Lisa Jackson - Susurros

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Un hombre ha muerto, al parecer, de causas naturales. Otro ha desaparecido sin dejar rastro, y un tercero se ha ahogado en un lago apacible. El asesino quiere asegurarse de no dejar ningún cabo suelto, de que todos los enemigos guarden silencio. Pero todavía queda una persona que conoce su secreto.
Dieciseis años después de que ocurrieran todos los hechos hay una persona empeñada en desentrañar toda la verdad, pero hay demasiados secretos, ocultas pasiones y peligrosos intereses en juego que nadie quiere revelar.

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Limpió el vaso con los dedos y se echó un buen chorro de güisqui. Luego subió las escaleras en dirección a la habitación que había compartido con Dominique durante años. La cama, rodeada por cuatro columnas, no tenía sábanas. Un plástico cubría el colchón. Caminó hacia el ventanal, abrió las cortinas y, sorbiendo la bebida, miró hacia la piscina, completamente seca, repleta de hojas y suciedad que atascaban el desagüe. La casita de la piscina, situada cerca del trampolín, estaba cerrada. Así había permanecido durante años. A continuación miró más allá de la piscina, hacia el lago que tanto amaba. Mirando las tranquilas aguas, sintió miedo, como el tic-tac de un reloj sonando incesantemente en su cabeza.

¿Qué pasó tiempo atrás? ¿Qué descubriría? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Bebió del vaso, sintió cómo el fuerte licor le sacudía la parte inferior de la garganta y le ardía en el estómago. Mientras, bajaba las escaleras, lejos de aquella morgue, con la mente llena de viejos y tenebrosos recuerdos, sexo decepcionante y muy poco amor. Dios, Dominique se había convertido en una zorra.

Una vez en el estudio, sacó la cartera del bolsillo, extrajo una página suelta que había arrancado de una libreta en su escritorio y fijó la mirada en los tres números de teléfono de sus hijas. Ninguna se alegraría de oírle, pero harían lo que les pidiese.

Siempre lo hacían.

Cogió el auricular, escuchó un clic y un tono de línea y tensó las mandíbulas.

Maldito Harley Taggert. Maldito Kane Moran. Y maldita la verdad, cualquiera que fuese.

Capítulo 2

– ¡No es justo! No deberíamos mudarnos. No hemos hecho nada malo. ¡No tenemos la culpa! -Sean miraba a su madre con el ceño fruncido. Tenía los ojos en parte ocultos bajo la gran cabellera, y el rostro tenso y duro. En su nariz resaltaban numerosas pecas, a pesar del bronceado de verano. Su rostro irradiaba rebeldía, que se transmitía por su sentimiento de indignación, y abría y cerraba los puños sintiéndose impotente. En la excitación del momento se pareció a su padre. Claire quería cogerle entre sus brazos y no soltarle nunca.

– Es mejor así.

Vació el contenido del cajón superior del aparador en la cama, y colocó los calcetines y ropa interior en una caja de cartón vacía, mientras deseaba que su hijo creyera en sus palabras. El dolor desaparecería algún día, siempre acababa desapareciendo, pero llevaría tiempo. Mucho tiempo.

– ¡Papá es quien tendría que irse! -Sean se dejó caer sobre una caja y miró a su madre enfadado, junto a la ventana abierta, por donde se veía un robusto manzano.

En las ramas de aquel árbol se balanceaba un columpio hecho con un neumático al ritmo del viento. La vieja rueda colgaba de una cuerda deshilachada y ennegrecida, triste recuerdo de su infancia e inocencia, que había sido recientemente destruida. Los niños no habían utilizado aquel columpio desde hacía años, hasta el punto que había empezado a crecer hierba en la arena donde antes pisaban. Pero eso parecía haber sucedido hacía siglos, en una época en la que Claire se había autoconvencido de que ella y su pequeña familia eran felices, que los pecados del pasado nunca invadirían sus vidas, que podría encontrar la felicidad en aquella tranquila y pequeña ciudad de Colorado.

Qué equivocada había estado. Cerró de un golpe el cajón vacío y siguió vaciando el siguiente con aires de venganza. Cuanto antes saliera de aquella habitación, de su casa, de aquella maldita ciudad, mejor.

De pie, Sean no dejaba de moverse y de meterse las manos en los bolsillos traseros del pantalón tan llenos de cortes que casi dejaban al descubierto sus delgadas caderas.

– Odio Oregón.

