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Lucy Gordon: Ganar una Esposa

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Lucy Gordon Ganar una Esposa

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Había perdido su tierra… ¡pero había ganado una esposa! Rinaldo Farnese y su hermano Gino acababan de descubrir que una inglesa llamada Alexandra había heredado parte de sus propiedades. Parecía haber sólo una solución para no perder la tierra: lanzarían una moneda al aire y el ganador se casaría con Alexandra. Gino era un hombre encantador, pero sólo salían chispas cuando Alex y Rinaldo se miraban… Él parecía odiarla, pero tampoco podía negar la atracción que había entre ellos.

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Alex se quedó inmóvil. Por dentro, estaba llorando. Ahí estaba el pobre Gino, el cachorro de Gino, tan cariñoso, el último hombre al que habría querido hacer daño.

Pero el brillo de sus ojos le decía que le había roto el corazón.

Rinaldo dormía con la cabeza sobre su hombro, con la actitud de un amante enamorado.

– ¡Gino!

Él no se movió, no dijo nada, pero estaba cada vez más pálido. Y entonces, de repente, dio un paso atrás, hacia la puerta, sin dejar de mirar a su hermano y a la mujer que amaba.

Angustiada, Alex sacudió un poco a Rinaldo. Cuando éste vio a su hermano, se puso tenso.

Gino abrió la puerta, negando con la cabeza como si no creyera lo que estaba viendo. Y luego desapareció.

– ¡Gino! -gritó Rinaldo.

Como no hubo respuesta, se levantó a toda prisa para ponerse los vaqueros y seguir a su hermano.

Alex se quedó un momento en la cama, con una mano sobre el corazón. Luego se vistió y bajó a la cocina. La terraza estaba abierta y podía ver la mesa y las sillas donde habían pasado tantas horas felices.

Gino paseaba de un lado a otro, como si su dolor fuera algo que pudiese dejar atrás. Se volvió al oír entrar a Alex y ella se quedó sorprendida al ver su cara de cerca.

Era como si hubiese perdido la juventud de repente.

– ¿Por qué no me lo dijiste? No podía haber sido tan difícil. Pero no, me hiciste creer que Rinaldo y tú erais enemigos…

– Yo no te he engañado nunca.

– No mientas, Alex.

– Es cierto -suspiró Rinaldo-. Estábamos enamorados desde el principio, pero no lo sabíamos. O quizá lo sospechábamos, por eso intentamos engañarnos. Lo siento mucho, Gino. De verdad. Espero que lo entiendas.

– ¿Entenderlo? ¿Cómo voy a entenderlo?

– Escucha -dijo Alex entonces-. Rinaldo no te ha quitado nada. Yo nunca te dije que estaba enamorada de ti. Nunca. Y mientras tu hermano y yo nos peleábamos, empezamos a enamorarnos el uno el otro. Tienes que creerme…

– ¡Idos al infierno los dos! -la interrumpió Gino, antes de salir.

– ¡Gino! -gritó Alex, intentando ir tras él.

– No -dijo Rinaldo, reteniéndola-. No valdría de nada. Ahora mismo no puede ni vernos, tiene que estar solo.

Alex dejó que la tomase de la mano, pero cuando llegaron al piso de arriba, como de mutuo acuerdo, cada uno se fue a su habitación. No podían estar juntos esa noche. No sería justo para Gino.

Le pareció raro bajar a la cocina por la mañana y no encontrar a Gino. Sus sonrisas y sus bromas se habían convertido en algo importante para ella.

Le tenía mucho cariño. No lo quería como a Rinaldo, con pasión, sino con el tierno afecto de una hermana. Sobre la silla de la terraza estaba la chaqueta que había llevado por la noche y Alex la acarició, pensando con qué ilusión se la habría puesto… Al tomar la chaqueta, algo salió rodando por el suelo. Era el anillo de compromiso.

Angustiada, volvió a guardarlo y se dejó caer sobre una silla. Poco después, Rinaldo se reunió con ella.

– Gino se ha ido. Su coche no está abajo.

– ¿Pero volverá?

– No lo sé, se ha llevado parte de su ropa -suspiró él-. Todos estos años a su lado, viéndolo crecer, y ahora… Dios mío, ¿qué le he hecho?

– ¿Qué le hemos hecho?

– Ha cambiado, ya no es un niño. Y siente como un hombre, aunque yo no había querido verlo. Me temo que sólo podremos reconciliarnos cuando encuentre a la mujer de su vida. Entonces me entenderá.

– Quizá debería marcharme -sugirió Alex.

