– Solo hasta la estación, Cal -insistí-. Por favor, dime que entiendes por qué no quiero… Es decir, por qué debo hacerlo.
– ¿Quieres que te mienta? Jamás lo haré.
– Inténtalo -dije.
Por supuesto, no deseaba que me mintiera, pero sí que me entendiera, que comprendiera que si iba a iniciar una relación con él, lo lógico y lo más sensato era romper antes con mi novio de toda la vida.
No comprendía su distancia. A lo mejor se estaba arrepintiendo de no haber aprovechado la oportunidad de acostarse contigo aquella misma tarde, cuando ambos habíamos perdido la cabeza.
Me di cuenta de que Cal me mostraba la palma de la mano desde hacía rato para que le entregara las llaves de mi piso. Busqué en el bolso, revolviendo todo su contenido.
– Lo siento, tienen que estar por alguna parte. -dije olvidando el bolso para concentrarme en los bolsillos del abrigo-. Sé que tienen que estar por aquí -añadí, sabiendo que estaba metida en un nuevo lío. Le tendí el abrigo y volví a registrar el bolso-. Tengo que tenerlas, no quería depender de Sophie para volver a casa…
– A lo mejor se te han caído mientras estabas en mi apartamento -dijo el-. Cuando sacaste el teléfono para llamar a un taxi… o cuando te estuviste arreglando en el cuarto de invitados.
– Es posible -admití.
Cal me devolvió el abrigo, se dirigió directamente hacia su apartamento y sacó la llave del bolsillo como si intentara demostrarme lo fácil que era.
Yo lo seguí con cautela, rebuscando aún dentro del bolso mientras él abría la puerta.
– Aquí no están -dijo echando una mirada a la alfombra del vestíbulo-. ¿Quieres mirar en la habitación de invitados? Registré primero la superficie del lavabo del cuarto de baño de invitados y luego escruté cada centímetro de suelo con lupa, así como la papelera donde había arrojado el pañuelo de papel que había usado para quitarme el pintalabios. Finalmente, miré detrás de la puerta. Nada.
Cal enarcó las cejas cuando salí.
– ¿Ha habido suerte? -yo meneé la cabeza-. Voy a llamar a Nico, puede que las hayas perdido allí.
– Estoy segura de que no he abierto el bolso en el restaurante de Nico -dije observando la enorme alfombra persa que había delante de la chimenea-.
¿Has mirado bien por aquí? Podrían pasar desapercibidas en medio de estos dibujos tan intrincados.
– Compruébalo tú misma -propuso, y se quitó el abrigo para colgarlo en el perchero.
Yo tuve una sensación de déjà vu . Cal desabotonándose la camisa, desnudándose para ir a darse una ducha… Me invadió una oleada de calor estremecedora.
– Voy a preparar un café -dijo él, devolviéndome a la realidad.
– De acuerdo.
Me quité los zapatos, me puse de rodillas sobre la alfombra y pasé las manos por toda su superficie.
Nada. Estaba empezando a pensar que quizá, con las prisas, en el último momento me había olvidado de meterlas en el bolso. Era posible que Cal tuviera razón sobre mí: no se me podía dejar sola porque, de una manera u otra, siempre me las arreglaba para meterme en algún lío. A lo mejor me estaba volviendo loca. Me reuní con Cal en la cocina y me dejé caer sobre un taburete, con el abrigo puesto, mientras observaba como él preparaba el café.
– Sophie tardará horas en volver a casa y Kate va a quedarse a dormir com su novio -anuncié.
– No hay ningún problema, Philly -repuso él sin mirarme. Mi corazón sufrió un acelerón y me quedé sin aliento-. La habitación de invitados está preparada.
Fui incapaz de darle las gracias, jamás había conocido a un hombre tan considerado. Era un santo.
– Mi vida era muy aburrida -dije al cabo de unos instantes.
– Me resisto a creerlo.
