Liz Fielding - Corazón de Fiesta

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Max Fleming necesitaba una nueva secretaria y la señorita Jilly Prescott parecía adecuada para el puesto porque, además de que tenía los conocimientos y experiencia necesarios, no era probable que se fijara en él, ya que seguía enamorada de Richie Blake. De hecho, Max incluso se ofreció a ayudarla a recuperarlo.
El plan parecía sencillo: un corte de pelo, un nuevo vestuario y el atractivo Max acompañándola a una fiesta sensacional. Con eso, estaban seguros de que Jilly atraería la atención de su antiguo amor. Pero, cuando Max la llevó a aquella fiesta, empezaron a ocurrírsele ideas extrañas respecto a Jilly, y ninguna de ellas tenía nada que ver con arrojarla a los brazos de otro hombre.

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¿Había vuelto a su hogar con el corazón roto porque Blake había decidido casarse con otra? Sin embargo, se habían abrazado como grandes amigos y Blake la había llevado a casa. Él, por su parte, había estado tan seguro de… Pero no, Blake no podía ser tan sinvergüenza, ¿o sí? Nadie que conociera a Jilly podía hacerle eso.

Sólo había una forma de averiguarlo, y él tenía que averiguarlo.

Tres horas. Tres horas que le parecían tres años. ¿Qué demonios iba a hacer durante el trayecto?

– Siempre hay alguien al que le pasa eso, ¿verdad?

Max miró al hombre que se había sentado frente a él.

– Perdone, ¿qué ha dicho?

– Que siempre hay alguien que pierde el tren -el hombre indicó con la cabeza la barrera que no dejaba pasar a más gente.

Max, educadamente, se volvió. Vio a una joven elegantemente vestida rogándole a la empleada del ferrocarril que la dejara pasar. Llevaba un abrigo oscuro largo, pero fue el cuello de cisne del jersey color melocotón lo que llamó su atención. Era igual que el que Jilly se había comprado. Max continuó mirando.

– ¡Oh, Dios mío, Jilly!

– ¿Amor? -la empleada del ferrocarril esbozó una enorme sonrisa-. Haberlo dicho antes.

Después, se volvió al guardia que estaba revisando si las puertas estaban cerradas para que saliera el tren.

– Eh, George, espera un momento. Una pasajera más para el tren -la mujer levantó la barrera y dejó a Jilly pasar-. Vamos, adelante. Y dele un beso de mi parte.

– Ah, menos mal, se han compadecido de ella. ¿Y quién no lo haría, con una sonrisa así?

Max no podía creerlo. Jilly estaba en Newcastle, se lo había dicho Amanda. ¿Cómo podía estar ahí?

Max dejó el periódico, se puso en pie y empezó a caminar hacia la cola del tren.

Debía estar equivocado, no podía ser ella. Era el color del jersey lo que le había confundido, y también el pelo. Sin embargo, sabía que era ella. Por algún motivo, por increíble que fuese, ella estaba allí…

Era viernes y el primero de los vagones estaba lleno de estudiantes que volvían a casa a pasar el fin de semana. Jilly comenzó a recorrer el pasillo central con la esperanza de encontrar un asiento en alguno de los vagones.

Max recorrió despacio el tren, examinando todos los asientos, buscando un jersey de color melocotón. Llegó al vagón restaurante y, durante un momento, pensó que la había encontrado. Pero la chica que hacía cola para el buffet se volvió en ese momento y a Max se le encogió el corazón al ver que se había equivocado.

Volvió la cabeza. Tres horas.

– Billetes, por favor.

– Oh, Dios mío, no tengo billete. He llegado al tren de milagro y…

Aquella voz, aquel acento eran inconfundibles. Sin embargo, debía haber docenas de chicas en ese tren que hablaban como Jilly.

– No va a ser un problema, ¿verdad? No podía esperar. Verá…

Max se volvió, y ahí estaba ella, a la entrada del buffet, con la cabeza agachada buscando el monedero en el bolso.

– ¿Puedo pagarle con tarjeta de crédito?

– Sí, señorita. ¿Adónde va?

– A Newcastle.

– ¿Sencillo o de ida y vuelta?

Jilly titubeó.

– La verdad es que no estoy segura…

Max se inclinó sobre el hombro de Jilly y le dio la tarjeta de crédito al revisor.

– Dos billetes en primera, por favor.

Jilly se dio la vuelta al momento.

– ¡Max!

Todo el amor que sentía estaba en sus ojos. ¿Cómo. no lo había visto antes? De repente, no sintió necesidad de buscar las palabras adecuadas, la verdad estaba ahí.

