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Liz Fielding: Cena para Dos

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Liz Fielding Cena para Dos

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Había dos cosas a las que Nick Jefferson no podía resistirse: un desafío y una mujer rubia. Así que, cuando se encontró con la última de sus rubias y ésta lo desafió a que preparase una cena romántica para ambos, no pudo negarse. Pero, lamentablemente, Nick era incapaz de freír un huevo, y tuvo que pedir ayuda a Cassie Cornwell. Cassie no era el tipo de Nick. Para empezar, era morena y, además, la primera mujer que lo había rechazado, aunque no muy convencida. Su primer matrimonio la había vuelto muy desconfiada, pero eso no la salvó de la decepción que sintió al saber que Nick la había llamado para que le preparara una escena de seducción, en lugar de querer compartir la cena con ella…

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Oyó el mensaje grabado con su voz. Luego el pitido a partir del cual debían dejar el mensaje.

– ¿Qué diablos es eso del caldo de pollo, Cassie?

Cassie saltó al oír la voz enfadada de Nick Jefferson.

– Estoy siguiendo la maldita receta ésta, y de pronto me sale con un buen caldo. Dígame una cosa, ¿es que la gente usa un caldo malo deliberadamente?

– No. Quiere decir… -ella se calló.

El hablarle a un contestador no era una muestra de estar bien de la cabeza.

– ¿Y por qué no le advierte a la gente que prepare primero todas las menudencias? -agregó él.

– Porque cualquiera con dos dedos de frente lo sabría -contestó ella.

Luego frunció el ceño. ¿No era así? Sus libros estaban escritos para cocineros experimentados, pero… tal vez tuviera que aclarar esas cosas. O escribir un libro especial para principiantes; no todo el mundo aprendía a cocinar en el regazo de su madre.

Hubo un silencio en el contestador, probablemente él estuviera esperando que Cassie levantase el auricular y le contestase.

Ella, en cambio, se quedó pensando en la posibilidad de un programa en televisión para principiantes en la cocina.

– ¡Maldita sea! ¡Sé que está ahí, Cassie, así que será mejor que levante el teléfono y me conteste, o le escribiré a esa mujer de la televisión y le diré que usted y sus libros de cocina son fraudulentos!

– ¡Qué hombre! -murmuró ella irritada.

¿Cuánto tiempo iba a seguir quejándose? Iba a gastar la cinta entera del contestador. ¿Por qué no llamaba a su hermana y le preguntaba cómo hacer un caldo? ¿Y de dónde había sacado su número de teléfono? No estaba en la guía. ¿Lo había memorizado del teléfono cuando había estado en su cocina? ¿O había sido Beth, que seguía fantaseando con hacer de Celestina? Bueno, daba igual.

Porque le hubiera comprado dos libros de cocina, y le hubiera dado un beso, no tenía derecho a llamarla cuando le diera la gana, sobre todo cuando lo único que buscaba era que lo ayudase a impresionar a una rubia atractiva con su arte culinario.

¡Y encima la llamaba fraudulenta!

Ya era hora de que le dijera un par de cosas, y aquélla era una oportunidad como otra cualquiera.

Cassie se dio la vuelta, pensando en saltar y decirle lo que pensaba, pero la silla, que estaba inestable sobre el suelo de piedra, se movió y le hizo perder el equilibrio. En el intento de salvarse de la caída, no pudo apoyar el pie y se cayó hacia atrás.

Cassie chilló. Dem salió de debajo del sofá asustado. Cassie se agarró de la puerta del armario con ambas manos. Pero entonces la vieja puerta se desencajó y se arrancó del armario. Y Cassie se cayó definitivamente al suelo.

Nick esperó, seguro de que Cassie estaba en casa. La había visto hacía una hora y no parecía tener prisa por ir a ningún sitio. Sólo parecía tener prisa por desembarazarse de él. No le extrañaba. Ella lo ponía nervioso. Gritarle por teléfono no iba a hacer que se ganase su solidaridad ni su ayuda. Se pasó los dedos por el pelo y suspiró.

– Cassie, oye, lo siento. No debí gritarte, pero no te imaginas en el lío que me he metido… Por favor, levanta el teléfono y habla conmigo. Estoy desesperado.

Nada.

Bueno, ¿qué se había pensado? Después de haberle gritado de ese modo, era normal que no le contestase. No comprendía qué le había pasado.

Le enviaría flores para pedirle perdón, y entonces… Y entonces se olvidaría de ella. Cassie lo estaba distrayendo demasiado.

En el momento en que iba a colgar el teléfono oyó algo. Un ruido que parecía un golpe del aparato contra el suelo

– ¿Cassie?

