– Utilicé «zumo de naranja» como término genérico para describir toda clase de bebidas no alcohólicas -contestó ella-: agua tónica, limonada, agua con gas, etc. ¿Quieres que continúe?
– Preferiría que no lo hicieras. Y te pido disculpas por ser tan tonto. ¿Qué te apetece beber, Jilly?
Jilly levantó su copa de zumo de naranja y bebió. Recién exprimido. Delicioso.
– Esto está bien.
– Estupendo, porque prefiero que tengas la cabeza despejada esta noche -Jilly frunció el ceño-. No quiero ser responsable de lo que puedas llegar a lamentarte en el futuro.
– ¿Lamentarme?
– De lo que te pase después de que Richie te vea con ese vestido.
– Creía que estábamos evitando a Richie.
– Podemos intentarlo, pero no puedo garantizar nada. Londres es sorprendentemente pequeño.
– Ya veo.
La expresión de Jilly apenas cambió, pero, cuando ella se levantó, a Max no le quedó duda alguna de que estaba enfadada.
– Dime, Max, ¿estás sugiriendo que lo único que Richie tiene que hacer es mirarme para que me meta en la cama con él?
– ¿Y tú me estás diciendo que aún no lo has hecho?
Jilly enrojeció de la cabeza a los pies. Entonces, se inclinó hacia adelante y, durante un segundo, Max creyó que iba a tirarle el zumo de naranja a la cabeza. Pero Jilly dejó el vaso encima de la mesa y recogió su bolso.
– Hasta el lunes, Max. A las nueve. En tu despacho. Y no te retrases.
Jilly se dio media vuelta y, con la cabeza muy alta, salió del bar.
Estaba temblando cuando llegó al guardarropa de las señoras. Estaba a muchos kilómetros de Londres y no tenía idea de cuánto le costaría un taxi, aunque temía que las veinte libras de Max, que llevaba en el bolso «por si acaso», no serían bastante.
No sabía qué le había pasado, excepto que no quería que Max la considerase una chica fácil, barata y desesperada por meterse en la cama con Richie. Ahora, obligada a enfrentarse a ello, se daba cuenta de, que jamás había querido acostarse con él. No sabía qué había querido de Richie, pero no era eso. Quizá fuese un «gracias» y que la tratara como a una amiga de verdad.
Sólo había un hombre con el que quería compartir la cama y… Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se secó una ridícula lágrima.
Decidió que ya había perdido demasiado tiempo en los lavabos, tenía que ir a por el abrigo. El abrigo de la esposa de Max.
Se miró el vestido y se juró llevarlo el lunes a la tienda de caridad con el resto de la ropa que había elegido. Y los zapatos.
JILLY se detuvo al ver a Max apoyado contra la pared hablando con la empleada que atendía el guardarropa.
– Ah, querida, ya estás aquí -dijo Max en tono suave, sonriendo-. Creía que te habías perdido. Nuestra mesa está lista y el chef nos puede matar si dejamos que se enfríe la comida.
Antes de que Jilly pudiera decirle lo que el chef podía hacer con la comida y con la mesa, Max la tomó del brazo y la empujó hacia el comedor.
Si no quería dar un escándalo, la única opción que le quedaba era ir con él. Y eso hizo.
Entraron en un comedor de techo bajo y les llevaron a una mesa con vistas al río. Una vela parpadeó, su luz hizo brillar la cubertería. Max permaneció de pie mientras el camarero ayudaba a Jilly a sentarse; entonces, una vez que la vio sentada, se permitió hacer lo mismo.
– Y ahora, querida -dijo Max en tono sumamente suave-, ¿te importaría decirme qué demonios te pasa?
¿Querida? ¿Y qué debía hacer ella? ¿Pedirle disculpas? ¿Darle explicaciones? ¿Cuál sería la reacción de Max si le dijera que no le importaba en lo más mínimo que Richie se fijara en ella, que lo único que le importaba era él, Max? No, no podía darle explicaciones.
– Dime, Max, con toda esa actitud tuya tan varonil… ¿impresionabas mucho a las mujeres en los días que eras un playboy?
