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Liz Fielding: Sombras en el paraíso

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Liz Fielding Sombras en el paraíso

Sombras en el paraíso: краткое содержание, описание и аннотация

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Flora Claibourne había programado un viaje de negocios con el único propósito de no tener que trabajar junto al sexy Bram Farraday Gifford. Pero le había salido mal, porque él había decidido acompañarla. En lugar de atenerse al cómodo horario de oficina, se vio obligada a estar constantemente con aquel hombre tan atractivo…en una romántica isla tropical. Flora se moría de ganas de besarlo, pero las barreras que había construido para protegerse de los hombres eran demasiado infranqueables. No dejaba que nadie se acercara a ella…, pero Bram sentía cada vez más curiosidad por descubrir por qué.

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– ¿John? ¿Se llama John?

– Ésa es la versión inglesa de su nombre, pero no lo llaman así.

Bram respiró profundamente. Hacía tiempo que sabía todo aquello, y lo había aceptado, pero habérselo contado por fin a alguien hacía que todo pareciera mucho más claro.

– Yo no estaba allí cuando nació, ni cuando sonrió por primera vez. No fui yo quien tomó su mano cuando dio sus primeros pasos, ni quien permaneció a su lado de noche cuando estaba enfermo -explicar todo aquello a Flora era un alivio. La sensación de culpabilidad se suavizaba-. Para eso está un padre. John era un niño feliz cuando lo vi, y si yo hubiera exigido mis derechos, todo eso habría desaparecido.

Flora le acarició la mano para hacerle ver que comprendía, que había hecho lo correcto.

– ¿Lo sabe alguien más?

– ¿Para qué iba a contárselo a nadie? ¿Qué sentido habría tenido decirles a mis padres que tenían un nieto al que no podían conocer? John era un niño feliz y ahora es un joven feliz. Pronto cumplirá catorce años. Si alguna vez me necesita podrá contar conmigo, pero espero que no sea así.

Flora alzó una mano hasta la mejilla de Bram y frotó con delicadeza unas lágrimas que él no era consciente de haber derramado. Y, por un momento, lo abrazó.

– Has dicho que no sabías lo que era el amor, pero estás equivocado, Bram. Dejar que tu hijo se quedara fue el acto perfecto de amor. Gracias por habérmelo contado -Flora lo miró a los ojos-. Por haber confiado en mí.

– Ya era hora de que, en lugar de pelear, confiáramos el uno en el otro.

– ¿Personal o profesionalmente?

– En ambos terrenos -más que verlo, Bram sintió el asentimiento de Flora-. ¿Has visto suficiente? -preguntó a la vez que alzaba la cabeza. El susurro seguía oyéndose por encima de ellos. El viento, las hojas… fuera lo que fuese, hacía que se le pusiera la carne de gallina-. Me gustaría salir de aquí.

– Sólo voy a tomar unas fotos. ¿Puedes enfocar la pared con la linterna para que pueda fotografiarla? Después podemos ir a tomar el picnic a una de las placas por las que hemos pasado.

– No he traído el bañador.

– Yo tampoco.

– Veo que estás empeñada en que nos encierren, Flora Claibourne.

– Estoy segura de que a India le encantaría que yo pudiera encerrarte a ti.

Bram empezó a reír, pero se interrumpió en seco. Y el susurro creció en intensidad. Estaba por encima de ellos, a su alrededor, el aire parecía agitarse… De pronto supo de qué se trataba.

– ¡Flora! -exclamó a la vez que ella alzaba la cámara para tomar una foto-. ¡No!

El destello del flash fue cegador en la oscuridad. A pesar de no poder ver, Bram alargó una mano, tomó el brazo de Flora y tiró de ella hacia la entrada.

– No he terminado -protestó.

En lugar de contestar, Bram la arrastró al exterior, donde permanecieron unos momentos parpadeando a causa de la luz.

– ¿Pero qué…?

– Murciélagos -mientras Bram contestaba, unas pequeñas formas oscuras empezaron a emerger de la entrada de la tumba. Al principio salieron unos pocos, pero al cabo de unos segundos empezaron a surgir del interior a mansalva, como humo negro.

Bram vio la expresión de horror de Flora, que se liberó de él de un tirón y empezó a correr.

– ¡Espera, Flora!

Pero ella no lo estaba escuchando. Las arañas la asustaban y las serpientes la aterrorizaban, pero los murciélagos… Se cubrió la cabeza con los brazos, temiendo que pudieran enredarse en su pelo. Todo el mundo le había dicho que aquello no pasaba, que eran tonterías, pero le daba lo mismo. El cangrejo la había asustado. Aquello era auténtico terror.

