Lisa Jackson - El Millonario

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Se había entregado en cuerpo y alma a aquel hombre…
Hacía diez años una inocente Samantha Rawlings se había entregado, en cuerpo y alma, a un hombre de ojos azules que le había prometido amor eterno. Pero cuando el sol de verano perdió fuerza, Kyle Fortune desapareció y Samantha se quedó allí para criar a su hija ella sola… y en secreto.
El destino quiso que el inquieto millonario volviera a aparecer en la vida de aquella mujer a la que jamás había olvidado… pero también se encontró con una preciosa niña de ojos azules que jamás había visto…

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Volvió la cabeza tan bruscamente que estuvo a punto de golpearse con una viga. Se sentía frustrado, preocupado y manipulado cuando pensaba en Sam. Como si su abuela estuviera escuchándolo gruñó:

– De acuerdo, Kate, has ganado. Ya estoy aquí. Ahora solo falta que me digas una cosa: ¿qué demonios se supone que puedo hacer con Sam?

Capítulo 3

– Magnífico, sencillamente magnífico.

Sam pateó el suelo con las botas; estaba en el porche trasero de su casa, donde una polilla chocaba una y otra vez contra la luz exterior. Miró de reojo hacia la alambrada que se extendía en el límite de los dos ranchos y se preguntó si Kyle también estaría despierto.

Había estado luchando durante todo el día contra un dolor de cabeza insoportable que había comenzado en cuanto había vuelto a poner los ojos sobre Kyle Fortune, tras diez largos años de separación. Mientras se encargaba de las tareas del rancho, había estado pensando en él, deseando no tener que volver a verlo jamás, pero sabiendo en lo más profundo de su estúpido corazón que no le quedaría otro remedio.

¿Por qué Kate, una mujer de la que Sam admiraba su valor y su visión de futuro, habría dejado el rancho a Kyle cuando tenía más de doce descendientes entre los que elegir? Kyle era el menos indicado para dirigir el rancho, el peor candidato para adaptarse a Wyoming. ¿Por qué no a Grant, que nunca había abandonado Clear Springs? ¿O a Rachel, de la que mucha gente decía que era igual que su abuela? Rocky, la prima de Kyle, era una mujer intrépida y valiente y siempre había adorado Clear Springs. Pero no, Kate había elegido a Kyle y además lo había atado a aquel lugar durante seis largos meses.

Entró en la cocina sin hacer ruido, se acercó al fregadero y se lavó la cara con agua fría, dejando que las gotas cayeran sobre la pechera de la blusa.

Bebió un largo sorbo de agua del grifo. Si tuviera un mínimo de sensatez o valor, llamaría a Kyle, le diría que necesitaba hablar con él y después, cuando volviera a estar frente a ese rostro maravilloso otra vez, le confesaría que era padre de una hija, de una niña preciosa.

– Muy bien, ¿y después qué? -se preguntó en voz alta…

Kyle daría media vuelta y saldría corriendo, en el caso de que la historia decidiera repetirse, o le pediría las pruebas de paternidad y después, en cuanto se hubiera demostrado científicamente su paternidad, reclamaría la custodia parcial de su hija.

– Maldito sea… -se interrumpió bruscamente al ver el reflejo de Caitlyn en la ventana del fregadero-. ¿Qué haces levantada?

– ¿Y tú qué haces maldiciendo?

Sam suspiró, esbozó la sonrisa especial que reservaba para su hija y se encogió de hombros.

– De acuerdo, me has pillado -admitió-. Supongo que estoy enfadada.

– ¿Por culpa de tu amigo? -Caitlyn la miraba de forma extraña; con el ceño fruncido por la preocupación y aquellos ojos azules idénticos a los de su padre señalándola con expresión acusadora.

– Sí, por culpa de él.

– Pero tú siempre me dices que no debo dejar que otras personas me afecten tanto.

– Un buen consejo, supongo que yo también debería seguirlo. Y ahora, ¿por qué no me explicas qué haces levantada tan tarde? Creía que te habías ido a la cama hace una hora.

– No puedo dormir.

– ¿Por qué?

– Hace mucho calor.

– ¿Y…?

Sam se acercó a su hija, la hizo volverse con delicadeza y la condujo hacia el dormitorio.

– Y… -Caitlyn se mordió el labio preocupada.

– ¿Qué te pasa, Caitlyn?