Jilly vio una sombra de perplejidad asomar a los ojos de Max; después, él echó hacia atrás la cabeza y rió. Fue una risa inesperada, pero su sonido era cálido, especial, y Jilly se le unió.
– ¿Y bien? -insistió ella tras unos momentos.
– Jilly, compórtate.
– No quiero comportarme. Además, me pareces que piensas que soy incapaz de hacerlo -eso hizo que dejara de reír-. Según el periódico de hoy, eras un playboy. Y perdóname, pero me resulta difícil creerlo.
– Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Excesos de juventud.
Así que era verdad. Y no, no era difícil imaginarlo, especialmente cuando Max sonreía, cuando sonreía de verdad como estaba haciendo en ese momento.
– Y la respuesta a tu pregunta es sí -continuó él-. Toda esa seguridad en uno mismo impresionaba mucho a las mujeres.
– Ah. ¿Y qué pasó?
– ¿Quieres que te describa en detalle mis indiscreciones de juventud?
– No. Quiero saber por qué dejaste de ser un playboy.
– Hice lo que casi todos los hombres acaban haciendo: dejé de perseguir a muchas mujeres y me concentré en una sola… -Max hizo un gesto al camarero que estaba cerca para cuando le necesitasen y éste se acercó a la mesa y sirvió vino en dos copas-. Espero que te guste el vino que he elegido, es uno de mis preferidos.
Jilly se lo quedó mirando, después miró el vaso que tenía a su derecha.
– ¿Por qué? No voy a beber alcohol, ¿no? -Jilly se sirvió agua de la jarra que había en la mesa.
– No me hagas caso, Jilly. Tienes derecho a estropear tu vida tanto como cualquiera. Así que… ¿te parece que empecemos a comer?
Max fue a agarrar un tenedor, pero Jilly, extendiendo la mano, la puso en la de él.
– Max…
Max contuvo la respiración, sin importarle lo que ella iba a decirle. Lo único que podía sentir eran los fríos dedos de Jilly en la mano, y un inmenso deseo de levantarse y estrecharla en sus brazos.
– Aún no te he dado las gracias.
Max no sabía qué había esperado que dijera, pero no era gracias.
– No me las des todavía, no te estoy haciendo ningún favor.
Entonces, Max le miró la mano y ella la retiró inmediatamente. Y Max tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no agarrarle la mano y decirle que estaba cometiendo el mayor error de su vida.
Max se resistió. Se había casado con Charlotte a pesar de las advertencias de todos sus amigos y familia en contra de ello. Cuando no se pedía consejo, no se quería. Quizá Jilly tuviera razón en lo de que almorzar con su madre no fuera buena idea. Quizá referente a su plan fuera buena idea. Y quizá él debiera acabar con aquello lo antes posible.
– Perdóname un momento, Jilly.
Max se sacó un bolígrafo del bolsillo y un diminuto cuaderno de notas. Escribió algo en un papel, lo arrancó del cuaderno y lo dobló. A continuación, miró al camarero.
– ¿Podría darle esto a mi chofer, por favor?
El camarero se marchó con la nota y Max, por fin, levantó su tenedor, contento de ver que la mano no le temblaba. Era lo único en él que no temblaba.
– Y ahora, Jilly, deja que te explique lo que es esto. Es una mezcla de faisán, conejo y paté con…
Jilly, que había estado mirando al plato exquisitamente preparado para no mirar a Max, alzó por fin los ojos.
– La educación es algo maravilloso, ¿verdad, Max? -observó ella con cinismo-. De no explicármelo, habría pensado que es un foi grass elegante con una especie de champiñones de acompañamiento.
– Y habrías estado en lo cierto -su temblor interno se intensificó, pero alzó la copa-. ¿Pax?
– Francés, latín… desde luego, los playboys sabéis como entretener a las mujeres.
– Como te he dicho, estoy falto de práctica, Jilly, pero haré lo que pueda.
¡Ya, falto de práctica! El coqueteo era algo natural en él, tan natural como respirar.
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