– ¿Jacqui? -la voz de Harry le hizo abrir los ojos de nuevo-. ¿Estás bien?
– Sí -respondió ella, aunque sin mucha convicción.
– Pareces un poco pálida. ¿Te has mareado?
Sí, se había mareado, pero no por el golpe en la cabeza.
– Estoy bien, de verdad.
Él la miró unos segundos más, antes de volverse hacia el fuego. Cuando estuvo satisfecho con el resultado, colocó una rejilla protectora delante de la chimenea.
– ¿Quieres que me lleve eso?
Jacqui bajó la mirada hacia el hielo, que empezaba a fundirse en su regazo.
– Nada de esto es necesario -protestó-. Debería estar…
– ¿Qué?
Buscando el teléfono. Llamando a Vickie para averiguar lo que estaba pasando. Pero, como Harry le había recordado, Maisie quería quedarse allí. Entonces, ¿por qué no podía limitarse a descansar y dejar que las cosas siguieran su curso?
– Nada.
– Respuesta correcta -dijo él.
Y esa vez, sus labios se curvaron lo suficiente para definir aquella mueca como una sonrisa. Una sonrisa torcida. Ligeramente irónica, incluso. Pero una sonrisa al fin y al cabo.
– Ahora pon los pies en alto mientras voy a buscar las aspirinas.
Antes de que ella pudiera protestar, se inclinó, le levantó los pies con una mano, le quitó los zapatos y los dejó sobre el sofá.
CUANDO Harry regresó unos minutos más tarde con una aspirina y una manta, Jacqui se había quedado dormida. Él la contempló durante un rato. Había recuperado el color de las mejillas y respiraba con normalidad, pero tenía unas manchas oscuras bajo los ojos. Unas manchas que no tenían nada que ver con el golpe en la cabeza. Las había visto la noche anterior, cuando Jacqui había bajado a la cocina sin maquillaje, y sospechaba que hacía tiempo que no dormía bien. Un síntoma que él conocía bastante. Sin duda había un hombre detrás de todo aquello.
¿Por qué si no se iba sola de vacaciones?
Dejó las aspirinas en la mesita y, tan delicadamente como pudo, cubrió a Jacqui con la manta.
– ¿Cómo está? -preguntó Susan, que entraba en ese momento con el té.
– Se ha dormido. El descanso le sentará bien.
– No debería quedarse sola. Mi sobrino se cayó una vez de un árbol y…
– Sí, gracias, Susan. Me quedaré y le echaré un ojo. Deja la bandeja.
– De acuerdo. Estaré arriba limpiando las habitaciones, por si me necesita.
– Llévate a Maisie contigo. No quiero que venga a molestar a Jacqui.
Susan dejó escapar un sonido que sólo las mujeres de cierta edad podían emitir, pero que expresaba claramente lo que estaba pensando. Sabía que Harry no quería que Maisie lo molestara a él.
– Debería estar en el colegio, jugando con niñas de su edad.
– Ahórrate el sermón para Sally.
– Seguro que la señora Jackson, su tutora, estaría encantada de aceptarla hasta el final del trimestre.
– Seguro, pero no va a quedarse -dijo Harry.
– Si usted lo dice… -dejó la bandeja en la mesa-. Bueno, no puedo perder el tiempo cotilleando. Si necesita algo, ya sabe dónde estoy.
– ¿Podrías buscar el móvil de Jacqui? No estaba en el despacho, así que debe de habérsele caído en el piso de arriba.
– De acuerdo.
Al girarse hacia la puerta, los dos se encontraron con Maisie, que parecía temerosa de entrar en la habitación.
– ¿Está muerta? -susurró-. ¿La he matado?
– ¿Tú? -exclamó Susan-. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?
Harry se acercó rápidamente a la puerta.
– Se ha golpeado la cabeza contra la mesa, Maisie. No ha sido culpa tuya.
– Pero parecía…
– Se pondrá bien. Sólo necesita descansar un rato. Ahora vete con Susan.