– ¡No! No, por favor. No te vayas, no puedo vivir sin ti. No puedo respirar sin ti -dijo Rinaldo, tomando su cara entre las manos-. Anoche le dije que iba a casarme contigo, aunque aún no te lo había pedido.

– No hacía falta que me lo pidieras. Sabes que iba a decir que sí.

– Eso es todo lo que quiero, amor mío. Y, si Dios quiere, viviremos muchos, muchos años juntos.

Decidieron que la boda tendría lugar tres semanas después en la pequeña iglesia del pueblo.

Llegaron muchos regalos, aunque ellos sólo esperaban el de Gino, que nunca llegó.

Pero él apareció de improviso una tarde, cuando los dos estaban fuera. Cuando volvieron a casa encontraron su coche aparcado en la puerta. Y a Gino en la escalera.

Su apariencia los dejó atónitos. Parecía mayor. Su rostro, antes siempre sonriente, estaba muy serio.

– He venido a buscar el resto de mis cosas. Pero quería deciros adiós.

– ¿Te vas para siempre? -preguntó Rinaldo.

– Sí.

– No puedes hacerlo. Esta es tu casa.

Gino sonrió, irónico.

– ¿Y qué sugieres, que vivamos los tres juntos? Sabes que eso no puede ser.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Rinaldo.

– Con unos amigos. Pero creo que me iré del país.

– ¿Qué? La mitad de esta granja es tuya…

– Lo sé. Y eso habrá que solucionarlo.

– Tenemos tiempo. Al menos quédate aquí hasta la boda…

– No -lo interrumpió su hermano-. No contéis conmigo.

– Yo tengo algo que decirte -suspiró Rinaldo entonces-. Nunca pensé que sería de esta forma, pero debes saberlo. Es sobre papá. Me has preguntado alguna vez si dijo algo antes de morir… Pues bien, esa noche intentó decirme algo. Supongo que quiso advertirme sobre la hipoteca, pero no podía hablar. Sin embargo, lo vi mover los labios y repetía «lo siento, lo siento», una y otra vez.

Gino asintió.

– Gracias por contármelo. De alguna forma, eso me devuelve a papá.

Por un momento, fueron hermanos de nuevo. Pero el momento terminó enseguida.

– Tengo que irme, pero… ¿podría hablar con Alex a solas?

– Sí, por supuesto -suspiró Rinaldo.

Cuando se quedaron solos, Alex se apoyó en el respaldo de una silla.

– No te preocupes, no voy a avergonzarte…

– Siento muchísimo lo que ha pasado, Gino.

– Lo sé. Y sé que no querías hacerme daño. Pero no sabrás cómo te quiero porque ya no tengo derecho a decírtelo.

– Creo que ya lo has hecho.

– Para mí, fue como un milagro encontrarte.

– Volverás a sentir eso cuando conozcas a la mujer de tu vida, Gino.

– Quizá tuve delante la verdad y no quise verla. Aquella primera noche, cuando cenamos juntos y te dije que sólo hablabas de Rinaldo… Debería haberme dado cuenta entonces. No es culpa de nadie, sólo mía.

– Quédate unos días, Gino -le rogó Alex.

– No, es mejor que me marche.

– Al menos, llévate el anillo. Está ahí, en tu chaqueta.

– Dámelo tú, si no te importa. No quiero volver a entrar.

– Muy bien, como quieras. Espera un momento.

En la cocina se encontró con Rinaldo.

– Voy a devolverle su anillo y…

Entonces oyeron el motor de un coche.

– ¡Oh, no!

Desde la ventana vieron que el coche de Gino se alejaba por el camino. Alex no pudo evitarlo.

Enterró la cara en el pecho de Rinaldo y se puso a llorar.

La boda fue un acontecimiento feliz y triste a la vez. Si las cosas hubieran sido diferentes, el padrino habría sido Gino. Pero tuvo que ser Isidoro, el abogado de Alex.

Sin embargo, se olvidaron de todo frente al altar, prometiéndose amor eterno. Rinaldo y Alex se miraron y supieron que los dos sentían lo mismo, que siempre sentirían aquel amor el uno por el otro.

Entonces oyeron un murmullo en la iglesia y Alex volvió la cabeza. Había un joven en la puerta. No podía ver su cara, porque el sol lo iluminaba por detrás, pero enseguida supo quién era.

Por supuesto, había ido, pensó, feliz y aliviada. Aunque le rompiese el corazón, el dulce Gino no podía dejarlos solos aquel día.

El sacerdote estaba preguntándole a Rinaldo si quería a Alex por esposa y, con voz firme, él dijo que sí.

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