elegante y bien educado. Pero no lo estaba para ver casi dos metros de músculos, piernas y hombros, todo envuelto en un abrigo negro y masculino. Tenía el cabello corto y oscuro, y su piel era de un moreno que ella no conseguía jamás por mucho que se lo propusiera. Finalmente, se fijó en sus ojos azules, que la examinaban con una velada curiosidad.

Sería un encuentro maravilloso… si su cara no estuviera cubierta de pasta verde.

Aunque pensándolo bien, se alegraba de tener la mascarilla y de poder esconderse así tras ella. La virilidad de él era impresionante. Era el tipo de hombre que toda mujer deseaba y le iba a ser difícil mantener una relación con él donde se limitara a ser su acompañante para actos sociales.

De hecho, no iban a tener ninguna relación. Un hombre así terminaría alterando toda su vida.

Pero no podía darle un portazo.

– ¿Sam? ¿Alias «el Tiburón»?

– El mismo.

Con la sensación de que se estaba equivocando, abrió la puerta y le hizo un gesto con la mano.

– Siento lo de la mascarilla. Si hubiera sabido…

– No se preocupe. Tengo hermanas a las que he visto muchas veces con mascarillas verdes y rodajas de pepino sobre los ojos.

El hombre sonrió y su sonrisa no era la de un tiburón; era cálida y comprensiva. A Hope comenzaron a temblarle las rodillas, pero consiguió ponerlas finalmente rígidas para dar una respuesta.

– Déjeme su abrigo. Por favor, siéntese. ¿Le apetece una copa de vino? Me temo que no puedo acompañarlo, porque todavía tengo…

– No, gracias, todavía tengo…

– … trabajo que hacer -dijeron al unísono.

Y Hope no pudo resistir la tentación de sonreírle. Al notar que le tiraba la mascarilla, se puso seria de inmediato. Pero eso no cambió el alterado ritmo de su corazón, ni tampoco la hizo olvidarse de que debajo del albornoz, no llevaba nada.

– Ese es nuestro problema. O por lo menos, mis hermanas piensan que es un problema.

– ¿Le gusta su trabajo? -Sam miró a su alrededor-. ¡Es una vista maravillosa!

Luego se dirigió hacia los sillones y se hundió en uno.

– Me encanta -contestó Hope.

No pudo evitar darse cuenta de que el hombre parecía en aquel objeto italiano de diseño, tan incómodo como ella misma. Y eso que había pagado por ellos una millonada.

Se propuso preguntarle a su decoradora cuál sería el problema y aquella fue la primera vez que pensó que de verdad la necesitaba.

Y si no se andaba con cuidado, empezaría a pensar también que necesitaba un hombre. Se dio cuenta de que debía tener un aspecto un poco inseguro, de pie en medio de su propio salón, y fue a sentarse en otro de los sillones.

– Yo no sé siquiera si me gusta el mío -contestó Sam con cara pensativa-. No tengo tiempo de pensar en ello. Lo único que sé es que estoy decidido a triunfar en él.

– Bueno, yo también.

En ese momento, la palabra «vicepresidenta» se encendió como una bombilla en su mente.

– Hábleme de su trabajo -sugirió él.

– Trabajo en Palmer. En la sección de Marketing.

– Palmer… me suena. Debería saber qué es, pero…

Ella, que se estaba imaginando en ese momento a Sam abriéndole el albornoz y acariciando sus senos, volvió de repente a la realidad, a su trabajo, su verdadero amante.

– Nos dedicamos a las cañerías.

Dijo la palabra como otra mujer habría dicho perlas o Pashmina, o Porsche. Al terminar, se pasó la lengua por los labios.

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