Le echó una mirada reprobatoria a su ropa y se dirigió hacia la puerta. Jacqui no pudo evitar sentirse decepcionada. No le gustaban los cotillees, pero había esperado mantener una conversación agradable que respondiera a las preguntas que no le habían dejado dormir por la noche.
– Por supuesto. Pero antes de que se vaya, ¿puedo hacerle una pregunta?
– Pregunte -dijo la mujer con cierto recelo-. Pero no le prometo que responda.
– Maisie no ha traído ropa para salir al campo. No tiene nada en su habitación, y el señor Talbot no parece saber dónde guarda sus cosas.
– ¿Por qué habría de saberlo?
– No lo sé. La verdad es que no sé nada.
Tal vez la humildad fuera la respuesta adecuada, porque la expresión de Susan cambió.
– Bueno, siempre está vagando de un sitio a otro. Pueden pasar meses, incluso años, sin que sepa nada de él, hasta que de pronto aparece.
Vaya suerte la suya, pensó Jacqui, de que sus visitas a High Tops hubieran coincidido. Le habría gustado obtener más detalles, pero Susan ya se dirigía hacia la puerta.
– ¿Lo sabe usted? -le preguntó, en un último y desesperado intento.
La mujer reflexionó un momento, pero negó con la cabeza.
– No -respondió secamente.
– Tal vez podría buscarla yo misma. ¿Por dónde podría empezar?
– Ya se lo he dicho; no guarda ninguna ropa aquí -agarró un abrigo del perchero-. Su última niñera siempre traía todo lo que necesitaba -dijo, sin ocultar su cinismo.
– Pues yo no he tenido ese privilegio. Tengo que arreglármelas con lo único que hay: tafetán rosa y seda amarilla.
– Supongo que podría echar un vistazo en el viejo cuarto de los niños -dijo Susan, sacando un pañuelo para la cabeza del bolsillo del delantal-. Quizá encuentre algo de la señorita Sally. Está arriba… -pensó por un momento-. La quinta puerta del pasillo.
– Gracias, Susan -respondió Jacqui con una sonrisa-. Espero que esté lista para un sándwich de beicon cuando vuelva, para acompañar a su té.
La mujer le devolvió la sonrisa.
– De acuerdo. Si insiste, estaré de vuelta en media hora.
Jacqui subió las escaleras y recorrió el largo y ancho pasillo, iluminado por una serie de ventanas que, en un día despejado, seguro que ofrecían una hermosa vista. Una alfombra turca cubría el suelo encerado, y las paredes estaban repletas de cofres antiguos y cuadros.
A pesar de su descuidado aspecto exterior, aquélla había sido sin duda la residencia de un caballero. Lástima que ahora la ocupara un caballero semejante, pensó Jacqui mientras contaba las puertas hasta llegar a la quinta. Estaba junto al final de un tramo de escaleras, en lo que parecía la parte principal de la casa. A Jacqui le pareció extraño que el cuarto de los niños estuviera allí, pero se encogió de hombros y abrió la puerta. Aún era muy temprano y la niebla que rodeaba la casa oscurecía las habitaciones, así que buscó el interruptor de la luz.
La estancia se iluminó y Jacqui vio enseguida que sus sospechas no eran infundadas. Aquélla no era la habitación de los niños, sino el dormitorio principal. Amueblado al estilo regencia, elegante, caro y con una enorme cama de columnas.
Se dio la vuelta con la intención de salir inmediatamente… y se encontró con Harry Talbot, que estaba de pie frente a un aparador, buscando ropa interior. Ya era bastante embarazoso haber entrado sin llamar, pero a eso había que añadir que él acababa de salir de la ducha y que estaba desnudo, salvo una toalla envolviéndole las caderas. Y al girarse para mirarla, la toalla se soltó y cayó al suelo.
Él no hizo el menor movimiento para recuperarla, y Jacqui, a pesar de abrir la boca con intención de disculparse, fue incapaz de emitir sonido alguno. Era hermoso y esbelto, esculpido en fibra y músculo; la clase de cuerpo que los pintores ansiaban como modelo. De sus cabellos caían gotas de agua, que resbalaban sensualmente por sus hombros y su pecho hasta fundirse con su carne.
Representaba la perfección del David de Miguel Ángel.
