Nancy y Hugh habían estado allí con ellos una vez, cuando habían ido a la exposición de Smithfield.
– Déjalas aquí, Abbie -le aconsejó Nancy-. Serán más felices en los campos.
Abbie estaba cansada de bromas.
– Tal vez Matthew las quiera como animales domésticos -dijo ella, tomando la cuchara para comer el guiso de carne y verduras.
Durante breves instantes se hizo el silencio en la mesa. Entonces Hugh se volvió a Grey para preguntarle por su hermano, y Nancy comenzó a hablar del tiempo, y así superaron aquella atmósfera tensa.
Pero Grey no lo dejó pasar.
Cuando Nancy se levantó a recoger la mesa, rechazando la ayuda de ellos, y Hugh fue a ver si quedaba alguna bebida comprada en Navidad, Grey le dijo:
– ¿Por qué diablos has nombrado a Matthew? Nancy ha sido amable, pero no aprueba la situación, así que es mejor no forzar las cosas.
– ¿Yo?
¿Él había llevado a su amante a la cabaña con su hijo y la acusaba de forzar la situación?
Grey le sujetó la muñeca cuando volvió Hugh.
– Además ellos no saben que nos hemos separado. Así que es mejor que lo dejes. Los has puesto en una situación incómoda.
Abbie no comprendía. Pero no pudo preguntarle más, porque Hugh apareció con una botella de malta sin abrir, que parecía la que ellos le habían regalado para Navidad hacía dos años.
Grey tenía razón acerca de Nancy. Era evidente que la había incomodado con su comentario. Cuando Hugh se dio cuenta de su mirada de reproche le dijo:
– ¿Por qué no vienes al salón, Grey? Deja que las mujeres chismorreen…
– ¿No tendríamos que ir al cobertizo?
– No hay nada que hacer hasta dentro de media hora más o menos. Pon los pies al fuego.
Grey dudó, como si le preocupase dejar a Abbie cotilleando con Nancy.
– Bueno, aquí tenéis. He hecho unas pastas escocesas ayer. Las tomaremos con una taza de té, Abbie, mientras tú me cuentas tus viajes. Leí tu reportaje acerca de la pobre mujer a la que le habían quitado la niña. Terrible. ¿La recuperó por fin?
– Sí -Abbie desvió la mirada de los ojos de Grey, que la miraban insistentemente-. Sí, se pasó meses en las montañas viajando de aquí para allá. Lo pasó muy mal, pero con su tesón finalmente se ganó el respeto de la gente. Ver que alguien hace tanto por amor, es algo muy conmovedor…
La puerta se cerró detrás de ella.
– Bueno, bueno… Debes estar muy satisfecha. Te pasas mucho tiempo fuera de casa, pero si lo que haces ayuda… -dijo Nancy.
Era fácil conversar con Nancy. Ella hacía casi todo el trabajo. Le contó lo que había ocurrido en el pueblo, acerca de la granja, y todo lo que tenía que hacer Abbie era decir alguna palabra ocasionalmente para que Nancy siguiera con otro tema. Entonces se le escapó un bostezo, y Nancy le dijo:
– Sera mejor que te vayas a acostar. Ven. Te he puesto una bolsa de agua caliente en la cama.
– No, de verdad. Nancy, no te molestes, por favor…
Nancy puso los brazos en jarras y dijo:
– Supongo que no ha sido ninguna molestia venir hasta aquí con dos corderos. ¿No?
– Pero es que no hemos cerrado la puerta de la cabaña y…
– ¿Y quién crees que va a ir robando por allí con este tiempo? Y eso suponiendo que hubiera algo de valor…
Nancy tenía razón. La idea era absurda. Pero ella no quería acostarse en esa enorme cama de matrimonio y esperar a que fuera a acostarse Grey.
– ¿Entonces, puedo ayudar con las ovejas? Habrá que darles de comer por la noche y tú tienes mucho trabajo ya.
– No te preocupes por ello. Tú ya has hecho bastante.
– Puedo turnarme contigo. No me iré a la cama si no me prometes que me despertareis -Abbie miro el reloj-. Llámame a las doce. ¿Lo prometes?
Nancy le dio un leve empujón hacia las escaleras y le dijo:
– De acuerdo. Te lo prometo.