– Prefiero ir al colegio. ¿Puedo? ¿Al colegio del pueblo? Por favor…
– No, Maisie -se negó Harry, sorprendido por la impaciencia de la niña-. Tu madre no ha metido en tu equipaje ropa adecuada para este tiempo…
– ¡No le eches la culpa a ella! ¡No es culpa suya! Yo hice mi equipaje. ¡Quería estar guapa para gustarte!
Nada más decirlo, se dio la vuelta y se alejó corriendo, como aterrorizada por sus propias palabras.
– ¿Sabe, señor Harry? -dijo Susan-. No me corresponde a mí decirlo, pero esa niña necesita un poco de orden en su vida.
– Tienes razón, Susan -afirmó él-. No te corresponde a ti decirlo.
La mujer soltó un bufido que expresó claramente lo que estaba pensando y salió tras Maisie. El sabueso se había aprovechado de la llegada de Susan para deslizarse en la biblioteca y tumbarse junto a la chimenea, esperando no llamar la atención. Harry añadió otro tronco al fuego y se volvió para asegurarse de que Jacqui seguía dormida. Estaba acurrucada de costado, con la mejilla apoyada sobre las manos y un mechón sedoso deslizándose sobre su frente. Con mucho cuidado, deslizó un dedo bajo el mechón y se lo apartó del rostro. Y fue entonces cuando vio la cadena de plata en la muñeca. La había notado antes, cuando Jacqui sostenía el hielo contra la frente, pero ahora pudo ver el corazón plateado. Tenía un mensaje grabado. Unas diminutas palabras que Harry sabía que no debía leer, pero que saltaron a la vista al reflejar la luz de las llamas.
«Olvida y sonríe».
El mensaje le resultó familiar, y buscó en un diccionario hasta encontrar la cita completa. Y sintió… algo. Hacía tanto tiempo que había cerrado la puerta a las emociones y los sentimientos que no supo lo que era. Sólo sabía que dolía, y que si no lo remediaba, el dolor sería insoportable. Pero había reconocido el peligro desde que ella había puesto un pie en la casa. Había intentando echarla pero, a diferencia de la mayoría de las personas, ella parecía inmune a su grosería. Era como si comprendiera lo que estaba haciendo.
Era ridículo. Ella no lo conocía ni sabía nada de él. Y sin embargo había encontrado el camino hasta su casa, hasta su vida, y Harry temía que no se contentara hasta que hubiese traspasado la armadura con la que se protegía de las intrusiones externas.
Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones. Podía mantener a distancia al mundo exterior. Lo que no podía afrontar era lo que estaba encerrado en su interior. Se apartó del sofá, tomó una biografía de las estanterías y se acomodó en un sillón. Leer y observar. Observar…
Jacqui se removió y puso una mueca cuando su frente entró en contacto con el lateral del sofá. Entonces lo recordó todo y se arriesgó a abrir los ojos. Los troncos seguían consumiéndose, despidiendo un resplandor cálido y casi translúcido. El perro estaba estirado frente a la chimenea, dormitando plácidamente. Jacqui se tocó con mucho tiento el cuero cabelludo. El bulto que había predicho Harry apenas era perceptible, de modo que decidió que sobreviviría y se irguió lentamente hasta sentarse. Y entonces vio que no sólo el perro le hacía compañía. Harry Talbot estaba sentado en un sillón junto al fuego. Había estado leyendo, pero se había quedado dormido y el libro había caído al suelo. La tensión había desaparecido de su rostro, y el cambio era tan radical que Jacqui comprendió finalmente que no eran ella ni Maisie a quienes intentaba mantener a distancia con su rudeza. Era al mundo entero.
Intentando no hacer ruido, se arropó los pies y se acurrucó contra el costado del sofá. El perro levantó la cabeza, esperanzado, pero Jacqui se llevó un dedo a los labios.
– Túmbate -susurró.
Tal vez la entendiera, o tal vez fuera lo bastante listo para saber que no tenía nada que ganar si se movía y despertaba al hombre durmiente. En cualquier caso, volvió a agachar la cabeza entre las zarpas y soltó un gemido mientras miraba a Harry. Al igual que Maisie, era otra alma que anhelaba una palabra amable, una cariñosa caricia del objeto de adoración.
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