La ayudante del peluquero le tocó el hombro.
– Ya puede mirar.
Jilly no quería mirar; pero como no le quedaba más remedio, acabó abriendo los ojos muy despacio. Parpadeó. Ésa no era ella. Esa chica con mechones dorados no podía ser ella. ¿O sí? Levantó una mano, se tocó el pelo y el espejo reflejó la acción.
Tragó saliva y miró al peluquero, que esperaba un comentario.
– Es… diferente -dijo Jilly por fin. El peluquero no contestó.
– Nunca he llevado el pelo corto. A mi madre va a… -a su madre le iba a dar un ataque-. Me ha cambiado un poco el color.
El hombre al que había que pedir cita con tres meses de antelación dijo:
– Sólo unos reflejos.
– Gracias -dijo Jilly con sinceridad.
El peluquero se dio por satisfecho y, al momento, se acercó a la mujer que estaba sentada en el sillón contiguo, y que le hizo esperar porque se inclinó hacia Jilly y le tocó una mano.
– La he visto al llegar y no puedo creer que sea la misma chica.
– La verdad es que yo tampoco.
La chica que le dio el abrigo le informó que el coche la estaba esperando, y Jilly salió de la peluquería ansiosa por ver la expresión de Max cuando apareciese con su nuevo corte de pelo.
Max la vio acercarse y tuvo unos segundos para acostumbrarse a la transformación. Le costaba creer que fuera la misma mujer, lo que veía era un rostro que haría volver todas las cabezas con las que se cruzara, cosa que ocurrió cuando cruzó la calle.
Max salió del coche, se la quedó mirando un momento y luego dijo:
– Quizá debiera habértelo cortado yo con las tijeras de podar.
Jilly le creyó… un momento, pero sólo un momento. Después, notó el brillo travieso de sus ojos y sintió cómo se le hinchaba el pecho.
– Las quejas dirígelas al demonio de las tijeras, Max. A mí no me han dejado tomar baza en el asunto -Jilly se metió en la limusina como si estuviera acostumbrada de toda la vida-. Bueno, ¿y ahora qué?
– Ahora vamos a comprarte zapatos.
– ¿Zapatos?
– Los de Charlotte te están pequeños y, si te duelen los pies, no podrás estar guapa.
– Lo único que necesito es un par -protestó ella después de que Max hubiera apartado media docena de pares de zapatos de noche-. Sólo puedo comprarme un par. Estos plateados están muy bien, son muy parecidos a los de Charlotte.
– Estoy de acuerdo.
Y mientras Jilly pagaba por los zapatos plateados, Max le dio su tarjeta de crédito al dependiente y pagó con ella los otros cinco pares.
– Jilly, vas a tener que disculparme, pero tengo que hacer unos recados. El chofer sabe dónde tiene que llevarte ahora.
– ¿Eh? ¿Y dónde es eso?
– El salón de belleza. Tratamiento facial, masaje y todo lo que se te antoje. Está todo arreglado.
Jilly miró el bastón de Max.
– Quédate tú con el coche, Max, yo puedo tomar un taxi.
Max notó que no había puesto objeciones al salón de belleza, sólo al coche. Bien, Jilly parecía empezar a disfrutar con aquello. Y él también.
Max levantó el bastón para parar un taxi.
– Le he dicho a Harriet que te ayude a seleccionar los vestidos. Elige los que quieras porque, lo que no quieras, lo vamos a llevar a una tienda de caridad el lunes.
– Oh, pero…
– Y estate lista para las ocho y media. Tengo reservada una mesa para cenar a las nueve -entonces, Max se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. ¿Te he dicho que estás absolutamente irresistible?
No esperó a que ella respondiera. Jilly aún estaba de pie en la acera, con la mano puesta en la mejilla, cuando el taxi de Max se puso en marcha.
A JILLY le dieron un baño de vapor, le hicieron la cera y le dieron un masaje en todo el cuerpo. Le hicieron la manicura y la pedicura y le pintaron las uñas de un color que eligió entre cientos, a tono con el carmín de labios que compró por mucho más de lo que cualquier carmín de labios tenía derecho a costar.
