Liz Fielding - Un Marido de Ensueño
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Nash era estupendo con las niñas y, además, besaba maravillosamente. Pero hacía falta mucho más que unos labios sugerentes para que Stacey se casara de nuevo. En esa ocasión, quería un marido en quien pudiera confiar y Nash no era lo que parecía ser…
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– ¿Cuenta un doctorado en filosofía? -preguntó ella, sin molestarse en ocultar su incredulidad.
Él sonrió, sin sentirse, aparentemente, ofendido.
– Bueno, es más que suficiente para lavar los platos. Mientras nosotros fregamos, prepara el vídeo. Enseguida iremos para allá.
Protestar con más fuerza sería absurdo. Para cuando logró encontrar la película y ponerla en el vídeo, Nash ya estaba allí con una bandeja con sus mejores tazas y una cafetera llena de café recién hecho.
Se sentó en el sofá, esperando que las niñas se acercaran a ella y se acurrucaran a su lado, tal y como hacían siempre. Pero Nash se le adelantó. Puso la bandeja en la mesita pequeña y se sentó a su lado. Hacía mucho que no compartía un sofá con un hombre. Encima, aquel viejo diván tenía la desfachatez de empujarlos al uno contra el otro. Nash olía a aire limpio, como una colada de ropa limpia.
– ¿No preferirías sentarte en sillón, Nash?
Él miró hacia donde ella señalaba y luego la miró a ella de nuevo.
– Veo mejor desde aquí.
Rosie y Clover no la ayudaron, pues agarraron los cojines y se sentaron a sus pies.
Así debería de haber sido si Mike hubiera seguido vivo: los cuatro juntos. Quizás. Su mirada se apartó de la pantalla y se posó en el hombre que tenía al lado, ese hombre de pelo rubio con un cuerpo de ensueño. Él se inclinó y sirvió el café, rozándole el brazo.
– ¿Leche? -le preguntó-. ¿Azúcar?
Sin duda, su sonrisa podía derretir el hielo.
– Solo leche -respondió ella. Él le dio la taza-. Gracias.
– De nada -se sentó tranquilamente, sintiéndose totalmente como en casa, con el café en una mano, su otro brazo estirado sobre el respaldo del sofá, pero sin tocarle los hombros.
Ella trató de imaginarse a Lawrence Fordham sentado en aquel mismo lugar, viendo una película de Walt Disney con Rosie y con Clover, riéndose juntos, disfrutando de la malvada Cruella de Ville…
Su imaginación se negó a hacer el cambio.
Capítulo 5
– De acuerdo, niñas. Ya es hora de dormir -no faltaron las habituales súplicas y excusas de que era sábado y que no tendrían colegio al día siguiente. Pero Stacey se mantuvo firme-. Dadle las buenas noches a Nash. Tenéis cinco minutos para asearos y meteros en la cama.
– Buenas noches, Nash -Rosie se abrazó a él. Nash se levantó con ella en brazos y la llevó hacia las escaleras, la subió y la dejó en el escalón de arriba.
– Buenas noches, dulzura.
Clover, al ser mayor, parecía más reacia a mostrar sus sentimientos.
– ¿Vendrás otra vez mañana, Nash? Podríamos jugar al fútbol.
– ¡Clover! -la invitación de la niña estaba acompañada de una sonrisa brillante, pero detrás de aquel gesto había una patente necesidad-. Seguro que Nash tiene cosas más importantes que hacer que jugar al fútbol.
Pero Clover tenía el tipo de sonrisa que podía con todo, incluida su madre. La pequeña quería un padre… lo que no era lo mismo que querer un hombre.
– No hay nada que me gustaría más que jugar contigo al fútbol, pero mañana no puedo porque tengo que visitar a alguien.
Clover pareció decepcionada.
– ¿El lunes, entonces?
– Clover -dijo Stacey otra vez-. No seas pesada. Y no te olvides de cepillarte los dientes.
Las niñas se marcharon desganadas y dejaron a Stacey a solas con Nash.
– Lo siento, por favor no… -comenzó a decir ella.
– No te preocupes, no lo haré -dijo él, antes de que ella pudiera terminar. ¿Qué era lo que no iba a hacer? Su expresión le resultaba difícil de leer. ¿No iba a permitir que Clover lo manipulara? ¿O le estaba prometiendo que no se convertiría en una molestia? -. Me marcho, para que puedas meter a las niñas tranquilamente en la cama. Gracias, Stacey, ha sido una velada muy agradable.