Abbie se despertó en una habitación extraña, y en una cama extraña. Sintió una gran confusión. Luego recordó. Miró su reloj. Era más de la una y Nancy no la había llamado. Se levantó de la cama. En ese momento descubrió a Grey, en una silla en un rincón de la habitación. Pensó por un momento que estaba dormido. No quería despertarlo.
– No hace falta que te levantes, Abbie.
Ella se sobresaltó al oír su voz, y se hundió nuevamente en la cama.
– ¿No han sobrevivido las ovejas?
– Se pondrán bien. Una de las otras ovejas ha perdido su cordero y Hugh la ha convencido de que nuestras huérfanas son suyas.
– ¿Cómo…? -Abbie se interrumpió al recordar.
Se estremeció y dijo:
– Mejor no me lo digas.
– No tengo intención de decírtelo.
La casa de la granja no tenía calefacción central, y al hablar les salía vapor por el frío.
– ¿Por qué estas sentado ahí? -le preguntó temblando.
– Le llaman «guardar las apariencias», Abbie. Me hubiera quedado en el cobertizo de las ovejas, pero Hugh me vio bostezar y me mandó a dormir. Y como Hugh y Nancy no se acuestan durante la época de los corderos, no tuve más remedio que venir aquí.
Ella se puso la bata gruesa y fue hacia él.
– Debes estar helado -extendió la mano hacia la de él, pero él la quitó-. No puedes quedarte ahí toda la noche.
– Estaré bien, Abbie. Vuelve a la cama.
Pero se le notaba que no estaba bien. Se había pasado horas en el cobertizo de las ovejas, y debía llevar mucho tiempo sentado allí.
– ¡Por el amor de Dios, Grey! Seamos adultos.
– ¿Adultos? ¿Qué quieres decir, Abbie?
– Sabes lo que quiero decir. Podemos compartir la cama sin… Bueno, sin…
– Has cambiado de idea desde esta mañana.
– Esta mañana tú no estabas casi congelado. Ven a la cama.
– No puedo, Abbie.
Ella se arrodilló frente a él, le tomó las manos frías y se las puso en la mejilla para calentarlas.
– Entonces tendré que quedarme despierta como tú.
– ¡Por favor! ¡No hagas eso!
Ella lo miró extrañada de la cara de tristeza con que la miraba.
– ¿Qué pasa?
– No puedo meterme en la cama contigo, Abbie. Déjalo así.
– Es una tontería. Pondré un almohadón entre nosotros, si eso te deja más tranquilo.
– ¡No! -gritó él-. No comprendes -dijo él, bajando la voz.
– Entonces será mejor que me expliques, Grey. Porque me voy a quedar aquí hasta que lo hagas.
– ¡Abbie! -le rogó. Luego le acarició el pelo rubio oscuro y le dijo-: Mírame.
Ella alzó la mirada. Y él le tomó la cara entre sus manos heladas.
– Mientras estoy aquí, puedo fingir que lo de anoche ha sido el resultado del frío. Si me acuesto contigo tendré que admitir que me he mentido.
Ella intentó interrumpirlo, pero él le tapó la boca con un dedo.
– Tendré que admitir que lo de anoche no tuvo nada que ver con la hipotermia o los primeros auxilios, ni siquiera con lascivia lisa y llana. Ha tenido que ver con el deseo. Tendría que admitir que soy capaz de desearte sin remedio. Y si me mintiese, te mentiría.
Los dedos de Grey se resbalaron por la cara de Abbie y se apartaron. Luego se echó hacia atrás en la silla.
– Así que si para ti es igual, prefiero quedarme aquí y seguir teniéndome respeto.
Aquella mañana ella había pensado que deseaba oír esas palabras. Que deseaba despertarse en sus brazos.
Pensar en que él amaba a otra persona era una pesadilla. Era una pesadilla saber que él amaba a otra persona, pero la idea de que él aún la amaba, sería la perdición. Eso los destruiría a ambos.
Tenía que conseguir que él la odiara.
– Bueno, es muy noble de tu parte -dijo ella, poniéndose de pie, y alejándose. Luego agrego-: Estoy segura de que a Steve le resultara divertido cuando le cuente que me deseas tanto que prefieres congelarte antes que arriesgarte a meterte en la cama conmigo -abrió las mantas, y se metió en la cama nuevamente.
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