Christie Ridgway - Atrévete a amarme

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La reportera Angel Buchanan se ha llevado una sorpresa enorme al descubrir que el difunto pintor Stephen Whitney, quien se autodenominaba el «Artista del corazón» y se caracterizó por defender los valores familiares, es el padre que la abandonó cuando tenía cuatro años. Y no hay nada como la lectura de un testamento para que aparezcan parientes cuya existencia era hasta entonces desconocida: la afligida viuda junto a su sexy hermana gemela… y un tipo de muy buen ver. Se trata de C. J. Jones, un conocido abogado que quiere comprar el silencio de Angel sobre la no tan ejemplar vida secreta de su padre. Ella no ignora que C. J. intentará cortejarla para salirse con la suya, pero ¿quién podría resistirse? Y encima en un escenario como Tranquility House: una mansión plagada de habitaciones y románticos rincones.

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– Extiende los brazos.

– Angel…

– Extiéndelos.

Receloso, obedeció.

Angel abrió la puerta del coche y sacó una pila de informes y notas de la mochila que puso en sus manos abiertas.

– ¿Qué estás haciendo? -Los sujetó con fuerza y sujetó también el siguiente montón que Angel colocó sobre el primero-. Pero ¿qué diablos estás haciendo?

Sin decir palabra, siguió amontonando las notas, libretas y hojas que contenían la información que utilizaría para su artículo sobre Stephen Whitney. Por fin, cuando los papeles le llegaban a la altura del cuello y ya no quedaba nada en el coche, Angel se sacudió las manos.

– Ahí lo tienes -dijo mientras lo observaba con expectación. Todavía tenía el pulso disparado. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.

– ¿Qué es esto?

Se limpió las manos en el pantalón y señaló la alta pila de documentos.

– Ahí está. Ahora ya lo sabes.

Con expresión de impaciencia, Cooper se esforzaba por mantener en pie aquella inestable columna.

– No, no sé nada.

El ruido que le zumbaba en los oídos se hizo más intenso y Angel se humedeció los labios. El aire le pareció aún más seco y caliente que unos minutos antes. ¿De qué otra forma podía decírselo?

Entonces encontró la inspiración. Se volvió de nuevo hacia el coche, sacó el portátil y, con ademán elegante, lo dejó sobre el montón de papeles. La montaña se bamboleaba y Cooper tuvo que sostenerla con la barbilla.

– Maldita sea, Angel. -Haciendo fuerza con la cabeza para que aquello no se derrumbara, Cooper apenas podía articular palabra-. ¿Qué diablos significa todo esto?

La mujer señaló la torre que sostenía.

– ¿No te parece evidente?

Cooper le dirigió una mirada de sorpresa.

– Pues no, lo siento, pero me lo tendrás que explicar.

Explicárselo. Soltarlo todo. Abrirle su corazón. Mostrarse vulnerable.

Decirle que podría convertirse en -no, que ya era- su debilidad.

Angel temblaba de arriba abajo. Apretó los puños y se apoyó en el coche para mantener la verticalidad.

– Yo…

Respiró hondo, se recordó que Angel Buchanan no era ninguna cobardica y volvió a empezar. El viento le llevó un mechón de pelo a los ojos, y apartándolo para mirarlo de frente le dijo:

– Te elijo a ti.

Cooper frunció el entrecejo.

– ¿Qué tipo de broma es esta?

– Ninguna, ninguna broma. -Angel hablaba muy rápido, le parecía que así las palabras le salían con mayor facilidad-. Te elijo a ti y no al artículo. Ni a la verdad. No tienen ninguna importancia.

– No te crees lo que dices.

– Normalmente no -admitió-. No cuando esconder la verdad beneficia a los que no deberían verse beneficiados. No cuando mantenerla oculta causa sufrimiento en la gente. Pero esta vez…

En aquella ocasión la verdad solo causaría dolor. Angel cerró los ojos y se preguntó en cuántas otras ocasiones había seguido adelante con un artículo sin someterlo a las pruebas necesarias para detectar el dolor que podía ocasionar. ¿No era precisamente lo mismo que había hecho Stephen Whitney unos años atrás?

Abrió los ojos y miró fijamente a Cooper.

– Esta vez está entre el artículo y tú. Y me quedo contigo. -Igual que le habría encantado que su padre la hubiera elegido a ella-. No me compensa perderte por un artículo.

El cuerpo de Cooper se tensó como un arco.

– ¿Qué? ¿Qué dices?