Algo dentro le decía que no tenía por qué acabar. Quería que se quedara. Podría meter a las niñas en la cama, preparar un poco de café y, tal vez, podrían probar el licor de jengibre.
Pero su boca no dijo nada de eso.
– Eres fácil de complacer.
– ¿Eso crees?
Hubo una extraña pausa en la que cualquier cosa podría haber sucedido y Stacey se encontró a sí misma ansiando un beso de Nash, un deseo que se vio seguido del pánico de que pudiera cumplirse.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez. No habría sabido qué hacer, cómo reaccionar…
– ¡Mamá! ¡No hay pasta de dientes!
El momento se evaporó gracias a la mundana intervención, pero la profunda decepción que sintió fue lo suficientemente ácida como para que no le quedara duda de cuál de los dos sentimientos había sido más fuerte.
– Vete a ver, Stacey. Yo me iré solo.
No la había tocado y, sin embargo, sentía como si sus dedos le hubieran tocado la mejilla. No la había besado y, sin embargo, sentía su boca caliente y palpitante. Se le había olvidado lo que era el deseo, lo que hacía, y el modo en que te robaba la razón y te convertía en una necia.
Nash se tumbó, metido en su saco de dormir, mientras contemplaba las estrellas del cielo preguntándose qué demonios estaba haciendo. Siempre se había propuesto tener una vida sin complicaciones.
Después de una niñez vivida con unos padres que disfrutaban haciéndose infelices el uno al otro, tenía cierta aversión a las complicaciones, y había llegado hasta los treinta y tres sin encontrar motivo alguno para cambiar de opinión.
Estaba allí de paso, eso era todo. Iba a pasar un día o dos con su abuelo, haciendo las paces con él antes de que el hombre se marchara. Pero por lo que había visto, estaba claro que si aceptaba liderar el viaje a Sudamérica, no volverían a verse otra vez.
Sin embargo, su abuelo no estaba todavía tan mal como para morir de inmediato. Tal vez estaba frágil, pero no por eso dejaba de divertirle controlar las cosas, manipular a la gente. Y Nash había sido indulgente con él, le había permitido que creyera que tenía el control. Era lo mínimo que podía hacer por un anciano como él…
– Tienes que pasarte por el vivero, Nash. Alguien debe hacerlo. Solo para decir adiós. Me sacaron de allí en una camilla -el viejo sabía cómo mover los hilos del corazón-. Pensó Nash y sonrió para sí mismo. Luego su abuelo añadió- Yo iría si pudiera, pero no me dejan salir de aquí -Nash estuvo tentado de ofrecerse a sacarlo a hurtadillas, pero pensó que era mejor que el viejo no viera el modo en que el jardín se había deteriorado sin su constante amor y atención-. Vuelve el domingo y cuéntame cómo está. Entonces firmaré los papeles.
Nunca nada era tan simple. Desde luego no para su padre. Por supuesto, no lo había engañado. Podía leer el subtexto con toda facilidad: «Cuando vuelvas de haber visto el pasado, firmaré esos papeles de compromiso con una constructora. Pero no te voy a dejar escapar tan fácilmente. Quiero que, antes de tomar una decisión, te enfrentes con el pasado».
Sabía lo que le esperaba pero, a pesar de todo, le resultó realmente impactante enfrentarse a ello. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí, regodeándose en la nostalgia del pasado, si Stacey O'Neill no hubiera saltado el muro y se hubiera encontrado a sí mismo hundiéndose en ese par de ojos de color miel?
Los melocotones podrían haberle tocado alguna fibra sensible, un deseo de recobrar un tiempo pasado mucho más simple, en un lugar en el que había sido feliz. Pero los ojos de Stacey y su sonrisa, su rubor, lo habían tentado con la idea de que tal vez podría volver a ser feliz otra vez.
Sabía que era complicado. Realmente complicado. No era solo una muchacha a la que podría amar y luego abandonar si descubría que no era lo que esperaba. Era una mujer con dos hijas. Eran un paquete completo y, una cosa que sabía, por encima de todo, era que los niños no debían sufrir por causa de los adultos.
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