– Es Jenny Peterkin -admitió la niña por fin.

– ¿Qué ha pasado con Jenny? -a Samantha no le gustaba aquel tema de conversación. Jenny era una niña de diez años, absolutamente mimada que se había convertido en una pesadilla para Caitlyn durante el segundo grado.

– Creo que me ha llamado.

– ¿Crees?

– Sí, cuando estabas en el establo, alguien ha llamado por teléfono, ha preguntado por mí y ha dicho que era Tommy Wilkins, pero su voz no era la suya y se ha empezado a reír -tragó saliva y miró hacia el suelo.

– ¿Y qué te ha dicho Tommy, o Jenny, o quienquiera que fuera?

– Que… que soy una bastarda.

«Oh, Dios mío, dame fuerzas», rezó Sam antes de contestar.

– Tú ya sabes cómo son esas cosas, Caitie. Y que lo mejor que se puede decir de las personas que te han llamado es que son tontainas sin sentimientos -dijo Sam, dolida por el sufrimiento de su hija-. Ellos no saben nada de ti.

Se inclinó para abrazar a Caitlyn. Aquella no era la única vez que la falta de padre había convertido a su hija en blanco de bromas, y probablemente tampoco sería la última, pero cada vez le dolía más.

– ¿Es verdad?

– ¿El qué?

– He buscado esa palabra en el diccionario. Y., y yo soy bastarda porque no tengo papá.

– Es verdad que yo no me casé con tu padre, pero claro que tienes padre, cariño. Todo el mundo lo tiene.

– ¿Pero dónde está el mío? ¿Y quién es? -a Caitlyn le temblaba ligeramente el labio y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Es un hombre que vive muy lejos de aquí, ya te lo expliqué.

– Pero también me dijiste que algún día lo conocería.

– Y lo harás.

– ¿Cuándo?

– Me temo que antes de lo que yo querría -contestó Sam con una triste sonrisa.

– ¿Y me gustará?

– Creo que sí. A la mayoría de la gente le gusta.

– Pero a ti no.

– Es más complicado que eso, ya lo entenderás. Y ahora, ¿quieres un poco dé chocolate antes de irte a la cama?

Caitlyn entrecerró los ojos, como si supiera que estaba siendo manipulada.

– Pero mamá…

– La próxima vez que Jenny, Tommy o quien quiera que esté haciendo esas llamadas te diga algo parecido, dile que te deje en paz. No, mejor todavía, no le digas nada, pásame a mí el teléfono. Yo me encargaré de ellos. ¿Estás mejor ahora?

– Sí, supongo que sí.

Habían desaparecido las lágrimas de sus ojos, y, de momento al menos, también su disgusto. Suspirando, Caitlyn se asomó a la ventana y miró hacia el establo.

– Estaba pensando… -miró a su madre de reojo.

– ¿En qué estabas pensando, cariño?

– Me prometiste que me regalarías un caballo el día de mi cumpleaños.

– Sí, es cierto, pero tu cumpleaños no será hasta que llegue la primavera.

– Sí, lo sé, pero antes llegará Navidad.

– Todavía faltan seis meses para entonces -seis meses, la misma cantidad de tiempo que Kyle tenía que pasar en Wyoming.

Madre e hija subieron por la escalera de madera que conducía al dormitorio de Caitlyn, a la misma habitación en la que Sam había pasado sus años de infancia.

Abrió la ventana. Una ligera brisa meció las cortinas, llevando con ella la fragancia del heno y de las rosas del jardín. Los grillos cantaban y su dulce coro solo era interrumpido por los ocasionales gemidos de algún ternero perdido o por los tristes aullidos de los coyotes.

Caitlyn se dejó caer en la cama e intentó disimular un bostezo.

– Te quiero, mamá -musitó contra la almohada. En aquel momento se parecía tanto a Kyle que a Sam le dolió el corazón.

– Yo también -la besó y se levantó, pero antes de que hubiera abandonado la habitación, Caitlyn le pidió:

– Deja la luz encendida.

– ¿Por qué?

– No sé.

– Claro que lo sabes, duermes a oscuras desde que tenías dos años, ¿te ocurre algo? ¿Hay algo que te preocupe, además de las llamadas de Jenny Peterkin?

Caitlyn se mordió el labio, señal inequívoca de que algo la inquietaba. Sam volvió a sentarse en la cama.

– Vamos, cariño, dime lo que te pasa.

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