– Es verdad, Mis compañeros de estudios me eligieron «la chica mejor preparada para el matrimonio» cuando tenía quince años. No creo que fuera exactamente un cumplido. En realidad, creo que pensaban que yo era la chica más aburrida que habían conocido en toda su vida. Y nada cambió en los años posteriores. Seguía teniendo el mismo novio y había encontrado un trabajo aburrido, pero seguro. Nunca he bebido ni he fumado y ésta es la primera vez que pierdo las llaves de casa. Aunque en mi pueblo no hubiera supuesto ningún problema. Mi madre siempre guardaba un juego de llaves en la casa del vecino.
– ¿Dónde si no? -preguntó Cal con un cierto sarcasmo.
– No en la casa de la madre de Don -aclaré rápidamente-. No se puede decir que ellas dos hayan sido nunca íntimas. Aunque se tratan con educación, claro.
El se volvió para mirarme con los ojos brillantes de pasión o… de furia. Su comportamiento conmigo se había enfriado un tanto desde que le había dicho que debía regresar a casa.
– ¿Y?
– «Y» ¿qué?
– Me estabas explicando que hasta ahora habías llevado una vida sin incidentes. Supongo que lo dices por algo.
Durante un instante estuve a punto de replegar, pero sus ojos volvieron a brillar y esa vez estaba segura de que lo que había detrás de ellos era pura lujuria.
– Sí, lo digo intencionadamente. Toda mi vida ha discurrido por canales seguros hasta… hasta que te he conocido a ti.
– ¿Pretendes que te pida disculpas por haber alterado tu forma de vida?
Yo no sabía lo que quería, pero desde luego no que me pidiera disculpas.
– Contigo me siento… fuera de control.
– Eso es culpa de la pasión.
– ¿La pasión?
– La pasión, el deseo, las ganas de vivir. Me parece que sabes a qué me refiero, ¿no? -dijo con mayor amabilidad.
– Sí, claro que sí-repuse recordando el breve episodio erótico de la tarde.
– ¿Has hablado con tu madre desde que estás en Londres? -preguntó él.
¿Mi madre? ¿Cómo había entrado ella en la conversación?
– Llamó para decirme que habían llegado bien, pero yo no estaba en casa.
– Es la hora del desayuno en Australia, ¿por qué no la llamas ahora?
La tentación de llamar era grande, pero me resistí a complicarles la vida a mis padres con mis problemas mientras se encontraban de viaje de placer.
– ¿Crees que ella puede adivinar donde he perdido las llaves? – pregunté maliciosamente.
– Creo… creo que debes hablar con alguien en quien puedas confiar. Alguien que sólo se preocupe de tu bienestar personal. Creo que has perdido el norte y que te encuentras algo desconcertada. Llámala y cuéntale que has perdido las llaves y que vas a pasar la noche en casa de un amigo que piensa en ti con lujuria. Pídele consejo materno.
Intenté buscar una sonrisa en sus labios, pero ni el menor asomo.
– ¿A eso te dedicas? -pregunté-. ¿A pensar en mí con lujuria? A mí me parece que tienes tu ansia de poseerme y tus instintos carnales totalmente bajo control.
– Sí, es cierto, estoy algo chapado a la antigua, pero necesito toda tu colaboración, ni se te ocurra provocarme. Has tomado una decisión y, en lo que a mí respecta, te puedo asegurar que tu honor va a quedar completamente a salvo. Puedes quitarte el abrigo.
Lo hice.
– Lo siento…
– ¡No! No quiero que te sientas culpable por nada -dijo acercándose a mí de tres zancadas para tomarme por la cintura-. No quiero que sufras por mi causa -murmuró sobre mi pelo-, jamás haría algo que pudiera hacerte daño. Quiero que lo sepas, quiero que me creas.
Lo miré y luego tomé su rostro entre mis manos.
– ¿Cómo podría dudar de ti, Cal? -sus ojos se cerraron en un gesto de dolor-. Te has convertido en mi ángel de la guarda desde que llegué a Londres. ¿Te crees que no me he dado cuenta del mal rato que has pasado para refrenar tus instintos cuando estuvimos a punto de hacer el amor hace un par de horas? Sé lo que sentiste porque yo también te deseaba, Cal, me moría por hacer el amor contigo…
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