– ¡No! -Angel lo zarandeó-. Tú y yo seguimos juntos.
Él sacudió la cabeza y se separó de la mujer.
– Cuanto antes dé el aviso, mejor será para todos nosotros. -Señaló con el índice la dirección de la casa de los Whitney-. Vamos, vete, ¡corre!
Ella, un tanto aturdida, se quedó donde estaba.
– No, Cooper, no lo hagas, no me dejes sola.
Sin hacer caso del quebradizo tono con que había hablado, Cooper le dio un empujón para instarla a obedecer.
– Eres tú la que me deja, ¿vale? -le espetó con rudeza-. Tú eres la que me deja para ir a ayudar a Katie.
Angel, obstinada, se resistió.
– No voy a hacerlo.
El olor a humo, en aumento, volvía denso el aire. Cooper notó que los ojos se le estaban resecando y que le escocía la nariz al respirar.
– Angel, tienes que ir. -Intentó alarmarla con el tono de voz-. Hazlo por Katie. Por favor.
– Katie. -El nombre de la niña hizo su efecto en la tozudez de Angel, que, entonces, tomó aire, examinó con la vista el sendero que se extendía ante ella y concluyó, dirigiéndose a Cooper-: Por Katie.
Sin esperar más, Cooper se volvió y se lanzó corriendo hacia Tranquility House. A Angel le llevaría al menos el triple de tiempo llegar hasta donde la niña se encontraba, aun en el caso de que se propusiera ir al máximo de lo que le permitían las piernas. Una vez allí, él ya habría llamado al servicio de emergencias y estaría de camino hacia ellas.
A no ser que el fuego lo cercase.
Angel llegó a la puerta principal de la casa de los Whitney a la carrera y la aporreó con ambos puños.
– ¡Katie! -Se apartó el pelo de la frente, pegajosa y prieta a causa del sudor evaporado por la sequedad del ambiente, y golpeó de nuevo-. ¡Katie!
La puerta se abrió y, con ella, la recién llegada recibió una súbita oleada de aire frío. Katie observó a Angel con un par de ojos muy abiertos.
– Estás aquí -dijo.
– Fuego. -Angel comprobó que la carrera la había dejado sin aliento-. Cooper.
Katie asintió.
– Me ha llamado desde el hotel y me ha dicho que venías hacia aquí.
– ¿Entonces está bien? -inquirió Angel, que se apoyó en el marco de la puerta para darse un respiro.
– Ha dicho que le esperáramos aquí, pero que si nos preocupábamos, que cojamos el coche y vayamos hacia el norte -contestó la niña, que le mostró un juego de llaves de automóvil que tintineaban en sus dedos.
Angel apaciguó un poco sus ánimos, traspuso el umbral y cerró la puerta tras de sí.
– Bueno, lo esperaremos -anunció tratando de que su voz manifestase decisión y calma-. No tardará mucho.
Pero estar calmada en aquella situación era como quedarse quieta sintiendo en la nuca el aliento de un monstruo. Pese a ello y por el bien de Katie, se sentó tranquilamente junto a la ventana del salón para estar al tanto de la llegada de Cooper. Sin embargo, a medida que fueron pasando los minutos y que cada vez le costaba más ocultar los temblores que la recorrían por todo el cuerpo, instó con voz sosegada a la niña a que subiera al piso de arriba.
– Mete en una bolsa todo lo que necesites para pasar la noche fuera, por si acaso Cooper cree que debemos marcharnos.
Katie estaba asustada, pero Angel fingió no notarlo. Lo último que quería era contagiarse del miedo de la niña. Con el suyo propio ya tenía suficiente.
Echó una ojeada por la ventana. ¿Dónde estaba Cooper?
Debería estar allí a los veinte minutos de llegar ella, incluyendo el par de llamadas telefónicas. Pero ¿no había estado sentada allí al menos durante ese tiempo? Tal vez habían transcurrido ya veinticinco minutos, o treinta, o una eternidad.
Me estoy muriendo.
