Otro instinto le hizo permanecer donde estaba.
Una bella mujer. Un hijo con su nombre. Aunque estuvieran casados sólo unos meses, ¿cuánto tiempo le costaría recuperar su condición de soltero?
Aún indeciso, Michael oyó el sonido del teléfono en el apartamento de Beth, seguido del llanto de Mischa. Se hallaba a medio camino de las escaleras cuando el teléfono dejó de sonar y oyó a Beth decir «¿hola?» por encima del creciente llanto del bebé.
Ya tras la puerta oyó el final de la conversación con el señor Stanley, evidentemente, un futuro arrendador. Incluso habiendo oído tan sólo parte de la conversación, Michael supo que el señor Stanley no era un hombre paciente.
No quería que Beth le devolviera la llamada más tarde.
Quería saber si el bebé lloraba así a menudo.
También escuchó algo sobre pañales y basura que no tuvo ningún sentido.
Finalmente oyó que Beth perdía el único apartamento asequible para ella en Freemont Springs.
Un hombre más educado no habría escuchado tras la puerta. Un hombre más amable habría dejado que Beth se enfrentara sola a sus problemas.
Pero Michael no había crecido sobre la manipuladora rodilla de Joseph Wentworth para nada.
Volvió a llamar a la puerta de Beth y se lanzó de nuevo directo al grano.
Ella estaba más pálida que hacía unos minutos. Lo miró, aturdida.
– Quería que Mischa creciera aquí -dijo mientras Michael pasaba al interior y cerraba la puerta-. Uno de sus nombres es Freemont porque pretendo que no olvide el lugar al que pertenece.
Michael la tomó por el codo y la condujo hacia el pequeño sofá. Beth se sentó con el bebé en uno de sus brazos.
– Entonces, ¿te gusta vivir aquí? -preguntó Michael en tono despreocupado.
– Mi coche pinchó dos veces justo a las afueras de Freemont. Había hecho todo el trayecto desde Los Ángeles sin dar ningún problema hasta que pasé el cartel anunciando que entraba en Freemont Springs. Entonces hizo «puuf».
– Así que decidiste quedarte.
Beth asintió.
– No tenía dinero para comprar dos ruedas nuevas. Y Alice siempre decía que cuando se rompe un huevo es mejor hacer una tortilla.
Michael pasó por alto el tema de Alice y la tortilla.
– Y Mischa es el primer bebé del año nacido aquí. En Freemont Springs está su sitio.
Beth frunció el ceño.
– Eso pensé. La gente es tan hospitalaria y amistosa… pero acabo de perder el único lugar que había encontrado que podía permitirme.
A Michael no le gustó nada su infelicidad.
– Siempre existe esa sencilla solución.
Beth arqueó las cejas.
– ¿Qué sencilla solución?
– Cásate conmigo -dijo Michael con suavidad.
– ¿Así como así?
A pesar de que las pestañas de Beth ocultaban su mirada, Michael creyó percibir que se había suavizado. No supo cómo lo captó, pero algo flotó entre ellos, algo que comenzó la noche en que sostuvo sus manos en el hospital. Tal vez incluso antes, cuando ella le tocó la mejilla con un dedo. O cuando él vio por primera vez su pelo de rayo de luna.
– Sólo temporalmente -dijo con voz ronca-. Acabarás teniendo suficiente dinero para poder quedarte aquí. Hazlo por Mischa, Beth -Michael fue directo al cuello-. Para que pueda sentir que pertenece a este lugar.
Beth alzó la mirada. El azul turquesa de sus ojos volvió a sorprender a Michael.
– No sé -el bebé había vuelto a quedarse dormido sobre su hombro y fue a dejarlo de nuevo en la cuna. Luego, se volvió lentamente hacia Michael.
El apartamento era tan pequeño que parecían hallarse a tan sólo un brazo de distancia.
– Alice siempre solía decir que cuando la oportunidad llama a tu puerta…
Michael llamó a una imaginaria puerta.
– Noc, noc.
Beth volvió a mirar al bebé.
«Di sí», pensó Michael.
– Sí.