– Tranquila, Flora… -Bram alargó la mano para sujetarla, pero ella sólo pensaba en huir hacia el Jeep-. ¡Cuidado!

Demasiado tarde. Flora se tambaleó y cayó por el empinado promontorio hasta el sendero. Aterrizó sobre sus rodillas, pero nada iba a detenerla, ni siquiera el dolor. Se puso en pie con los brazos aún en tomo a la cabeza y echó a correr, pero en aquella ocasión Bram logró sujetarla por detrás de la camisa. Por unos momentos ella siguió luchando y se oyó el sonido de tela desgarrada.

– Quieta -el tono imperativo de Bram logró alcanzar la mente de Flora cuando la hizo volverse y la estrechó entre sus brazos-. No dejaré que te suceda nada malo -dijo a la vez que le acariciaba el pelo-. Estás a salvo, estás a salvo.

– Lo siento -susurró ella al cabo de un momento, más relajada-. Me he asustado…

– Lo sé.

Flora alzó la mirada, sintiendo de pronto más miedo de que Bram se estuviera riendo de ella que de los murciélagos.

– Han sido los murciélagos -dijo tratando de mostrarse digna.

Bram la besó en los labios como si fuera lo más natural del mundo.

– Murciélagos y cangrejos -dijo, y su boca se curvó en una semisonrisa.

Pero no se estaba burlando de ella, sólo le estaba tomando un poco el pelo. Y Flora descubrió que le gustaba que Bram le tomara el pelo.

– ¿Qué harás si nos topamos con algo realmente peligroso? -continuó él-. Por ejemplo una serpiente, o una araña del tamaño de un plato… -Flora gimió-. De acuerdo. Bueno, supongo que ya sabemos con exactitud lo que sientes respecto a los bichos. Auténtico terror.

– No es cierto -protestó ella. Luego, con un ligero encogimiento de hombros, añadió-: Al menos en teoría.

– No estoy seguro de que la teoría cuente para eso.

– Supongo que no. Pero no me asustan los ratones.

– ¿Te refieres a los de caramelo?

– ¡Hablo en serio! -Flora se apartó e hizo una mueca de dolor al apoyar su peso sobre la pierna izquierda. Bram echó un vistazo a las rodillas desgarradas de sus pantalones y no se molestó en preguntarle si necesitaba ayuda. Se limitó a tomarla en brazos para llevarla al Jeep.

A punto de protestar, Flora cambió de opinión, lo rodeó con los brazos por el cuello, apoyó la cabeza contra su pecho y escuchó el firme latido de su corazón mientras la protegía.

Una vez en el Jeep, Bram le alcanzó una botella de agua y, mientras ella bebía, él sacó el botiquín de primeros auxilios y limpió con un antiséptico sus rodillas.

– Ésta está un poco hinchada -dijo. Flora la flexionó e hizo una mueca de dolor-. ¿Quieres que vayamos a un hospital en Minda?

Ella negó con la cabeza.

– Hasta dentro de un par de semanas no voy a correr el maratón, y me pondré bien si no apoyo el peso sobre esa rodilla durante un día o dos.

Bram alzó la mirada.

– ¿Corres maratones?

– Sólo era una forma de hablar -al ver que Bram estaba sonriendo, le alcanzó la botella de agua-. Toma, mantén tu boca ocupada con esto -mientras él se llevaba la botella a los labios y echaba la cabeza atrás para dar un trago, Flora dijo-: Gracias, Bram -hizo un vago gesto en dirección a la tumba-. Por haberme sacado de ahí y haber aguantado mi histerismo.

– De nada -él se irguió y por un momento se miraron a los ojos. Ambos estaban recordando cómo iban las cosas antes de que ella se asustara-. ¿Ya estás bien? -preguntó-. ¿Tu corazón vuelve a latir con normalidad?

«No exactamente», pensó Flora.

El ritmo de los latidos de su corazón le estaba dando problemas.

– No exactamente -dijo en voz alta-. Para serte sincera, me siento bastante estúpida. Lo que quiero decir es que sé que los murciélagos son inofensivos. Al menos en teoría.

– No creas que eres tú la única que se ha asustado. A mí se me estaba empezando a poner la piel de gallina. No puedo decir que lamente haber salido de ahí.

– Es muy dulce por tu parte decir eso, pero…

– Soy muchas cosas, Flora, pero dulce… no.

No. Y probablemente estaba haciendo en aquellos momentos una lista mental de sus defectos, pensó Flora. Una temeraria falta de atención hacia su propia seguridad, histerismo… Jordan Farraday estaría orgulloso de él. Volvió a estremecerse.

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