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Liz Fielding: Sombras en el paraíso

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Liz Fielding Sombras en el paraíso

Sombras en el paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla. En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo…en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué.

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– Supongo que los murciélagos son la explicación de que los habitantes de la isla tengan miedo a este lugar.

– Es posible, aunque eso no explica por qué Tipi Myan estaba tan empeñado en mantenerte alejada de aquí.

– A menos que estos murciélagos sean de una especie en peligro de extinción y no deban ser molestados.

– Te lo habría dicho. No, estoy seguro de que hay algo más y creo que lo mejor será que nos vayamos de aquí cuanto antes -dijo Bram, y ayudó a Flora a meter las piernas en el Jeep antes de cerrarle la puerta. Luego se sentó tras el volante y puso el vehículo en marcha.

– Bram…

– ¡Qué!

Ella tragó saliva.

– Sólo quería darte las gracias. Adecuadamente. Por… bueno… por haberme llevado todo ese trayecto en brazos.

Él sonrió.

– Estoy empezando a acostumbrarme, aunque, si va a convertirse en una costumbre, creo que estaría bien que perdieras un poco de peso.

– ¡Uy, qué encantador! -a Flora le gustó más aquello que el típico cumplido de que era «ligera como una pluma». Al menos así sabía que Bram estaba diciendo la verdad.

– Aunque, si estás dispuesta a utilizar tus propias piernas como medio de transporte, yo estoy deseando a admitir que eres perfecta tal y como eres.

Flora sintió que su rostro se acaloraba.

– Sin las peinetas -le recordó. No quería que se pusiera demasiado encantador.

– Sin las peinetas -concedió él.

– ¿Y de las uñas de los pies azules?

– No tengo ninguna objeción a eso.

Bram comprendió que Flora quería que volviera a preguntarle al respecto. Quería compartir sus propios secretos; y él quería oírlos, quería saberlo todo sobre Flora Claibourne. Pero no en aquel momento, no allí.

Hizo girar el Jeep y lo dirigió de nuevo hacia la costa.

Ambos respiraron aliviados cuando volvieron a pisar el asfalto de la carretera, aunque Bram permaneció en silencio, concentrado en la conducción. Flora también permaneció en silencio mientras contemplaba la vista, las pequeñas calas situadas entre formaciones de altas rocas. Obedeciendo a un impulso repentino, Bram salió de la carretera.

Flora lo miró, sorprendida.

– ¿Adonde vamos?

– Nos hemos quedado atrás en nuestra lista de visitas turísticas. Al menos podemos borrar de la lista el picnic en la playa.

– No, Bram… -protestó Flora mientras él salía del vehículo y lo rodeaba para abrirle la puerta. Ya no estaba de humor para un picnic-. Necesito una ducha. Tengo que quitarme el sudor de la selva…

– En lugar de ducharte puedes nadar -dijo Bram, y giró hacia el mar, brillante, azul, vacío hasta donde alcanzaba la vista.

Estaba mucho más cerca que el hotel, y Flora no pudo evitar sentirse tentada.

Bram empezó a desvestirse y se quedó en ropa interior. Luego la miró.

– No es obligatorio, pero puede que quieras quitarte parte de la ropa.

Flora tragó saliva.

– Supongo que sí.

– ¿Quieres que te eche una mano…?

– ¡No! Puedo arreglármelas sola -replicó ella, y empezó a desabrochar los botones de su blusa.

– ¿… con las botas? -concluyó Bram, sonriente.

– Puedo arreglármelas sola -repitió Flora, aunque con la boca pequeña.

Él la ayudó de todos modos. Sus anchos hombros taparon prácticamente el hueco de la puerta cuando se inclinó para soltar los cordones de las botas. Flora se quitó la blusa sin saber muy bien si se sentía agradecida o decepcionada por haber elegido un sujetador deportivo que era al menos tan decente como la parte superior de un biquini normal. Cuando Bram le hubo quitado las botas, alzó su trasero del asiento para quitarse los pantalones y no pudo evitar una mueca de dolor; su rodilla la devolvió de nuevo a la dolorosa realidad.

