– No, él no me habló nunca de ello. Me dijo que te había visto, y que habías vendido el Degas, nada más.
– ¿Entonces, cómo te enteraste?
– Incluso después de hablar con Emma, y de ver a Matthew, intenté convencerme de que no podía ser cierto. Que tenía que haber explicaciones. Pero tenía que saberlo, Grey. Así que volví a casa y revisé los comprobantes de la tarjeta de crédito, y allí estaba todo. Los viajes a Gales cuando yo estaba fuera. Y en cuanto al día que tú me dijiste que te habías ido a Manchester, había una factura de gasolina de la carretera que va a Gales. Es extraño, pero yo sabía que tú no me estabas diciendo la verdad, aunque no comprendía por qué. Y el mentir es algo tan raro en ti, que lo dejé pasar.
– Es la única mentira que te he dicho.
– Supongo que fue poco oportuna mi llegada de improviso. Supongo que de no haber sido por eso ni siquiera me hubiera enterado de que habías estado fuera, ¿no?
Él no dijo nada, y de ese modo contestó a su pregunta.
– Las mentiras indirectas son tan nocivas como las directas.
– Sí, creo que sí. Yo estaba intentando hacer lo mejor para todos -dijo él.
Ella quitó las manos de entre las suyas, tembló y fue hacia el fuego.
– Vi la carta del banco. Pensé que era un poco insensato de tu parte dejarla por allí.
– Lo hice a propósito. Pensé que podía filtrarse esa información, y que de ese modo darían por finalizada la investigación sobre mi hermano, hasta que Robert pudiera arreglar sus asuntos y dejar el gobierno sin que hubiera un escándalo.
– Bueno, Robert tuvo suerte.
– Él sólo aspiraba a ser granjero. Pero él sabía que mi padre esperaba que él se hiciera cargo de su empresa. Luego apareció Susan, y ella tuvo planes más ambiciosos para él. Estaba decidida a que Robert fuera Primer Ministro a los cincuenta años.
– ¿Y qué pasa con Susan? No va a dejar que Robert dimita tranquilamente y se divorcie de ella, ¿no?
– Bueno, sí. Ella proviene de una familia en la que los hombres hacen cosas y las mujeres sirven el té. Ella pensaba que así debería ser. Pero yo la convencí de que no. Ella está decidida a presentarse a las próximas elecciones. La política fue siempre su ambición, Abbie. Fue la frustración de ver a Robert haciendo cosas que ella sabía que podía hacer también, tal vez mejor, incluso, que él, lo que la hizo volverse loca de celos. Pero ha cambiado mucho.
– Me alegro. Me alegro mucho de que todo se solucionase del mejor modo posible para todos -ella se giró abruptamente y le dijo-: Y si ahora me disculpas, voy a preparar el almuerzo.
– El almuerzo puede esperar, Abbie -él le puso las manos en los hombros-. ¡Oh, estas llorando! -le dijo. Luego la hizo darse la vuelta-. No deberías estar llorando -la acercó contra su cuerpo, de tal modo que sus lágrimas le humedecieron el suéter. Luego le levantó la barbilla y la obligó a mirarlo. La expresión de Abbie era terriblemente seria-. Ya ha terminado todo, Abbie. Lo sabes, ¿no?
Eso era lo que ella había pensado hacía seis meses.
Había creído entonces que lo había perdido. Pero no había sido así. Ella en realidad lo había alejado de su vida.
– No te tuve la suficiente confianza. Te herí… -dijo ella, y trató de soltarse, pero él no la dejó, y le secó las lágrimas con los dedos.
– ¿Herirme? -murmuró él dulcemente-. No creí que se pudiera sufrir tanto y seguir vivo.
– ¿Y crees que no lo sé? -ella conocía muy bien ese dolor-. Lo siento, Grey. No sé que más decirte.
– Las palabras no alcanzan, Abbie.
Ella se desanimó.
– Pero siempre puedes intentarlo con un beso. Haz la prueba.
Ella vio el brillo en los ojos de Grey.
– Yo… Hay mucho que besar. No sabría por dónde empezar, Grey.
– Entonces déjame que te enseñe -él le dio un beso en la cabeza y luego en la frente-.¿Ves? Empiezas por arriba y luego… vas bajando.
