– Cuéntamelo todo. ¿Es grave?
Savannah apretó los dientes. A pesar de la petición que Virginia le había hecho, no podía mentirle.
– No está bien, Travis. Muchos días ni siquiera es capaz de bajar de la habitación.
– ¿Por qué no está hospitalizada?
– Porque en el hospital no pueden hacer nada más por ella. Una enfermera particular viene todos los días.
– Estupendo -comentó con un suspiro-. Maravilloso. Y nadie se molestó en decirme nada -se frotó los músculos del cuello-. Voy a verla.
– Desde luego.
Entraron en la casa. Nada más quitarse el abrigo, Travis se dirigió hacia las escaleras con gesto decidido.
Savannah hizo amago de seguirlo, pero se detuvo. Virginia querría estar a solas con Travis. Había sido como una segunda madre para él y no deseaba en absoluto entrometerse en una conversación privada. Así que bajó de nuevo las escaleras y se metió en el despacho de su padre.
Desgraciadamente, no fue capaz de concentrarse en la montaña de facturas que tenía que examinar. Todos sus pensamientos volvían de continuo a Travis y al verano que habían compartido nueve años atrás.
– Eres una estúpida -masculló, exasperada. Levantándose, se puso a pasear por la habitación.
Al cabo de unos minutos decidió salir a echar un vistazo a las cuadras. Hablaría con Lester Adams, el preparador de caballos, para preguntarle cómo se estaba desarrollando el entrenamiento. Hablar directamente con Lester era habitualmente responsabilidad de su padre, pero dado que se hallaba en Florida, Savannah no iba a tener más remedio que enfrentarse a aquel oso gruñón. Y escuchar tanto sus quejas como sus alabanzas sobre los caballos…
– Reginald debería haberlo vendido -le dijo Lester por segunda vez, apoyado en la cerca-. Parece bueno, pero es muy indómito. Se trabaja mal con él.
– A Mystic le pasaba lo mismo -le recordó Savannah con una sonrisa, mientras observaba a Vagabond correr con la fluida gracia de un verdadero campeón. Era un precioso potro zaino, de ojos oscuros y paso ágil, fluido.
– Es distinto.
– Pero tiene el mismo carácter. Además, yo creía que te gustaban los potros «con fuego», como dices tú.
– ¡Fuego sí, pero éste es un infierno! -Lester sacudió la cabeza y frunció sus espesas cejas grises, frustrado-. Es diabólico.
– Podría ser un campeón.
– Si no se autodestruye antes -el anciano apoyó la bota en un listón de la cerca mientras seguía estudiando al animal-. Tiene velocidad, es cierto.
– Y corazón.
Lester se echó a reír.
– ¡Corazón! Yo lo llamo maldita obstinación. No hay más.
– Sé que acabarás convirtiéndolo en un ganador -le aseguró Savannah-. Como hiciste con Mystic.
El preparador rehuyó su mirada.
– Será todo un desafío.
– De los que te gustan a ti.
– Mmm -se sonrió-. Ya basta, Jake -ordenó al mozo que estaba montando al potro.
– De acuerdo -el pequeño jinete desmontó ágilmente-. Voy a cepillarlo un poco.
Lester asintió con la cabeza. Después de bajarse la visera de la gorra, sacó un arrugado paquete de cigarrillos de un bolsillo de la camisa.
– Así que Travis ha vuelto hoy -dijo mientras encendía uno. Apoyado en la cerca, miró a Savannah a través de una nube de humo azul.
– Ahora mismo está en casa.
– ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
– No lo sé, pero lo dudo. Sólo ha traído una bolsa de viaje. Quiere hablar con Wade.
– ¿Acerca de lo de aspirar a presentarse a gobernador?
– No lo sé -admitió-. No se lo he preguntado.
– No lo entiendo.
– ¿El qué?