– Esto es una pérdida de tiempo -dijo-. No voy a poder ir caminando hasta el agua. Lo siento, Bram. Te agradezco el esfuerzo, pero… -se interrumpió cuando él pasó un brazo bajo sus rodillas-. ¿Qué haces?

– Inclínate y pasa un brazo por detrás de mi cuello -dijo él, pero ella no se movió-. Confía en mí, Flora. Soy tu sombra , ¿recuerdas? Somos inseparables -a continuación la alzó y la llevó hasta el agua.

Flotar en el agua fresca, con el pelo tras ella y la mano de Bram sujetándola con firmeza, fue una de las sensaciones más agradables que Flora había experimentado en su vida.

– He de reconocer que sabes elegir una playa, Bram Gifford -murmuró-. Lo tiene todo. Una arena finísima, algunas palmeras, agua fresca de un manantial cercano… Ha sido una gran idea.

– De vez en cuando las tengo.

– Gracias por ser tan listo, Bram.

– Si fuera listo, te habría convencido para que no fueras a la tumba.

– No, eso también ha estado muy bien -dijo Flora, pensando sobre todo en cómo había confiado en ella-. Aparte de los murciélagos.

– Sí, es cierto. Me alegra que hayas visto a la princesa.

Permanecieron unos momentos en silencio.

– Es posible que viniera a nadar aquí con otras doncellas de la corte por las mañanas -dijo Flora.

– O de noche, con su amante.

Flora suspiró.

– Casi me gustaría ser escritora de ficción para poder inventar toda una vida para ella. Tal y como son las cosas, es probable que nunca lleguemos a saber de quién se trataba y por qué fue enterrada de ese modo -volvió el rostro hacia Bram y, por un momento, al ver que la estaba mirando, las palabras se helaron en la garganta-. Gracias por haber sido lo suficientemente listo como para haberme impedido venir sola, Bram, y por haberme acompañado.

– Para eso están las sombras. Recuerda que no puedes ir a ningún sitio sin mí -y como para demostrar que así era, volvió a tomarla en brazos y se encaminó hacia la orilla.

– Esto empieza a ser un poco absurdo -dijo Flora-. Me he torcido la rodilla, no se me ha roto una pierna.

– No quiero correr riesgos -dijo Bram mientras la dejaba con delicadeza sobre la arena. Por un momento siguió reteniéndola contra sí, y ella contuvo el aliento.

– Estoy en deuda contigo, Bram -dijo-. Nunca olvidaré cuánto.

– ¿Significa eso que he ganado este asalto en la disputa Claibourne Farraday?

Flora lo miró un momento, desconcertada. Había olvidado por completo aquella maldita disputa.

– ¿Es eso lo único que te importa? ¿Has estado tomando notas de todas las estupideces que he hecho hoy? -dio un paso atrás y la rodilla se le dobló.

Al instante, Bram la sujetó por la cintura.

– ¿Por qué iba a tomar notas? -preguntó-. Cada momento de este día ha quedado indeleblemente grabado en mi memoria -Flora pensó que a ella le había pasado lo mismo, pero no por el mismo motivo-. Sólo hay una cosa que no entiendo -añadió Bram.

– Pregunta lo que quieras -dijo ella en tono despreocupado. A fin de cuentas, estaba en deuda con él.

– ¿Lo que quiera? -repitió él y, al instante, la mente de Flora volvió a la oscuridad de la tumba, al momento en que Bram había desnudado su alma para ella, dejándole ver todo lo que, aturdida por su imagen dorada, no había sido capaz de ver a la luz del día.

Bram Gifford no era un mujeriego desaprensivo al que lo único que le preocupaba era su propio placer. Era un hombre que en el pasado se había enamorado de una mujer que lo había utilizado y estaba decidido a no volver a cometer la misma equivocación.

Estaba en deuda con él. Había encontrado la tumba para ella y la había protegido cuando se había asustado. Preguntara lo que le preguntase, debía contestarle. Y si simplemente la estaba utilizando para superar su dolor, podía asumirlo. Tal vez algún día lo reconocería por lo que era. Amor incondicional. Y tal vez aquello acabara por liberarlo. Y también a ella.

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