Todo vale en el amor y en la guerra.
O así es el dicho. Kane no estaba completamente seguro de poder adoptar ese dicho, cuando el futuro de Claire Holland estaba en juego, pero qué diablos, de todos modos a ella nunca le había importado. Nunca se había dignado a fijarse en él excepto una vez, en que bajó la guardia. Puso con fuerza el freno de mano mientras apagaba el motor y se recordaba a sí mismo que estaba casada. Separada, pero casada, y que su nombre ahora era Claire St. John.
La lluvia salpicaba el parabrisas. Las gotas caían sobre el cristal como afilados rayos mientras Kane miraba la choza que había heredado: una cabaña de tres habitaciones a la orilla del lago Arrowhead. Faltaban tejas, había dos ventanas cubiertas con maderas y pintadas con graffiti, las cañerías eran de color naranja por el óxido y llevaban años atascadas debido a las hojas y a la suciedad. El porche estaba hundido como la espalda curvada de un caballo de carga. Había leños, cortados con una motosierra y ennegrecidos por la lluvia de los años.
Llevaban allí desde antes de convertirse en obras de arte de su padre. La ventana del desván, única fuente de luz natural en aquel espacio incómodo que había sido su habitación, se había roto, y aún quedaban trozos de cristal esparcidos por el porche.
«Bienvenido a casa», pensó con amargura mientras salía de su coche. Cargó su bolsa de lino y el petate sobre el hombro, y agachó la cabeza para evitar el viento helado. Un dolor punzante le vino a la cadera, recuerdos de trozos de metralla que había recibido en su última misión extranjera. Se estremeció y se colocó mejor la bolsa en el hombro mientras maldecía el hecho de que aún cojeaba un poco, lo bastante para demorar su paso cuando tenía prisa.
Frente a la puerta, introdujo la llave en la vieja cerradura, y el pestillo cedió. La puerta se abrió con un chirrido. Cayó serrín del cerrojo inservible y estropeado.
Años de polvo, aire corrompido y un sentimiento general de sueños perdidos le invadieron a medida que cruzaba el umbral. En segundo lugar, pensó en sus compañeros por primera vez desde que decidió aceptar esta misión. Quizá volver había sido una mala idea. Puede que la persona que inventó el dicho «no despiertes al león dormido» sabía algo que Kane desconocía.
Desastroso. Pasó por encima de una mesita de café patas arriba. Ya no era el momento de echarse atrás. Dejó su bolsa y saco de dormir sobre un sofá que había en una esquina. En su momento era un sofá de color rosa, moderno y dividido. Ahora era de un color gris rosado debido a la suciedad. Tenía el relleno fuera de la funda y manchado. Los marcos de las ventanas estaban secos y descascarillados, cubiertos de esqueletos de insectos, restos del alimento de las arañas. En una esquina del techo, donde las tejas estaban inclinadas, había un nido casi podrido y a punto de caerse. Los muros hechos con madera de pino estaban llenos de moho, y el olor a humedad penetraba por toda la cabaña como una sombra fétida.
Había acampado en lugares peores que ése a lo largo de los años. Había visto tugurios de Oriente Medio y Bosnia que hacían parecer un palacio a esta cabaña. Pero nunca había llamado hogar a ninguno de aquellos desagradables lugares. Solamente en este lugar sentía cómo su alma sangraba y se encontraba desnuda. Era la casita destartalada donde su madre le había criado durante los primeros años de su vida. Una madre cuyas suelas de zapatos eran finísimas, debido a todo lo que tenía que andar detrás del mostrador de Westwind Bar and Grill.
– Tienes que cuidarte, cariño -decía ella, tocándole suavemente en el hombro y mostrándole una sonrisa triste-. Llegaré tarde a casa, así que cierra la puerta con llave. Papá volverá pronto. -Mentira. Siempre era mentira, pero él nunca preguntaba. Su madre le regalaba un beso en la mejilla. Alice Moran siempre había olido a rosas y a humo, una mezcla de perfume barato y contacto con los cigarrillos. Durante años, el cajón de su aparador había estado lleno de cupones de cajetillas de cigarrillos, guardados y usados para comprar algo especial diferente a los artículos de primera necesidad. La mayoría de los regalos de Navidad y cumpleaños que Kane había recibido habían sido gracias al vicio de la nicotina de su madre.
Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo, cuando la vida, aunque difícil, era simple para un niño de ocho o nueve años. Fue alrededor de la época en que murió papá cuando sus desdichadas vidas cambiaron a peor.
No había muchas razones por las que dar vueltas al pasado, así que Kane ignoró la ira salvaje que sentía en las tripas al igual que hacía con el dolor que sufría en la cadera. Encontró un periódico amarillento de hacía quince años y se sintió como entonces: un adolescente rebelde, torpe y cachondo. Deseaba conseguir algo más de la vida, saborear nuevas cosas, un deseo de ser tan bueno como los Holland o los Taggert, las familias más ricas del lago. Eran la élite de aquella diminuta localidad costera y también de la ciudad de Portland, a unas noventa millas al este.
Había deseado a Claire. Había fantaseado con ella, con una lujuria que había cegado sus sentidos y con fuego entre sus piernas. Con la rica e inalcanzable hija de Dutch Holland.
Hizo una bola con el viejo periódico, apretándolo con la mano. Mientras tanto, recordaba cuántas noches había permanecido despierto en la cama, intentando diseñar un plan para estar con ella. Ninguno de ellos se materializó en otra cosa que no fuera frustración, sudores, y una erección en el pene que se lo hacía tener tan rígido como un asta de bandera en un día sin viento.
No quería pensar en Claire. Sólo le traía a problemas, y además nunca había sido lo bastante bueno para ella. No. En la adolescencia Claire se había fijado en Harley Taggert, hijo del mayor competidor de su padre. Excepto una vez. Una mañana mágica.
– Diablos -refunfuñó, intentando recordar la imagen de Claire. A pesar de la lluvia, abrió las ventanas, dejando entrar la brisa áspera y húmeda impregnada de la fragancia del océano Pacífico. Tal vez aquel aire frío haría esfumarse los insistentes sentimientos de desprecio y esperanzas perdidas. Sentimientos que se aferraban, como telarañas que no quieren irse, a las cortinas descoloridas y trozos de mobiliario barato de aquel basurero.
Dejó la puerta completamente abierta mientras iba una vez más al Jeep para coger su maletín, el teléfono móvil, el ordenador portátil, y una pinta de güisqui irlandés, cuya etiqueta mostraba la bebida barata que más le gustaba a su padre. Era irónico, él tomando el mismo licor que papá, un hombre al que había detestado, pero después de todo parecía algo normal. Hampton Moran había sido un miserable hijo de puta, esquelético. Después del accidente que le dejó en silla de ruedas, se convirtió en un borracho violento, lleno de autocompasión y de cólera. Ya antes de la caída que le dejó lisiado, bebía demasiado y pegaba a su mujer y a su hijo. Más tarde, cuando sólo quedaba Kane para cuidarle, se redujo a restos amargados de un hombre que buscaba consuelo y alivio en la botella. Black Velvet se convirtió en su mujer favorita, cuando se lo podía permitir; Jack Daniels en un amigo, a veces demasiado caro. Casi siempre alimentaba sus sueños rotos con güisqui irlandés de mala calidad.
No se preguntaba adónde había ido la madre de Kane. No había tenido otra salida. Un hombre rico la había cortejado, le prometió una vida mejor siempre y cuando dejara a Hampton y a su hijo. El tipo no necesitaba al rebelde chico, era equipaje extra; ya había medio criado a dos niños propios. Y a una mujer. Kane nunca supo el nombre de aquel cabrón, pero cada mes, como un reloj, llegaba un sobre por correo, sin carta alguna, con trescientos dólares a nombre de Kane. Hampton, sobrio por primera vez en treinta días, esperaba al cartero, a que Kane se hiciera con el sobre, y le obligaba a cobrar el cheque sin nominar. Papá era generoso. Le daba a Kane cinco dólares, y el resto se lo quedaba él.
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