– Creía que…

– Iba a buscarte, Jilly.

– Amanda me lo ha dicho. He venido a Londres a la boda de Rich, y me pasé por la oficina… Y fue cuando ella me dijo que…

¿A Jilly no le importaba que se casara con otro?

– Creía que me llevabas horas de adelanto -añadió ella cuando Max no dijo nada.

¡Y había ido a buscarlo a él! Saberlo le dio valor, coraje, esperanza…

– Te necesito, Jilly.

– ¿Me necesitas? -Jilly lo miró a los ojos-. ¿Como secretaria?

El revisor esperaba.

– Laura es mi secretaria. Te necesito… como esposa.

Jilly creyó estar soñando. Amarlo y que la amara era más de lo que se atrevía a soñar. Y sabía lo mucho que eso significaba para él.

– Max… -pronunció ella en voz apenas audible-. Oh, Max, ¿estás seguro?

– Claro que está seguro, jovencita -dijo alguien animándola-. ¿Es que no ve que el pobre está perdidamente enamorado?

La intención de Max había sido ir despacio, de mostrarle poco a poco lo mucho que la quería.

– Sí, Jilly, estoy completamente seguro. Pero estoy dispuesto a esperar hasta que tú también lo estés. Y no me importa el tiempo que te lleve.

– Dios mío, mujer, ponga fin al sufrimiento de ese pobre hombre.

Los labios de Jilly esbozaron una sonrisa insegura.

– Yo estoy segura si tú lo estás.

– Bien, ya está arreglado. ¿A qué están esperando? Vamos, hombre, dele un beso.

Max le puso una mano en la mejilla, pero antes de poder hacer lo que aquel desconocido pasajero le había sugerido, el revisor tosió para llamarle la atención.

– Perdone, caballero, pero ¿le importaría posponer este momento y decirme antes para dónde quieren los billetes?

Max no apartó los ojos de Jilly.

– Para el paraíso -respondió Max.

– ¿El paraíso? Bien, caballero -el revisor sabía cuándo darse por vencido-. ¿Y los quiere sencillos o de ida y vuelta?

– Sencillos -respondió Max sin vacilar-. No vamos a volver nunca de allí.

Epílogo

EL PARAÍSO. Los rayos del sol bañaban la pequeña iglesia de piedra en la hermosa campiña de Northcumbria, y a Jilly se le antojó encontrarse en el paraíso cuando su hermano menor le dio la mano para ayudarla a bajarse del coche nupcial.

El paraíso. Max llevaba tres días sin ver a Jilly, aunque a él le habían parecido tres años. Y los tres últimos minutos también le habían parecido tres años. Entonces, se oyó un rumor a la puerta de la iglesia, el párroco ocupó su lugar y el órgano empezó a tocar la marcha nupcial.

La vio enmarcada en el umbral de la puerta, con los diamantes de su madre sujetándole el velo en su sitio. Y a Max le pareció que el corazón ya no podría caberle nunca más en el pecho. Entonces, la vio avanzar hacia él por el pasillo y, cuando llegó hasta él, Max le tomó la mano.

– Que una secretaria se case con su jefe es tan típico, ¿no te parece?

Sarah Prescott, mirando a su hija colocarse al lado de Max delante del altar, sonrió a su hermana.

– ¿Verdad que sí?

– Y es mayor que ella.

– Bueno, Jilly siempre ha sido muy madura para su edad.

– ¿Y no te parece que ha sido un poco precipitado? Se conocen desde hace poco.

– ¿Y para qué iban a esperar? Están enamorados y, al contrario que la mayoría de la gente, no tienen que ahorrar para la fianza de un piso.

La sonrisa de la madre de Jilly se agrandó. Llevaba años oyendo a su hermana hablar de vacaciones en lugares exóticos, de los coches de su marido y del último novio de Gemma.

– ¿Te he dicho ya que Max tiene tres?

– ¿Tres qué?

– Tres casas. Bueno, la cuarta es una villa en Tuscany.

Después…

– Tu Gemma es una chica muy mona. Siempre he pensado que sería la primera en casarse. En fin, de todos modos, le sienta muy bien lo de ser dama de honor.

En ese momento, el párroco empezó:

– Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para…

El paraíso. Votos, anillos, firmas y testigos. Cuando Jilly salió de la sacristía del brazo del hombre al que amaba, le esperaban amigos, familiares, flores y deseos de toda felicidad. Se sentía absolutamente feliz; sin embargo, durante un momento, mientras recorría el pasillo, se vio presa del pánico: la vida no era así, aquello era demasiado perfecto y ella era demasiado feliz…

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