– Compra un paquete de cubitos de caldo, y sigue las instrucciones -dijo ella en un tono tenso, como si le costase un gran esfuerzo hablar.

Luego hubo un ruido como si alguien le quitase el auricular. ¿Estaría con alguien? ¿Era por eso por lo que había querido quitárselo de en medio? ¿Estaría esperando a alguien?

Sintió un nudo en el estómago ante la idea de que hubiera un hombre que la abrazara, que la besara, que tal vez la desvistiera. Aquel pensamiento le hizo sentir desconsolado, desesperado, incluso enfadado. Sabía que debía colgar simplemente, pero no pudo hacerlo.

– Pero eso no es lo que tú harías, ¿no es cierto? -insistió él.

– Nick, créeme. Tú no quieres saber cómo hacer un caldo.

– ¿Es muy difícil?

– No, pero… Créeme. Ve a lo fácil. Todo el mundo lo hace.

– Yo no soy todo el mundo.

– Eso no es cierto. Déjalo, Nick, por favor. No puedo ocuparme de ello ahora.

No parecía muy interesada en el juego de la seducción. Más bien parecía…

– Cassie, ¿pasa algo malo?

Cassie se rió. Se había caído al lado del escritorio y estaba sentada en el suelo de su cocina, apoyada en la pared. Le dolía el tobillo. Se lo había torcido. Y un hombre pretendía que le diera una clase sobre cocina por teléfono. Bueno, no un hombre cualquiera. Nick Jefferson.

– ¿Si pasa algo malo?-repitió ella. Reprimió un grito de dolor cuando Dem se acercó y se frotó contra el tobillo, pero no lo logró del todo.

El se dio cuenta de que pasaba algo.

– ¡Espera, Cassie! ¡Voy enseguida!

– ¡No! ¡No hace falta!

Pero era demasiado tarde. Nick había colgado. Cassie gimió de dolor.

Dejó el teléfono tirado en el suelo y se dispuso a arrastrarse por la cocina para llegar a la caja de primeros auxilios. Dem se puso a su lado y comenzó a restregarse la cabeza en su mano.

Ella echó al gato.

No le preocupaba la inminente llegada de Nick Jefferson. No iba a poder entrar, a no ser que ella se arrastrase hasta la puerta para abrirle. Y como no podía hacerlo, se tendría que marchar.

Además, los hombres como Nick Jefferson no traían más que problemas.

A los veintidós años no lo había sabido. A los veintisiete no tenía la misma excusa.

Miró las pechugas quemadas con resignación. No parecían realmente comestibles. No se parecían en nada a la foto del libro de Cassie. Tal vez su hermana tuviera razón. Quizás no fuera mala idea confesar la verdad a Verónica y llevarla a cenar a algún restaurante caro.

Tal vez hasta se sintiera halagada por todas las molestias que se había tomado él para impresionarla. Sobre todo si ponía el énfasis en la parte cómica del asunto. Tal vez debajo de esa fachada de frialdad, Verónica tuviera sentido del humor.

El único peligro que tenía ese plan era que a Verónica le resultase demasiado gracioso y se lo contase a Lucy, su secretaria, y que finalmente se enterase toda la oficina. Todos se reirían a sus expensas.

¿Quién le habría mandado meterse en aquel lío? Daba igual. No pensaba sentirse derrotado por un trozo de pollo.

Pero antes de conseguir que el pollo se rindiese debía ir a ver qué le había pasado a Cassie. Tenía que averiguar por qué había gritado de dolor.

En menos de diez minutos llegó con su Porsche a la casa de Cassie. Aparcó detrás del Alfa de ella.

Golpeó la puerta y esperó impacientemente. Se apoyó en la barandilla para espiar el sótano, con la esperanza de poder ver la cocina. Pero la ventana era alta y estrecha y el ángulo no era el adecuado. Se echó para atrás. Pero aun así no era capaz de ver más que unos pies. Ella no fue a abrir la puerta, así que estaría allí tirada. Se habría hecho daño. Aquella idea lo alarmó. Tenía que hacer algo.

Miró hacia un lado y a otro de la calle. Luego dobló la esquina. Había una puerta en una pared no muy alta. El fondo de la casa de Cassie debía de lindar con aquel lugar. La puerta estaba cerrada, por supuesto, pero debía de ser la entrada trasera de la casa. Decidió saltar el muro.

Saltó hasta el borde de la pared, se aferró y trepó. Como se había imaginado, detrás de la puerta había un pasadizo entre dos casas, cada una de las cuales tenía una puerta que daba a un jardín. Pensó que las puertas estarían cerradas, así que no se molestó en bajar al pasadizo para comprobarlo. Directamente decidió hacer equilibrio por la pared.

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