En un extraño momento de alivio y anticipación, la distancia que los separaba desapareció.
Michael apoyó las manos en los brazos de Beth. La atrajo contra su pecho y acercó la boca hasta la comisura de sus labios.
Eso fue todo.
Pero no fue suficiente. Porque Beth tomó un sorprendido aliento y, de algún modo, aquel sonido resultó especialmente excitante, y la boca de Michael se movió sobre sus labios para besarla de verdad.
«Cásate precipitadamente, arrepiéntete cuando te venga bien».
Alice, la mujer que se ocupaba de las niñas de la edad de Beth en el Thurstone Home, nunca había dicho aquel adagio en particular, pero, de todos modos, resonó en la mente de Beth. Tal vez porque ahora, cinco días después de la proposición de Michael y dos horas después de su boda, finalmente tenía tiempo para escuchar sus propios pensamientos.
Pensamientos que no eran precisamente alegres. En el dormitorio de la gran mansión Wentworth designado para el bebé, Beth sacaba de una bolsa de papel las ropitas de Mischa. El ama de llaves de los Wentworth, Evelyn, no había mostrado sorpresa al ver el «equipaje» de Beth, una gastada bolsa de viaje y dos bolsas de papel, ni tampoco cuando expresó su deseo de guardar personalmente la ropa del bebé. Beth no sólo no estaba acostumbrada a que le hicieran las cosas, sino que sentía la imperiosa necesidad de encerrarse a solas en algún rincón de aquella enorme casa para tranquilizar su corazón y recuperar el control.
¿Habría cometido un error tan grande como aquella mansión?
Miró a Mischa, que dormía profundamente en su familiar cuna. Había llevado aquello con ella, el único lujo que se había permitido, y lo cierto era que no desentonaba en aquella elegante habitación con paredes color melocotón, un gran ventanal con asiento y una alfombra oriental cubriendo el reluciente suelo de madera.
¿Pero encajaban ella y Mischa en aquel lugar?
Miró a su alrededor y detuvo la vista en la cama. Ésta le hizo pensar en Michael. Apretando los dientes, tomó un pequeño montón de mudas de Mischa y las metió en el cajón inferior de la cómoda. Había aceptado un matrimonio de conveniencia, temporal y sin sexo. Aquel primer pensamiento, el primer pensamiento inconsciente que tuvo cuando Michael le hizo la proposición, que estaría en su vida y en su cama para siempre, había muerto rápidamente, como cualquier otra de sus románticas ideas.
Ya debería estar acostumbrada a las decepciones.
Un año atrás tuvo que vérselas con su necesitado corazón. Completamente desprevenida, se coló por la primera cálida sonrisa que le ofrecieron. Pero su embarazo había refrenado cualquier urgencia que no fuera maternal.
De manera que no tenía por qué preocuparse. Había aceptado aquel acuerdo con Michael con los ojos bien abiertos. Por la futura seguridad de su hijo. Colocó con decisión el resto de las ropas de Mischa en la cómoda. Luego, con la bolsa de papel en las manos, lista para arrugarla y tirarla a la papelera, se quedó paralizada.
– Volveré a necesitarla -dijo en voz alta. Era cierto-. Pronto -cuidadosamente dobladas, las bolsas de papel fueron almacenadas junto a su bolsa de viaje en el armario.
¿Cómo iba a manejar la locura de aquella situación, de aquel matrimonio? ¿Cómo podía proteger sus barreras recién erigidas? No volvería a dejarse atrapar desprevenida.
Estaba cambiando a Mischa cuando alguien llamó a la puerta. Su corazón latió más deprisa. Aquella no era la llamada de Evelyn. Era la llamada de Michael.
La llamada de su marido.
Trató de aclarar su tensa garganta.
– Adelante.
Michael abrió la puerta y pasó al interior. Había dejado a Beth en la casa tras la breve boda, a la que no había asistido ningún Wentworth, tan sólo dos amigos, pues decía que quería sorprender a la familia después del hecho, y luego fue directo a su despacho. Aún llevaba el traje oscuro de la ceremonia. El anillo con que lo había sorprendido Beth brillaba en su mano izquierda.
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