Liz Fielding - Un Marido de Ensueño

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Stacey estaba bien sola. El problema era que sus dos hijas querían un padre y habían decidido que fuera Nash Gallagher.
Nash era estupendo con las niñas y, además, besaba maravillosamente. Pero hacía falta mucho más que unos labios sugerentes para que Stacey se casara de nuevo. En esa ocasión, quería un marido en quien pudiera confiar y Nash no era lo que parecía ser…

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– Es una oferta tentadora -dijo él-. Pero he encontrado esto en mi bodega y me preguntaba si querría compartirlo conmigo antes de que caduque.

Señaló una botella de vino tinto que había dejado sobre la mesa.

Vino. Eso era tan… adulto. Había estado viviendo en un mundo infantil durante tanto tiempo, que se le había olvidado en qué consistía.

Vino. ¡Cielo santo! Trató de controlar el pánico. Tenía un sacacorchos en algún lugar. Pero no recordaba dónde lo había visto por última vez.

– ¿Tiene una bodega en la tienda? -preguntó, mientras ganaba tiempo para pensar.

– ¿No la tiene todo el mundo? -Nash sacó una navaja múltiple, la abrió y apareció un sacacorchos.

Era evidente que era un hombre preparado para enfrentarse a cualquier imprevisto. Las hormonas gritaban desesperadas contra los barrotes de la cárcel, ansiosas por ser liberadas.

– Nosotras también tenemos una bodega -dijo Rosie-. Pero está vacía. Solo hay arañas -la niña se estremeció.

– Ha sido una araña la causante de la catástrofe de las flores -le explicó Stacey-. A Rosie no le gustan.

– Pero las arañas no tienen nada malo, Primrose. Son muy beneficiosas -la niña no pareció muy convencida-. De entrada, se comen a los mosquitos. Cuando estaba en la selva… -sacó un par de latas de cola de su bolsillo y miró a Stacey-. ¿Pueden tomarla?

Propio de un hombre, preguntar cuando la cosa ya no tiene remedio. Era inútil que protestara, así que tuvo que decir que sí. Tenía que sentirse agradecida por cualquier signo de que no era perfecto. Aunque su cabeza le decía continuamente que la perfección no existía, no por ello su cuerpo parecía convencido del hecho.

– Solo por esta vez -le advirtió. No porque pensara que aquello volvería a ocurrir.

Antes de que pudiera decir «no bebáis de la lata», Clover ya le había dado un trago, se había limpiado la boca con la mano y miraba a Nash intrigada.

– ¿De verdad que estuviste en la selva, Nash?

– Sí, claro que sí. Y, cuando estaba allí, una araña me salvó la vida -continuó él.

– ¿Cómo? -preguntó Rosie en un susurro. Era como si le fueran a sacar un diente dolorido: horrible pero irresistible.

Nash sacó el corcho y dejó la botella sobre la mesa.

– ¿Estás segura de que puedes con esta historia? La araña era muy grande.

– ¿Cómo de grande? -preguntó Clover.

Nash dibujó un círculo en el aire.

– Tan grande como un plato -respondió. Al notar que Rosie se estremecía, rectificó sobre el tamaño-. Bueno, era como un plato de café y se llamaba Roger.

Maravilloso, domesticado, con visión de las cosas y capaz de pensar muy rápido… ¿Cómo podría nadie tener miedo de una araña llamada Roger?

– ¿Cómo sabes que se llamaba Roger? -Preguntó Stacey, animándolo a que siguiera por el mismo camino-. ¿Te lo dijo él?

– No, claro que no. Las arañas son unas criaturas muy reservadas y tienen su protocolo respecto a estas cosas. Un loro nos presentó -Clover se rió y Rosie también-. Le encantaban los sándwiches de queso.

– ¿A quién? ¿A Roger?

– No -la miró por un momento y fue como si estuvieran solos en el planeta. Conocía aquel sentimiento. Le había ocurrido antes. De haber estado solos, la comida se le habría quemado-. Al loro.

– Ya -dijo ella. Estaba confusa y tenía la garganta reseca. Había olvidado lo que se podía sentir…

– Me gustan los loros -dijo Rosie, apartándose de la puerta.

Stacey se dio la vuelta, metió las flores en un jarrón de porcelana y lo puso en mitad de la mesa. Luego sacó un par de vasos del armario. Tenía el pulso firme.

