Angel tendió los brazos para tocarlo pero él se apartó, sacudiendo la cabeza.
– No, no. Ni hablar.
– Cooper, estoy enamorada de ti.
– Pero yo no podré corresponderte jamás. -Sus ojos castaños se volvieron de un negro intenso-. Jamás.
Uno de los folios golpeó a Angel en la cara y otro se le quedó pegado al pecho, sobre el corazón. Y no lo apartó, pues aunque solo fuera una hoja de papel, a Angel le servía de protección.
Porque no dudaba de sus palabras. Dios, no podía mirarlo a los ojos y no creer lo que le estaba diciendo.
– ¿Por qué? -preguntó con un hilo de voz. No podía hablar más alto, solo le quedaban fuerzas para hacer la pregunta que siempre había temido-. ¿Es que es tan difícil quererme?
– No, por Dios, claro que no. -repuso Cooper.
Los documentos se arremolinaban entre ellos, contra ellos, alrededor del coche y por todo el aparcamiento. Pero en medio de aquel tornado mantuvieron la vista fija el uno en el otro.
Cooper se frotó la cara con las manos.
– Angel, Angel, yo no… no puedo… -Se interrumpió y la miró con una expresión a medio camino entre la tristeza y la compasión-. Deja que te cuente lo que mi padre dijo mientras moría en mis brazos. Yo le pedía que luchara, que aguantara, aunque veía el dolor que estaba sufriendo. -Desvió la mirada-. Ahora sé de qué tipo de dolor se trata.
Guardó silencio unos segundos y suspiró.
– Utilizó los últimos segundos de su vida para darme consejos. Y ya al final, lo que me dijo es que morir no le habría dolido tanto si no hubiera querido tanto a mi madre.
Angel estaba atónita.
– ¿Me estás diciendo que… que decidiste no querer a nadie?
– Sí.
– Entonces, ¿estás dispuesto a dar la espalda a lo que podría haber entre nosotros? ¿Vas a darme a mí también la espalda?
– Sí -respondió con ternura-. Lo hago por ti.
Angel intentó comprender aquellas palabras. ¿La estaba rechazando por su bien?
– No te creo -espetó, furiosa. Agitando los brazos para librarse de las hojas que revoloteaban, se acercó hasta él-. No me creo ni una palabra de lo que has dicho.
Cooper la agarró por las muñecas antes de que ella pudiera golpearlo.
– Pero ¿qué diablos te pasa?
Angel se retorció para librarse de él, con ganas de darle muerte allí mismo.
– ¡No estás haciendo nada por mí! ¡Lo haces por ti, joder!
– Yo no…
– ¿Es que no te oyes? Tienes miedo de quererme. Es mucho más fácil negártelo.
Cooper la soltó y dio media vuelta.
– Cállate, Angel. No tienes ni idea de qué estás hablando.
Angel rió.
– Oh, sí, sí la tengo. Porque tú eres como él. Quieres a alguien solo si es fácil, si resulta cómodo. Eres otro más. Igual que él.
Cooper se movió con tal rapidez que Angel no lo vio. Hacía un instante estaba de espaldas a ella y en aquel momento la tenía ya agarrada por la camiseta, muy cerca de él. Las hojas que quedaron atrapadas entre el cuerpo de ambos crujían como la madera que arde.
La voz de Cooper estaba también en llamas.
– Puede que tengas razón, Angel. Puede ser. Joder, soy humano.
– ¿Humano o simplemente un hombre? -gruñó-. Debería haberlo pensado dos veces antes de confiar en alguien de tu especie.
Cooper entornó los ojos.
– Déjame que te diga algo. Quizá a ti te guste hacerte pasar por Bob Woodward, pero a mí me da la impresión de que eres más bien del tipo Lois Lane. Y créeme cariño, has venido a buscar a tu hombre ideal al lugar equivocado. Superman es un cómic, no está en Big Sur.
El coche de Angel salió del aparcamiento disparado y enfiló la estrecha carretera que se alejaba de Tranquility House. Preocupado por cómo había terminado todo entre ellos, Cooper se quedó observando la nube de polvo levantada por la huida de la mujer. Cuando el ruido del motor no era más que un zumbido lejano, cada vez más débil, Cooper decidió emprender la vuelta hacia la soledad del hotel. Pero entonces le pareció que el coche estaba regresando.