– Todo me parece muy raro. A Travis siempre se le dieron bien los caballos. Sé que le gustaba trabajar con ello, eso fue obvio desde el principio. Yo tenía una intuición con ese chico, la sensación de que… bueno, de que se quedaría aquí, en el rancho. Pero me equivoqué. En lugar de quedarse, fue a la universidad y se convirtió en abogado… y apenas volvió a poner el pie en este lugar. Nunca lo entendí -tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota-. Y para colmo, tu hermana va y se casa con Wade Benson…, aunque supongo que tendría sus razones. Pero Benson, por el amor de Dios, un hombre incapaz de diferenciar un jaco de un purasangre, renuncia a su vez a su trabajo como contable para ponerse a trabajar con caballos…
– Wade lleva la contabilidad del rancho.
– Sí, pero no sólo eso. También lo dirige.
– Lo sé. Papá está pensando en retirarse a causa del estado de mamá.
– Una lástima lo de tu madre -repuso Lester en voz baja. Un brillo de tristeza asomó a sus ojos oscuros.
– Sí.
– Una verdadera lástima -masculló, aclarándose la garganta-. Bueno, supongo que será mejor que vaya a echar un vistazo a los chicos… para asegurarme de que se ganan bien el pan -y se dirigió hacia el establo de los potrillos.
Savannah regresó a la casa, pensando todavía en Travis. Minutos después se quitaba sus botas en el porche trasero, se agachaba para acariciar a Arquímedes, el gran perro ovejero de su padre, y entraba en la cocina. Sadie Stinson, la cocinera y ama de llaves, estaba ocupada preparando la comida.
– Huele maravillosamente bien -comentó, asomándose al horno-. Me muero de hambre. Me he perdido la comida.
Sadie Stinson chasqueó los labios con expresión reprobadora.
– ¡Qué vergüenza!
– Oh, no te creas. A juzgar por el aspecto que tiene esto, la espera habrá merecido la pena.
– No conseguirás nada con tus zalamerías -gruñó, aunque resultaba evidente que le había gustado el elogio-. Anda, sube a arreglarte un poco. Serviré la cena dentro de media hora.
– No puedo esperar tanto -replicó. Su estómago suscribió sonoramente la frase.
– Tendrás que hacerlo.
– Qué dura eres -rió Savannah-. Por cierto, ¿has visto a Travis?
De repente cambió de humor. La sonrisa desapareció rápidamente de su rostro.
– Que si lo he visto… Está en el despacho de tu padre, emborrachándose -se puso a partir la verdura con verdadera rabia-. Probablemente ni siquiera apreciará el trabajo que me he tomado.
– Lo dudo -replicó Savannah, saliendo de la cocina.
Recorrió el pequeño pasillo que llevaba al despacho. Travis estaba dentro, apoyado en el alféizar de la ventana con una copa en la mano. Se había quitado el traje y en aquel momento llevaba unos viejos pantalones de pana y una camisa de franela que no se había molestado en abrocharse. Un fuego ardía en la chimenea de piedra.
Él se volvió y la descubrió en el umbral. Allí estaba: mirándolo con sus penetrantes ojos azules, el rostro enmarcado en su melena de rizos negros. Se le hizo un nudo en el estómago. Casi se había olvidado de lo hermosa que era.
– Vamos, bebe conmigo -la invitó, alzando su copa.
– No.
Encogiéndose de hombros, Travis se volvió de nuevo hacia la ventana.
– Como quieras.
Savannah entró y cerró la puerta a su espalda. Arrodillándose frente a la chimenea, acercó las manos al fuego para calentárselas.
– ¿Has visto a mamá?
Él apuró su copa y se acercó a la bandeja de las bebidas para servirse otro whisky.
– Debiste habérmelo dicho.
– No podía.
– ¡Claro que podías!
– Mamá pensaba…
– Se está muriendo, maldita sea -la acusó con sus fríos ojos grises-. Creí que podía confiar en ti, Savannah.
– ¿Qué? -repitió, incrédula-. ¿Que «tú» creías que podías confiar en mí? -«¿qué pasa con la confianza que yo deposité en ti hace años?», le preguntó en silencio, sin atreverse a expresarlo en voz alta.
– Sabes lo que quiero decir. Cuando éramos niños teníamos secretos, pero siempre fuimos sinceros el uno con el otro.
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