Recordó las palabras que el hombre le había dicho y su expresión implacable. Pero él no se estaba muriendo, ¡no se estaba muriendo! Y ella no podía estar pensando en aquello, no podía estar acordándose de que él le había dicho que jamás la amaría.
– ¡Angel!
Se levantó de un salto al oír la voz de Katie, a la que vio bajar las escaleras a toda prisa.
– ¿Qué pasa, qué pasa?
– Ahí fuera. -Katie la tomó de la mano y la condujo a través de la cocina y las puertas, hasta la zona de la piscina-. Mira.
Estaba nevando. Pero no, por Dios, no eran copos de nieve sino de ceniza. Se precipitaban desde el cielo, empujados por un viento que soplaba desde el sur, desde Tranquility House.
Como pétalos de flores, las cenizas caían a cámara lenta y se posaban por todas partes: en las losas de la terraza, sobre las sombrillas, las butacas y la parte superior de los setos, entre las flores de los geranios e incluso hasta en el agua de la piscina. También se adherían a los cabellos de ambas mujeres. Angel intentó sacudírselas a Katie a pesar de que un nuevo chaparrón se cernió sobre ellas y se vertió sobre el techo del vestidor de la piscina y sobre los pinos que circundaban uno de los lados de la terraza.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Katie, empequeñecida y perdida ante los acontecimientos, casi como una niña pequeña.
Claro, Katie era una niña pequeña. Al recapacitar de aquella manera, a Angel se le hizo un nudo en la garganta y, sin embargo, se volvió para darle la espalda a la pálida carita y a los ojos agrandados.
– Utilizaremos agua -replicó, adoptando una actitud fría y técnica.
Desde luego, no tenía ni idea acerca de la idoneidad de su propuesta, pero, al menos, tenían que hacer algo. ¿Acaso no había visto cientos de secuencias en las noticias de personas luchando contra el fuego? El agua era lo que había que utilizar.
– ¿Dónde hay una manguera? -inquirió, decidida a poner en práctica su ocurrencia.
Katie no se movió.
– Quiero ir con mi madre. -Se cruzó de brazos-. Quiero ir con mamá.
Angel no encontró consuelo en el terror que se adivinaba en la voz y en el gesto de la niña.
– No podemos separarnos, Katie.
– Quiero ir con mamá -insistió-. Vamos a donde está mi madre.
Angel se negó y escrutó la lluvia de ceniza y la nube de humo que se iba acercando.
– Acuérdate de que tenemos que esperar a Cooper.
Los ojos de Katie estaban empañados de lágrimas, ante lo cual los temores de Angel se triplicaron.
– No llores -le rogó-, por favor, que desperdicias las lágrimas. -¿Qué decirle a la niña para aplacar sus miedos?-. Mira, esperaremos un poco más. Si entonces aún no ha vuelto, pues entonces… podrías irte tú en el coche.
En el momento en que se quedó callada, Angel lamentó sus palabras. En modo alguno permitiría que Katie se marchara sola.
Sin embargo, antes de que pudiera remediarlo, la niña no pudo más. Se tiró al suelo y comenzó a sollozar.
– No sé conducir -balbuceó-. Mi padre… mi padre… prometió enseñarme pronto.
Los espasmos le recorrían todo el cuerpo al ritmo de los desgarrados lloriqueos, que se redoblaron cuando la niña apoyó la cabeza en las rodillas.
Angel se la quedó mirando, presa de la impotencia. ¿Qué podía hacer con semejante panorama? No le gustaban nada aquellas reacciones. ¡Eran demasiado emocionales!
Las lágrimas la incomodaron y, peor aún, consiguieron sacarla de quicio.
Se arrodilló junto a Katie y le acarició torpemente el hombro.
– Vamos, venga, no es para tanto. -Angel recordaba a su madre diciéndole lo mismo, cada vez que se mudaban a un nuevo apartamento, a una nueva ciudad, a un nuevo país-. No es momento para que te pongas así.
– ¿Y mi papá…? ¿Dónde está mi papá?
Angel comprendió que los lloros de la niña eran de pena, de angustia y de miedo, que aquellos sentimientos eran los que Katie había sofocado desde la muerte de su padre.
La muerte del padre de ambas.
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