En un movimiento brusco, dejó la pila de documentos y el portátil sobre el capó. Cuando el ordenador resbaló de lo alto y cayó boca abajo, Angel ni pestañeó.

Entonces Cooper la agarró por los hombros.

– Dime, ¿de qué diablos estás hablando?

Angel empezó a gesticular.

– De ti. De elegir. De todo, ya sabes -farfulló, intentando protegerse.

– Pues no. No lo sé.

Era más sencillo si cerraba los ojos.

– Cuando vuelvas a San Francisco… -También era más sencillo si hablaba del tema como algo futuro- me gustaría que, esto… que estemos juntos cuando vuelvas a San Francisco, Cooper. Creo que… que podríamos tener algo. Algo muy especial.

Era una declaración algo pobre, pero el corazón le latía demasiado deprisa y él aún no había dicho una palabra. Entreabrió los ojos.

Cooper la estaba mirando con expresión extraña… severa, ¿quizá? Pero seguro que eran imaginaciones suyas. Tenían que serlo.

– ¿Qué estás intentando decirme, Angel?

– Si hubiera sabido que te costaría tanto pillarlo…

Trató de reír pero el sonido le salió ahogado. Aquel no era un buen momento para hacer bromas. Lo sabía. Era el momento de la verdad. De su verdad.

– Cooper… yo… -El viento cesó, como si el mundo entero se detuviera para poner atención a sus palabras-. Estoy enamorada de ti.

Cooper la soltó y retrocedió unos pasos. En aquel instante una nueva ráfaga sopló con fuerza y parte de los documentos salieron volando.

– No. -Cooper dirigió una mirada fugaz hacia los papeles y la volvió de nuevo a sus ojos. Tenía la voz ronca y el gesto adusto-. No, tú no me quieres. No puedes. No voy a volver a San Francisco.

– Claro que sí. -Estaba sorprendido, pensó, intentando disimular el pánico que la invadía. Él deseaba que ella lo amara. ¡Seguro que él sentía lo mismo!-. Cuando la situación de Lainey y Katie esté solucionada, tú…

– Me estoy muriendo.

A Angel se le heló la sangre.

– ¿Qué? -susurró. Tenía que deberse al zumbido de sus oídos, a su pulso acelerado, a algo que hacía que aquel día todo le sonara extraño. Había dicho que estaba durmiendo. O huyendo, o moliendo o bullendo. Exacto, bullendo-. Hace mucho calor -dijo con desesperación.

– Me estoy muriendo.

– ¿Muriéndote? -La idea era tan absurda que apenas podía responder-. Pero no, tú me contaste que tu médico dijo que todo estaba bien.

– También se lo dijeron a mi padre. Y a los doce meses moría de un segundo infarto. Yo ya lo he pasado, Angel. ¿Cuánto tiempo crees que me queda?

– Eso es una tontería…

– Vivo con tiempo prestado, cariño. Cada día, cada minuto, cada segundo son prestados.

– Pero…

– Las estadísticas me dan la razón.

Angel se pasaba las estadísticas por el forro.

– Pero…

– Así que no me digas que me quieres.

El viento volvió a cobrar fuerza y a soplar en rachas incesantes. Los rizos de Angel le cubrieron el rostro, y cuando consiguió apartarlos vio todos sus papeles sostenidos en el aire. Sus ojos se cruzaron con una hoja escrita de su puño y letra, el artículo de una revista de salud que había copiado en su visita a la biblioteca de San Luis Obispo. Sus reflejos debían de estar tan despiertos como sus nervios, pues consiguió atraparla de un solo zarpazo.

Se lo enseñó a Cooper, agitándolo frente a sus ojos.

– Me he informado sobre los infartos y creo que con…

Cooper la interrumpió.

– Escucha, amor mío. Yo no quería, no quiero, vaya, que lleguemos a nada más porque vi lo que le sucedió a mi madre. La muerte de mi padre la consumió. Y no quiero que eso te pase a ti, ni a nadie.

«Amor mío.» La había llamado «amor mío». Esperanzada, Angel logró tranquilizarse.

– Estoy dispuesta a arriesgarme, Cooper.

En ese momento Angel notó un leve golpe en la espalda y después en las piernas, producido por una pila de informes que todavía quedaban sobre el coche. El viento volvió a levantarse y las hojas se mezclaron con la ráfaga, revoloteando frente a ellos. Cuando la fotocopia de un cuadro de Whitney se interpuso entre ambos, Angel la apartó de un manotazo y se acercó a él.

– Piénsalo, Cooper. Piensa en la relación que podríamos tener.

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