Liz Fielding - Un Marido de Ensueño

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Stacey estaba bien sola. El problema era que sus dos hijas querían un padre y habían decidido que fuera Nash Gallagher.
Nash era estupendo con las niñas y, además, besaba maravillosamente. Pero hacía falta mucho más que unos labios sugerentes para que Stacey se casara de nuevo. En esa ocasión, quería un marido en quien pudiera confiar y Nash no era lo que parecía ser…

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– ¿Estás bien, Harry? -Harry sonrió-. Eres una dulzura -retrocedió-. Me encantaría tener un pequeño como tú.

– ¿Sientes que vuelve a despertarse tu espíritu maternal? -Preguntó Dee-. Cásate con Lawrence y estoy segura de que él cumplirá.

– ¿De verdad? ¿Tiene que ser un pacto permanente? Porque yo me sentiría feliz solo con el bebé.

– Como si no tuvieras ya suficientes problemas -pero su hermana se llevaba impresa en la cara una sonrisa sospechosa. Estaba convencida de que las hormonas de Stacey se encargarían de hacer el trabajo sucio-. Te traeré el vestido.

– De acuerdo.

– No me dirás que no en el último momento, ¿verdad?

– No puedo prometer que vaya a ser «la noche de Lawrence», pero… -pensó una vez más en la sugerencia de su hermana de que las niñas se quedaran con Harry, bajo los cuidados de Ingrid, y se dio cuenta de que podía tener una nada inteligente interpretación. No era posible que hiciera algo así a cambio de nada. Tenía que buscarse su propia niñera-. Pero no te fallaré. No te olvides de poner un cartel en el tablón de anuncios de la universidad.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? Puede resultar un inquilino insoportable.

– Siempre y cuando pueda pagar la renta, me vale.

Stacey le dijo adiós a su hermana que se alejaba con el coche, en nada convencida de que fuera a poder fiarse de ella en cuanto a lo del cartel. Su hermana tenía unos planes completamente diferentes. Quería que se casara con alguien que le pagara a sus hijas un colegio privado y que les proporcionara una casa con todo tipo de lujos, una casa en la que los estantes los hubiera colocado un carpintero.

Sabía que sus intenciones eran buenas.

Stacey se volvió a mirar a su casa. La adoraba, pero tenía que admitir que era una ruina.

Sin duda, necesitaba un buen arreglo desde que Mike la había heredado de su tío. Por desgracia, él no había sido el hombre adecuado para semejante trabajo.

Mike solo había sido bueno en una cosa. Pero un padre y un marido necesitaba algo más que un diez en sexo.

– ¿Qué miras, mami?

Stacey volvió al presente y se puso de cuclillas junto a Rosie.

– Algún pájaro ha hecho su nido bajo las tejas. ¿Lo ves?

– ¡Guau!

– Si crían ahí, volverán cada año -no se trataba de un huésped de alquiler, pero era igualmente bienvenido-. Corre a buscar a Clover, que quiero ir al centro. Por si acaso Dee no quería arriesgarse a que algún inoportuno estudiante le estropeara sus planes, Stacey había decidido poner un anuncio en la tienda antes de perder los nervios.

Y, cuando regresara, cortaría el césped. Bueno, al menos cortaría las margaritas, que era todo lo que su cortadora podía hacer.

Los estudiantes universitarios seguramente no se darían ni cuenta, pero no podía arriesgarse a decepcionar a nadie.

Querido Nash:

Mamá dice que tengo que esperar hasta que encuentres mi pelota, pero eso puede tardar toda la vida si no sabes que la he perdido. Así que te pido que me la lances a través del muro otra vez. Lo siento.

Con cariño, Clover.

PD. Por favor, no le digas a mamá que he escrito esto. Se supone que debo ser paciente y esperar.

Nash vio la nota en una de las grietas del muro al salir de su tienda al amanecer. Tardó un poco en encontrar el balón, pero no le importó. Había estado esperando una oportunidad para poder conocer más a fondo a Stacey O’Neill. Esperaba que las fresas lo ayudaran.

No había respondido directamente, pero el bizcocho sugería que no le iba a importar que se asomara al otro lado del muro para decir hola. El sonido de una cortadora de césped decrépita era la excusa que necesitaba.