Y esa perfección hacía aún más terrible las cicatrices que cubrían su espalda. Unas cicatrices que Harry no fue lo suficiente rápido en ocultar. Sin pensar en lo que hacía, Jacqui alargó un brazo dispuesta a tocarlo, como si quisiera traspasar el dolor a su propio cuerpo. Pero antes de que sus dedos tomaran contacto, él le sujetó la muñeca y, en un rápido y brusco tirón, la sacó de la habitación.
– Quédate ahí. No te muevas -sin esperar a ver si lo obedecía, le cerró la puerta en las narices.
El instinto urgía a Jacqui a que echara a correr, pero sus piernas no respondían. El cuerpo entero le temblaba y se tapó la boca con la mano para no gritar. ¿Qué le había pasado a Harry? Las marcas donde su piel había sido arrancada no se parecían a nada que ella hubiera visto antes. Ni a nada que quisiera volver a ver. Gimió y se apoyó contra la puerta, casi cayéndose de bruces cuando él volvió a abrirla, esa vez vestido con un albornoz.
– ¿Estás bien? -le preguntó. La agarró con tanta fuerza por los brazos que sus dedos se le clavaron en la carne.
Ella no se quejó. Ni por un momento creyó que lo hiciera a propósito. Simplemente asintió y él aflojó la presión para que la sangre volviera a circular, pero no la soltó.
Tal vez porque era él quien necesitaba un punto de apoyo, pensó Jacqui al ver su rostro cansado y enjuto, como si no hubiera dormido en mucho tiempo.
– ¿Y bien? -la apremió él-. ¿Qué querías que no podía esperar? ¿Has localizado a Sally?
Demasiado tranquilo. Demasiado frío y despreocupado, aunque ella habría pensado otra cosa por la dolorosa presión en sus brazos.
– No. Es demasiado pronto para llamar a la agencia -dijo, y como él no parecía interesado en saber lo que no había hecho, sino en qué demonios pretendía al entrar en su habitación sin llamar, respiró hondo para intentar calmarse y continuó-. No te estaba buscando. Buscaba el cuarto de los niños. Su… Susan me dijo que allí tal vez encontrara ropa adecuada para Maisie. Me dijo que es… estaba arriba, la quinta puerta del pasillo…
Le daba igual lo que Susan hubiera dicho y lo que Maisie llevara puesto, siempre que no pasara frió. Pero tenía que saber qué eran esas marcas…
– Harry…
– Susan asumió que subirías por la escalera principal -la interrumpió él-. Es por aquí -la hizo retroceder por el pasillo, agarrándola firmemente por el codo-. Esta es -abrió una puerta y se giró bruscamente para marcharse.
– ¡ Harry!
Él se detuvo en la puerta de su habitación, pero no la miró.
– No preguntes -le advirtió.
Por un momento ninguno de los dos se movió ni habló. Y entonces, aparentemente satisfecho de haber dejado clara su postura, Harry entró en la habitación y cerró la puerta.
HABIÉNDOSE decidido finalmente por el tafetán rosa, Maisie no quedó impresionada con la ropa que había encontrado Jacqui.
– Huele -dijo, arrugando la nariz con disgusto.
– Sólo huele porque ha estado guardada mucho tiempo. Y no te estoy pidiendo que te la pongas. No hasta que se haya lavado. Sólo quiero asegurarme de que te queda bien.
– No me quedará bien.
– Seguramente no -corroboró Jacqui-. Tu madre debió de ser más alta que tú.
– No, no lo era. Me dijo que medía lo mismo que yo a mi edad.
– Oh, entonces seguro que te está bien, ya que era de tu madre.
– Oh, vamos… -dijo Maisie, recuperándose rápidamente de su error. Agarró una sudadera con un personaje de dibujos animados estampado y la sostuvo a lo largo del brazo-. Mi madre jamás se habría puesto algo así.
Habiendo previsto aquella reacción, Jacqui sacó una foto que había encontrado en el cuarto de los niños, clavada en un tablero. Estaba curvada por los bordes y muy descolorida, y sin duda estaba allí por el cachorro que una Selina Talbot muy joven apretaba en sus brazos, más que por razones estéticas. O tal vez fuera porque, tras ella, estaba su primo mayor, alto y protector. Harry. La razón no importaba. Lo que importaba era que en aquella foto Selina Talbot llevaba aquella sudadera.
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