Su boca fue besando sus mejillas, luego el cuello, el delicioso huequecillo debajo del mentón. Y de pronto ya no fue un juego aquello. Los labios de Grey buscaron los suyos. Y ella se aflojó toda.
– Te amo tanto, Abbie -murmuró Grey en un tono ronco-. Tanto… Y entonces la besó dulcemente, ansiosamente, diciéndole que se había acabado la pesadilla. Después de un momento, él levantó la cabeza y le dijo:
– ¿Por qué no lo intentas tú ahora, amor mío?
Era su amor. Sí, él era suyo.
Ella entonces se puso de puntillas, y haciendo un esfuerzo por llegar a su frente, le dijo:
– No llego.
– ¿No? -le sonrió él con picardía. Pero se quedó inmóvil, sin ayudarla, sin agacharse.
– Me temo que… -empezó a decir, y él esperó a que siguiera-. Me temo que vas a tener que echarte.
Él la miró nuevamente con una sonrisa pícara.
– ¿Abbie?
– ¿Qué?
– ¿Vas a ser amable conmigo?
– No cuentes con ello, Grey Lockwood.
Pero la amenaza desapareció cuando él la levantó en brazos y la llevó arriba.
– ¿Abbie? -ella se dio la vuelita soñolienta en la cama-. Te amo. No sé cómo decirte lo mucho que te amo.
Ella abrió los ojos; estaba acurrucada debajo del hombro de Grey.
– Le pegaste a Steve Morley en la barbilla por mí. Eso demuestra que me amas. Si un canalla como Steve pudo demostrar que me amabas, ¿por qué yo no te sirvo para demostrármelo?
– No comprendo todavía cómo no me dijiste algo. Muchas mujeres hubieran matado a sus maridos en tu lugar… -él la apretó contra sí-. Pero tú fuiste capaz de guardar la calma.
– ¡Oh, no! Quería hacerte daño, Grey. Pensé en aplastar a tu familia con titulares en las revistas de chismes. Pero justo llamó Susan, y al escucharla fue como escuchar el eco de mi voz. Eran palabras llenas de odio -él la miró-, sé que yo tuve un poco de culpa en todo esto. No estaba nunca en casa. Siempre andaba por ahí buscando el reportaje perfecto, el que me haría famosa. Y pensé que tú habrías buscado a alguien para sustituirme. Una delicada mujercita que hiciera el trabajo de esposa a tiempo parcial.
El juró suavemente.
– No lo dije en serio, tonta. Amo cada centímetro de ti.
– ¿Sí?
– Tu uno setenta y tres y medio -le aseguró él.
– ¡Setenta! -ella lo amenazó con un puñetazo-. Rata -murmuró.
Pero cuando él precedió a besar cada uno de sus centímetros para demostrárselo, ya no pudo continuar discutiendo.
– Pensé que si te dejaba en libertad podías hacer una nueva vida al margen de mí. Sin complicaciones, sin culpas.
– ¿Realmente has hecho eso por mí? ¡Oh, cariño, Abbie, no me extraña que Steve Morley no creyera que me habías dejado de amar!. El sacrificio es el sentimiento más puro que existe. Dudo que él lo conozca.
Abbie estaba preparando el desayuno cuando oyeron un ruido en la puerta.
– Adelante -dijo Abbie, esperando ver a Hugh.
Pero era el cartero que metió la cabeza por la puerta.
– ¿Es esto suyo? -le preguntó, mostrando un bolso-. Lo encontré en el campo, lleno de nieve.
– ¡Oh, sí! Gracias por traérmelo hasta aquí.
– Tenía que venir, de todos modos. Tengo una carta para usted. Siento la tardanza. Debí traerla el martes, pero las carreteras estaban cerradas todavía.
Era una carta con fecha del lunes y con la dirección del señor y la señora Lockwood.
– ¿Cómo está todo allí fuera?
– Transitable. Aunque creo que alguien terminó en la cuneta.
– ¡Oh, ésa fui yo! Pero no me pasó nada, excepto a mi coche. Si usted va al pueblo, ¿podría conseguir que alguien venga a buscarlo y que se lo lleve a un taller?
El cartero, acostumbrado a que le pidieran favores extraños de los lugares más aislados de la zona, le aseguró que lo haría.
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