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Liz Fielding: La traición

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Liz Fielding La traición

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Hacía tres años que Abbie se había casado con Grey Lockwood. Tres maravillosos años. Ella lo tenía todo. Una profesión interesante, una casa hermosa y, lo más importante, un estupendo marido que la esperaba en el hogar. Sus amigas siempre le habían tomado el pelo, diciéndole que, con un marido tan atractivo como el suyo, no estarían tanto fuera de casa, pero ella creía que su matrimonio se basaba en la confianza mutua. ¿Lo habría dejado solo demasiado a menudo? Él ya no parecía satisfecho con la relación que mantenían y había creado otra familia…

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«¡Actriz!», pensó ella indignada.

– Debe de estarlo. Cuando ella me contó que había descubierto que su marido tenía una amante desde hacía varios meses, y que tenía un hijo con otra mujer, bueno, tengo que admitir que, no debería haber recibido un premio de fotografía periodística, sino un Oscar.

– ¿Era muy convincente?

– Me convenció.

– ¿Vais a dejar de hablar de mí como si no estuviera presente?

La mano de Grey se apoyó levemente en el hombro de Abbie.

– Calla, amor. El señor Morley ha hecho un viaje muy largo, lo menos que podemos hacer es escuchar lo tonto que ha sido.

– No soy tan tonto -Steve los miró malévolamente, sin la más mínima cortesía-. En el mismo momento en que reservaste una plaza para un vuelo a Atlanta caí en la cuenta. Quiero decir que, si la dama hubiera decidido marcharse sin ninguna pelea por medio, yo hubiera quedado libre para ocuparme de la otra mujer y su nuevo bebé, y no me habría ido detrás de ella.

– Sí.

– Deberíais haberos visto. Ahí estabais, abrazados el uno al otro, y yo saliendo del baño.

– Fue una equivocación.

– Te dejaste llevar. ¿no, Abbie? ¿Te olvidaste de que yo estaba en el baño? -Steve negó con la cabeza-. Debo admitir que hizo muy bien el papel de marido ofendido, Señor Lockwood. Quiero decir, es usted casi el mejor personaje -se restregó la barbilla-. Tengo la impresión de que pone toda su garra en ese teatro de guiñol que habéis montado.

Grey sonrió levemente.

– Si lo he convencido, señor Morley, valió la pena el dolor en mis nudillos por el puñetazo que le di.

– Pero luego apareció ella, llorando y rogándome que no publicase el incidente -Steve miré a Abbie-. Ahí es donde ella lo superó ampliamente, señor Lockwood.

– ¿Me superó? -dijo Grey, apretando sus dedos en el hombro de Abbie.

– Bueno, sigo. Ahí estaba yo con un hombro bien ancho, listo para que llorasen sobre él. Cualquiera hubiera dado las gracias en aquellas circunstancias, pero ella…

– Me temo que hay algunas cosas que, incluso para proteger a mi hermano, no le pediría a Abbie que las aguantase.

– Una pena, porque una vez que volví de Atlanta volví a seguir la pista de la señora Harper. ¿Y adivinen qué pasó?

– ¿Qué? -preguntó Abbie, ansiosa, a punto de salirse del asiento. Intentó relajarse en la silla echándose hacia atrás-. ¿Qué pasó después?

– Bueno, era seguro que el señor Lockwood llevaba frecuentemente a la señora Emma Harper a algún lugar tranquilo en el campo. De hecho tenía cientos de fotos de ellos dos llegando a lugares muy interesantes -hizo una pausa al ver a Abbie temblando-. Prueba un poco de ese coñac, querida, es muy bueno, realmente.

– Creo que debería ir al grano, señor Morley -dijo Grey con serenidad. Pero Abbie sabía que estaba a punto de estallar-. Está dando muchos rodeos para llegar a la cuestión.

– ¡Oh! De acuerdo. ¿Dónde estaba? -se volvió hacia Abbie-. ¡Ah, sí! Seguramente podía captar la llegada del señor Lockwood a algún discreto lugar con la señora Harper. Su coche aparcado allí toda la noche.

A Abbie le temblaban las manos con la copa en la mano. Entonces la dejó sobre la mesa antes de tirarla.

– El coche era impresionante. No es el tipo de coche que pueda pasar desapercibido. Pero al parecer sólo el coche se quedó allí. Y de no ser porque vi al señor Lockwood en persona en el noticiero de las diez, hablando sobre un caso de judicatura que había ganado a favor del juzgado de su barrio, no creo que me hubiera enterado de lo que estaba ocurriendo realmente. Mientras tanto, su coche seguía aparcado frente a una casa de los Jardines de Saint John.