– Es un estado muy grande. Demasiado terreno para que lo odies todo.

– No me quedaré.

– Claro que sí -continuó ella, pero detestaba el sonido de determinación en su voz-. El abuelo está allí.

El chico hizo un sonido de disgusto y desprecio.

– Podría tener un trabajo allí.

– Como profesora suplente. Estupendo.

– Lo es. No podemos quedarnos aquí, Sean. Ya lo sabes. Podrías adaptarte -se miró en el sucio espejo, donde podía ver el reflejo de su hijo, alto y musculoso, con algo de vello que empezaba a aparecerle en el labio superior y la barbilla. Su rostro tenía una actitud desafiante, muy diferente a la de dulzura de años atrás. Empezaba a tener la apariencia fuerte y dura de un hombre.

– Todos mis amigos están aquí. Y Samantha, ¿qué pasa con ella? Ni siquiera entiende lo que está pasando.

– Yo tampoco, hijo mío. Yo tampoco. Se lo explicaré algún día.

Resopló en señal de desconfianza.

– ¿Y qué le vas a decir, mamá? ¿Que el monstruo de su padre se tiraba a una chica sólo unos años mayor que ella? -La voz de Sean se convirtió en un susurro severo y desafiante-. ¿Qué se estaba follando a mi novia? -Se señaló el pecho con el dedo pulgar-. ¡A mi jodida novia!

– ¡Basta ya! -Colocó los camisones en una caja, junto a los calcetines-. No hace falta hablar así.

– ¡Joder! Hay un montón de razones. Admítelo. Es por eso por lo que al final te has divorciado de papá después de tantos años de separación, ¿no? ¡Lo sabías! -La cara se le puso roja, tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque no acababan de caer-. Lo sabías y no me lo dijiste.

La furia y la humillación consumieron a Claire. Caminó hacia la puerta, la cerró y el cerrojo hizo un suave clic.

– Samantha sólo tiene doce años. No hace falta que sepa que su padre…

– ¿Por qué no? -le preguntó Sean, inclinando la barbilla-. ¿Crees que no ha oído hablar a todos nuestros amigos de nuestras cosas? ¿De todos nuestros asquerosos secretos? -Sonrió sin ninguna gana y luego sacudió la cabeza-. Oh, sí, no se ha enterado de nada, ¿no? Qué suerte tiene. No tiene que escuchar a nadie decir que su padre es un violador pervertido.

– ¡Es suficiente! -gritó Claire; su voz se ahogaba a la vez que empujaba con fuerza el segundo cajón de la cómoda, cerrándolo de golpe-. ¿Crees que no me importa? Era mi marido, Sean. Sé que estás dolido, avergonzado y apenado, pero yo también me siento así.

– Así que estás huyendo. Como un perro cobarde con el rabo entre las piernas.

Era tan cínico para ser tan joven… Le agarró por los hombros, clavándole los dedos en los músculos, con la cabeza inclinada hacia atrás para poder ver bien su joven rostro enfadado.

– ¡No me vuelvas a hablar así nunca más! Tu padre ha cometido fallos, muchos y… -Vio la mirada de dolor en Sean y algo dentro de ella se resquebrajó, el muro frágil que había intentado mantener en pie-. Oh, Sean. -Abrazó el cuerpo rígido del insensible chico. Quería romper a llorar. Pero desmoronarse no serviría de nada. Susurró-: Cariño, lo siento mucho. Mucho.

Sean permanecía inmóvil en sus brazos, como una estatua que no se atrevía a devolverle el abrazo. Lentamente Claire le soltó.

– Tú no tienes la culpa, ¿no? No le llevaste a… -Apartó la mirada. Los colores se le subían por el cuello.

La insinuación resonaba en su cabeza. Se había hecho la pregunta a sí misma cientos de veces. ¿No era suficiente mujer para retener a su hombre? Su hombre. ¡Vaya broma! En lo más profundo de su ser sabía que lo que había sucedido no era por su culpa. Sólo deseaba haberlo visto venir para que las feas acusaciones, los rumores, el dolor del alma hecha pedazos, no hubieran salpicado a sus hijos. Había pasado toda su vida de adulta intentando protegerles

– Por supuesto que no -contestó con voz temblorosa-. Sé que es duro para ti. Créeme. Para mí también es duro, pero creo que es lo mejor para todos. Para ti, para mí y para Samantha. Que empecemos de nuevo en otro lugar.

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