¿Cómo podía ser, cuando el resto de su cuerpo temblaba como un flan?

Nash sirvió el vino y le dio un vaso a ella.

Su pulso también era firme, como el de una roca. Pero, ¿qué le estaría pasando por dentro?

Tragó saliva. No tenía ni idea y, realmente, prefería no saberlo.

– ¿Podríamos tener un loro? -preguntó Clover.

– No. No podríamos -dijo Stacey, demasiado secamente. Luego, rectificó-. Quizás un periquito australiano o una cacatúa, cuando nos cambiemos de casa.

Si lo decía muchas veces en alto, tal vez acabaría acostumbrándose a la idea.

– ¿Se van a cambiar de casa? -preguntó Nash.

– ¡No! -Rosie la miró-. Claro que no. Vamos a quedarnos aquí para siempre.

Stacey tragó saliva. Ya había estado pensando sobre eso ella misma, y odiaba la idea de tener que trasladarse a un piso pequeño en la ciudad, abandonando el jardín y su pequeño invernadero, y a ese nuevo extraño que había aparecido en su vida… Ese era un problema que no había previsto. Ya tenía más de los que podía asumir.

Realmente, no necesitaba a Nash Gallagher haciendo estragos en sus hormonas.

– ¿Tienes alguna mascota, Primrose? -le preguntó Nash, tratando de apaciguar la tensión creciente.

Clover se rió y Rosie la miró.

– No. Papá quería un perro, pero les tenía alergia -dijo ella-. ¿Tú crees que tendrá un perro ahora que está en el cielo?

Nash sintió que Rosie era una niña que necesitaba que le dieran mucha seguridad. Perder a su padre debía de haber sido realmente doloroso.

Clover parecía mucho más dura.

– No sé por qué no -dijo con toda seguridad-. No creo que en cielo se sufran alergias.

Miró a Stacey, pero ella apartó la mirada rápidamente, antes de que él pudiera captar su expresión. ¿Todavía penaba por la muerte de su marido? Ella dejó el vaso sobre la mesa y se levantó a comprobar si los espaguetis ya estaban cocidos.

Nash se preguntó cuánto tiempo haría que él había fallecido.

– Enseguida está la comida -dijo Stacey-. Que se siente todo el mundo mientras tanto.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer? -preguntó él.

– No, gracias -ella se volvió con una sonrisa-. No estoy acostumbrada a tratar con hombres «domesticados».

– En mi caso ha sido pura necesidad. ¿Quizá podría ayudar a fregar?

– Puede volver otra vez -dijo ella y, de inmediato, se ruborizó. No mucho, solo un ligero rubor en las mejillas y un inesperado acaloramiento.

Lo más razonable sería poner cierta distancia entre ellos, cuanto antes. Ella no dejaba de ser una joven viuda con dos niñas y demasiadas complicaciones para un hombre al que le gustaba viajar continuamente.

Pero había algo respecto a Stacey que le había llamado la atención desde el primer momento. Desde el instante mismo en que la había visto descender por el muro, no había podido quitársela de la cabeza.

Stacey no podía creer que le había dicho lo que le acababa de decir. ¡Pero si casi parecía que estaba flirteando! Definitivamente, había llegado el momento de cambiar de tema.

– Siento que tengamos que comer en la cocina -dijo ella-. Pero el comedor lo estamos redecorando.

Clover la miró sorprendida. Estaba a punto de decir que siempre comían en la cocina, cuando vio la mirada de advertencia de su madre y cambió de opinión.

– ¿Tienes perro, Nash?

– Nunca estoy en un mismo sitio el tiempo suficiente como para tener animales -dijo él-. Tuve uno cuando tenía tu edad.

– ¿Qué raza?

– Un chucho, pero con mucho de dálmata.

Rosie suspiró.

– Me encantan los dálmatas -dijo.

– En realidad, lo que le gusta es la película -rectificó Stacey.

– ¿Podemos verla después de cenar? ¿Te gustaría verla?

– Seguro que el señor Gallagher tiene cosas mejores que hacer, que ver una película contigo.

– Llámame Nash, ¿de acuerdo? -dijo él. Luego sonrió-. No hay nada que me impida estar un rato con ella. No me importa si tú quieres seguir decorando.

– ¿Decorando?

– El comedor.

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