Steve hizo una pausa, y luego continuó:

– Pero debió darse cuenta de su error, porque cuando llegué a la casa y llamé al timbre, con un fotógrafo apostado en cada una de las salidas, allí estaba el señor Lockwood, abriendo la puerta e invitándonos a entrar, con una coartada fácil, es verdad, vestido sólo con una bata de seda. Desde entonces la señora Harper ha estado viviendo tranquilamente en una cabaña cerca del río en Henley. Y ni el señor Grey Lockwood ni su hermano han ido por allí, ni siquiera ocultos con trajes de submarinistas.

– Es muy revelador, señor Morley. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que ha sido un chico muy listo? Pero no tan listo, si esperaba ver a mi hermano in fraganti con la señora Harper en Ty Baeh.

– Bastante listo como para tomar fotografías de un armario lleno de cosas para un bebé. Muy listo como para haber relacionado lugares y horarios cuando se suponía que usted estaba con la señora Harper. Pero, ¡qué extraño!, su hermano tampoco estaba disponible en los horarios de las supuestas citas del señor Grey con Emma. Y ahora sé que ustedes dos me han tomado por tonto. Bueno, ya tengo bastantes problemas en la vida como para que me la complique el honorable señor Robert Lockwood, diputado en el Parlamento.

– ¿Por qué? -Abbie no comprendía por qué Steve Morley estaba tan obsesionado con hacer daño a Robert.

– ¿Por qué no? La gente como él se siente superior a todos los demás. Eso hace que ellos se transformen en blanco de otros.

– No, no es así. Robert es un ser humano honesto, que intenta hacer un trabajo lo mejor posible.

– Es un político, con la mira puesta en lo más alto. Un santo a los ojos de los demás, pero engaña a su mujer en su vida privada. Y teniendo la oportunidad de descubrir el pastel, no iba a desperdiciarla -se bebió la copa de coñac-. ¿Sabes? Has sido tonta, Abbie. Debiste aceptar el dinero que te ofrecí por contar la historia. Quiero decir, no hay nadie tan poco egoísta, tan generoso como pareces ser tú. Una mujer agraviada nunca debería haber permitido que su marido saliera impune. La naturaleza humana no es esa, ¿no?

– Bueno. Esto ha sido muy revelador, señor Morley -dijo Grey, moviéndose hacia la puerta-. Será mejor que no lo entretengamos.

Steve se puso de pie un poco dudoso.

– ¿No piensa cachearme por el negativo de las fotos?

– No. Eso sería infringir sus derechos.

– ¿Sus derechos? -explotó Abbie-. ¿Y nuestros derechos? Él se metió aquí. espió, sacó fotos…

– Él estaba haciendo su trabajo. No se metió en la casa como un ladrón. La puerta estaba abierta. Y pareces olvidarte de que nos encendió amablemente la chimenea.

– ¡Oh, sí…! ¿Deberíamos invitarle a almorzar?

– No hace falta tanto. Además, estoy seguro de que está ansioso por llegar al primer teléfono que haya. No debemos retenerle.

Steve Morley miró desconfiado a Grey.

– Si cree que las líneas de teléfono cortadas evitarán que pase la información, se equivoca. Tengo un teléfono móvil.

– Por supuesto que lo hará. Pero no creo que le sea tan rentable. Robert ha informado al Primer Ministro de que no se presentará a las próximas elecciones.

– ¿Y cree que la gente no querrá enterarse igual…?

– Se enterarán. Habrá unas declaraciones en el periódico de la tarde para anunciar que Robert ha dimitido para pasar más tiempo con su familia.

Steve hizo un gesto de disgusto. Pero Grey no se inmutó.

– Me refiero a su nueva familia. Emma y Matthew. Jon está encantado. Y no creo que la vida privada de los ex políticos interese mucho a la prensa. Teniendo la noticia de los efectos de la ventisca. Y el anuncio de hoy de que la señora Susan Lockwood será la candidata de su partido en las próximas elecciones.

– ¿Qué? -Steve Morley se puso blanco. Hurgó en su bolsillo buscando su teléfono móvil, pero Grey se lo quitó de las manos antes de que pudiera usarlo y le extrajo la batería, metiéndosela en el bolsillo antes de devolvérselo.

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