Stacey estaba llenado el depósito de gasolina de la insaciable cortadora, cuando algo le hizo levantar la cabeza. Nash Gallagher estaba sentado en la parte superior del muro, observándola. Sus increíbles piernas parecían esperar una invitación para saltar y sentirse en su jardín como en casa.

– ¿Necesita ayuda? -le preguntó.

– Lo que necesito es una nueva cortadora -dijo ella, con el rostro congestionado y el cuerpo inclinado sobre la máquina-. Solo espero tener suficiente gasolina para terminar de cortarlo todo.

Las seis pulgadas de altura que tenía la hierba no ayudaba mucho.

Él saltó al jardín sin esperar más invitación y se aproximó al artefacto. Lo empujó, como si probara algo.

– ¿Tiene una llave?

– Sí, claro que sí -dijo ella y él esperó a algo-. ¿Quiere que la traiga?

– Puede ser una buena idea. A menos que la tenga entrenada para que venga cuando le silba -su boca se torció lateralmente en algo que era mucho más que una sonrisa.

¡Cielo santo! Aquel hombre era su tipo. Se había casado con uno de ellos pero, al parecer, seis años de vida con un embelesador al que se le iban los ojos detrás de las mujeres no la habían inmunizado.

– No hace falta -dijo ella rápidamente-. De verdad, me las puedo arreglar.

– Hasta que se quede sin gasolina -alzó los ojos y se protegió del sol con la mano-. Si se siente en deuda por ello, siempre podrá hacerme otro bizcocho.

– Ya sabía que el bizcocho provocaría un mal entendido. Ese fue un regalo de Clover, en agradecimiento por haberle devuelto la pelota.

– ¿De verdad? -no parecía decepcionado. Se volvió hacia Clover-. Estaba muy rico, Clover. ¿También sabes hacer té?

Clover se rió.

– Mamá hizo el bizcocho. Yo solo lo puse en el muro para darle las gracias. Pero hacer té es muy fácil.

– Pues estoy seguro de que tu madre agradecería una taza. Y, puesto que vas a prepararlo, el mío me gusta con tres cucharadas de azúcar.

Clover se rió de nuevo. Stacey trató de no reírse con ella. Clover tenía una excusa: contaba con solo nueve años de vida. Pero a los veintiocho, a Stacey se le presuponía cierto juicio.

Agradeció la escapada al garaje para buscar la caja de herramientas, porque eso le dio la oportunidad de controlar sus gestos.

– He traído la caja -dijo, dejándola en el césped, junto a él. La habían heredado con la casa y no había nada que tuviera menos de cincuenta años-. Seguro que hay algo que sirve.

Él se inclinó, abrió la caja y rebuscó dentro, y probó un par de llaves.

– Bien, manos a la obra -dijo. Stacey lo observó, sin poder evitar morderse ansiosa el labio inferior, mientras veía cómo desmontaba la cortadora. Mike solía empezar así, con mucha confianza en sí mismo. Nash la miró y notó su expresión de preocupación-. No se preocupe. Luego volveré a poner las piezas en su sitio.

Stacey tragó saliva. Mike también solía decir eso.

– Bien, yo… seguiré cortando los bordes del césped.

Él se limitó a sonreír y continuó desmontando su preciada cortadora. No podía soportar la visión. Así que se puso a trabajar con unas tijeras podadoras que, demasiado tarde, descubrió que estaban sin afilar. La verdad era que no estaba muy centrada en la apariencia que deberían tener los bordes del césped.

Luchaba por disimular su inquietud ante lo que Nash estaba haciendo.

Había aprendido a morderse la lengua antes de hacer determinadas peticiones como, «realmente necesitaría un estante» o «¿has visto la grieta que hay en el baño?» o «vamos a decorar el comedor».

Mike se lanzaba ciegamente a todo, pero su entusiasmo y su capacidad no se correspondían. Cuando las cosas empezaban a fallar, su entusiasmo se desvanecía. Pero su marido había muerto hacía tres años, y había perdido la costumbre de enfrentarse a alguien así.

Miró por encima del hombro a Nash. Si le estropeaba la cortadora, iba a tener un terrible problema. No se trataba de mantener el jardín impecable, pero sí de tener un lugar en el que las niñas pudieran jugar. La hierba no dejaba de crecer porque la cortadora no funcionara.

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