Sí, no cabía duda; el sonido estaba cada vez más cerca.
Echó un vistazo al aparcamiento, cubierto por hojas, y pensó que Angel volvía para recuperar aquellas notas. O su portátil.
Sin embargo, al arrancar el coche, el ordenador había resbalado del capó y se había estrellado contra el suelo. Mierda. Cooper comenzó a golpear las piezas de metal y plástico con el pie para amontonarlas en un único lugar, pero decidió que sería mejor marcharse de allí antes de que ella regresara. No le apetecía otro encontronazo con Angel.
El rugido del motor estaba cada vez más cerca. Conducía rápido. Va demasiado rápido, pensó con enfado. Cooper esperó a que llegara. La muy tonta va a tener un accidente.
Estaba deshaciendo el montón de piezas que había juntado cuando el coche de Angel entró a toda pastilla en el aparcamiento en dirección a él. Una de las ruedas delanteras pasó por encima de lo que quedaba del portátil y Cooper tuvo que dar un salto atrás para evitar la embestida. El coche se detuvo bruscamente y el frenazo levantó una ráfaga de aire que hizo volar de nuevo algunos de los papeles.
Angel abrió la puerta.
– Por el amor de Dios, Angel -gritó, mientras se acercaba a ella, enfadado y harto de la situación-. No esperaba morir hoy. ¿Qué coño estás haciendo?
Sentada al volante, a Angel le costó reaccionar.
– ¡Fuego! ¡Hay un incendio! -exclamó cuando volvió en sí.
Cooper la agarró por un brazo.
– ¿Qué? ¿Dónde?
La mujer hizo un confuso gesto con la mano.
– Allí, allí atrás.
– Sal del coche -le ordenó mientras tiraba de ella-. Voy a ver qué ha ocurrido.
– No, no puedes. Hay fuego a ambos lados de la carretera. Se extiende rápido y viene hacia aquí.
La mirada de Cooper pasó sobre Angel y se concentró en la carretera que se alejaba tras ella. El polvo no se había aposentado porque no se trataba de polvo.
Humo, era humo. En aquel momento, con sus sentidos ya recompuestos, lo veía, lo olía. El incendio había sido la constante amenaza del verano y constituía el más terrible de los castigos que la naturaleza podía infligirle a Big Sur. Las trombas de agua y los corrimientos de tierra eran males de envergadura y, sin embargo, bastaban unos vientos malintencionados y aquellos inaccesibles cañones para que una llama que prendiese en la hierba seca llegara a convertirse en un incendio generalizado.
– ¿A qué distancia está? -Cooper ya se había echado a correr en dirección a las instalaciones de Tranquility House-. ¿A qué distancia? -agregó, gritando sobre el hombro.
Angel lo alcanzó a duras penas, sofocada.
– No se me dan muy bien las distancias -le contestó-. Tal vez a medio camino hacia la carretera.
Solo a unos ochocientos metros. Bueno, vale. Piensa, Jones, piensa en algo. Beth y Judd estaban a salvo, lejos, y, en aquellos momentos, Lainey debía de estar llegando a Carmel. Los huéspedes estaban en el monasterio. De pronto, el miedo lo golpeó sin piedad.
– ¡Katie! -Se paró en seco y asió a Angel por los hombros-. Katie está sola, en la casa.
– ¡Dios mío! -gritó Angel.
– Vamos, Angel, piensa. ¿En qué dirección se movía el fuego?
La aludida estaba temblando de la cabeza a los pies.
– Hacia el sudoeste. Venía desde el sur y avanzaba hacia el mar, hacia nosotros.
La casa de los Whitney estaba al norte, a una gran distancia del fuego; lo que sí estaba cerca era el teléfono del hotel.
– Escucha -le ordenó a Angel-. Puesto que no podemos ir por la carretera, tendrás que atajar por el sendero y llegar hasta Katie. Yo iré hasta el hotel, avisaré por teléfono del incendio y después me reuniré con vosotras dos.
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