Escogió un sándwich en un menú tan grande como una casa antes de que le dieron una clase de maquillaje, la profesora era una mujer que fue capaz de transformar sus muy normales rasgos en algo digno de salir en la portada de la revista Vogue.
Jilly volvió flotando al coche y la cara del chofer lo dijo todo.
– ¡Vaya una transformación, señorita!
– De patito feo a cisne en un día.
– Yo no diría eso, señorita.
– ¿No?
El conductor sonrió.
– Para empezar, no era ningún patito feo.
El conductor era un bromista, evidentemente.
– Creo que será mejor que me lleve a casa, Bill. Si voy a pasarme la noche bailando, voy a necesitar antes un sueñecito.
Pero el teléfono estaba sonando cuando llegó a su apartamento, su madre quería hablar del programa de televisión, quejarse de que a su hija la hubieran cubierto de pegamento.
– ¿De qué sirve ser amiga del que lleva el programa si no hacen que ganes el premio? -dijo su madre.
– Eso no habría sido justo, mamá -respondió Jilly pacientemente.
Pero tampoco era que lo arreglasen para que no ganara. Y ya se estaba hartando de disculpar a Richie en todo momento.
Pero de haber ganado, Max no habría aparecido para llevarla a casa en la limusina con chofer. No la habría compadecido. No la habría besado. Se preguntó si le resultaría fácil convencerlo de que la besara otra vez con la excusa de que eso pondría realmente celoso a Richie.
Acababa de colgar cuando llamó Harriet.
– ¿Vas a venir a ver los vestidos, Jilly?
A Jilly le resultó algo embarazoso quedarse con ropa de Charlotte, pero Harriet, aleccionada por Max, le estaba apartando mucha más ropa de la que Jilly se habría atrevido a elegir.
– Estoy encantada con que Max haya decidido deshacerse de esto. No es bueno aferrarse al pasado de esa manera, ¿no te parece? ¡Ah, éste sí que te va a sentar bien, Jilly! -Harriet puso un vestido de tejido de lana entre el montón que iban a llevar al apartamento de Jilly.
– No sé si lo que estamos haciendo está bien, Harriet. Puede que a Max no le guste verme con la ropa de su mujer.
– Cielos santos, criatura, tú no te pareces en nada a Charlotte, y ella nunca se ponía el mismo vestido más de dos o tres veces -Harriet se encogió de hombros-. Las mujeres desgraciadas hacen esas cosas, pero las compras jamás pueden sustituir al amor.
¿Harriet sabía lo de Charlotte y Max?
– ¿Estás segura que no quieres estas pieles? -preguntó Harriet.
– Oh, no, no, estoy completamente segura.
Harriet suspiró.
– Es una pena porque, aunque cuestan un dineral, no creo que la tienda de caridad las quiera tampoco. Las llevaré a Salvation Army, quizá allí tengan uso para ellas.
– ¿Cómo era, Harriet? Me refiero a la señora Fleming.
– ¿Charlotte?
Jilly asintió.
– Una chica de oro. Lo tenía todo: belleza, dinero y alcurnia.
– Pero no era feliz.
Harriet se enderezó.
– Max me lo ha contado todo -añadió Jilly.
– ¿Sí? ¿Te ha dicho lo maravillosa que ella era y que fue culpa de él que Charlotte muriese? -Harriet sacudió la cabeza-. Charlotte no tenía por qué haberse casado con Max, Jilly. Lo que le pasó es que no pudo soportar perder los privilegios de los que había gozado siempre, por eso se casó con Max.
Harriet llenó los brazos de Jilly de vestidos.
– No podía soportar vivir sin este lujo -continuó Harriet.
– Esto debe costar una fortuna.
– Se casó por Max por dinero. Al final, lo único que hacía era gastar y gastar. Bueno, dime, ¿qué te vas a poner para salir esta noche?
Jilly miró al montón de vestidos que tenía.
– No lo sé, hay tantos.
– Pruébate el negro -dijo Harriet señalando a un vestido que Jilly había desechado.
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